Cherié Quidel Núñez: “Quería que la novela transmitiera la incomodidad de la violencia”
La primera novela de la escritora y licenciada en Literatura, Carmencita (Trazos de Aves, 2024), nace de un momento íntimo y complejo. En 2023 se trasladó a Argentina y, atravesando un episodio depresivo, comenzó a escribir desde la nostalgia y la memoria. El desarraigo la llevó a volver sobre su infancia y adolescencia en Maipú, un lugar que para ella está cargado de afectos y recuerdos que terminaría por convertirse en escenario central de la obra. De esto y más habla en esta entrevista.
Lo que al inicio eran relatos sueltos —historias propias o de amigos de la niñez— fueron encontrando forma poco a poco, hasta cristalizar en una narración articulada alrededor de tres hermanas adolescentes. Es la materia que actualmente conforman la novela Carmencita, de la escritora Cherié Quidel Núñez. El vínculo entre ellas, hecho de afecto, resistencia y búsqueda de identidad, sostiene el corazón de la novela publicada por Trazos de Aves.
La escritura de Carmencita también se moldeó por una decisión formal clave: estructurarse en un diario de días consecutivos. Cherié Quidel comenzó a escribir el 18 de septiembre, fecha en la que la lejanía avivó con fuerza su vínculo con Chile y con la cultura familiar que extrañaba. Inspirada por la potencia simbólica de esa fecha y tras encontrarse con un discurso de Pinochet, decidió que la novela debía arrancar ese día, marcando desde el inicio un tono cargado de memoria y tensión histórica.
En palabras de la propia autora, Carmencita “tiene mucho de memoria”, porque surgió en un tiempo de distancia y de soledad, y en ese extrañar fue capaz de crear un espacio narrativo donde las voces de la infancia y la adolescencia se entrelazan con la necesidad de recordar, resistir y reinventar el hogar.

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-Los nombres de las protagonistas son Gabriela, Teresa y Carmencita, o Carmen. ¿Los pusiste pensando en las tres poetas chilenas —Gabriela Mistral, Teresa Wilms Montt y Carmen Berenguer—, o fue por otra razón?
No, es exactamente esa razón. Bueno, yo solo he escrito esta novela, pero en otros proyectos que estoy haciendo siempre saco nombres de poetas que me gustan, en particular de poetas y escritoras chilenas. Voy tomando sus nombres porque me gustan mucho, y sí, en este caso fue una decisión consciente al momento de formar a los personajes.
-¿Qué referentes, aparte de estas tres poetas, tenías para escribir esta novela?
Bueno, en particular no pienso en referentes sólidos, porque tiendo a leer mucho por gusto, y siento que esas influencias se dan más inconscientemente. Para esta novela, más que referentes literarios, usé referentes personales: me inspiré mucho en mi familia y en mis amigos, en la forma en que hablan y conviven. Por eso el diálogo dentro de la novela es tan fluido; pensaba mucho en sus maneras de hablar. Cuando escribo narrativa, sobre todo diálogos, mis referentes principales son las personas con las que converso en mi vida cotidiana, más que los autores que leo.
-En la novela también hay bastantes referencias al cine, que sé que te gusta mucho: Machuca, Hija de Perra. ¿Cómo influyeron estas películas o artistas visuales no solo en Carmencita, sino también en tu vida?
Siempre me ha gustado el cine. Desde chica era mi actividad con mi papá, y creo que por eso la figura paterna también tiene una connotación en la novela: para mí el cine y mi papá están muy unidos, van de la mano.
En el libro se menciona, por ejemplo, el documental Travesía Travesti, que Carmencita ve como de manera ilegal en el computador de la profe. Son cosas que yo también vi más joven, que me impactaron mucho y que quise incluir. Pensaba que, estando en la voz de una niña de 15 años, era interesante mostrar cómo ella se enfrenta a contenidos que pueden ser sexualmente fuertes —no necesariamente explícitos, pero sí en lo que plantean—, y cómo eso influye en su desarrollo y la hace cuestionarse.
En mi propia experiencia, cuando estaba en la media y veía cosas que sentía que “no tenía que ver”, me generaban incomodidad, ruido, había escenas que me resultaban extrañas. Esa sensación me marcó y quise trasladarla a la novela, porque creo que es una emoción compartida: todos, al crecer, nos topamos con esas experiencias que nos remecen.
-¿Fue muy complicado escribir esta novela? Pregunto porque tiene partes muy violentas: el personaje crece con muchos traumas de violencia.
Creo que sí. Como una persona que también sufrió violencia intrafamiliar fuerte, tiendo a normalizar ciertas cosas, entonces, cuando iba escribiendo, era más bien como recordar situaciones. Tal vez no sentía de inmediato el peso emocional, pero sí había consecuencias: por ejemplo, en esos días casi no dormía.
Ahí se empezó a notar un patrón de comportamiento, que el proceso estaba siendo invasivo emocionalmente. Tuve que recordar y escarbar en la memoria para sacar cosas dolorosas y muy fuertes. Y claro, las escenas violentas en la novela son bastante explícitas, y eso fue intencional: yo quería que la novela transmitiera esa incomodidad.
-A mí me sorprendió porque vi la portada y se veía muy cálida, pero después, a medida que avancé, se volvió muy dura de leer.
Me gustó harto eso, que la novela diera otra apariencia. Lo pensaba también en mí misma: soy una persona muy simpática y alegre, pero cada una lleva su propia historia.
La novela parte con algo cotidiano: unas hermanas que un 18 de septiembre tienen que ir a la casa de la tía, chatas de hacer todo ese ritual familiar de Fiestas Patrias. Pero mientras uno va desmenuzando la historia, se da cuenta de que durante ese mes la violencia es sistemática y, al mismo tiempo, cotidiana.
Quería dar a entender eso: que cuando una persona vive en un espacio de violencia, esa violencia se vuelve natural, incluso en su crudeza. Que sea tan explícita en la novela es intencional, porque así es como realmente se vive.
-¿Qué representación de la violencia quisiste hacer en la figura del padre?
Cuando empecé a escribir ciertas escenas de abuso, entendía que había códigos que remitían a una violencia más grande, incluso a una especie de tortura. Por ejemplo, cuando mete a la niña a la ducha.
El padre funciona como personaje singular, pero también encarna una violencia sistemática. En la novela se menciona que fue paco, y eso lo sitúa dentro de una institución de opresión. Esa experiencia le da un conocimiento concreto sobre cómo ejercer violencia, tanto física como psicológica. Hay una manipulación consciente ahí, que no es improvisada: es un sistema que se aprende y se reproduce.
Por eso pensé al padre como una figura que podía ser, a la vez, un personaje específico y un símbolo más amplio. Representa ese tipo de hombre que, con una mentalidad cerrada, puede llegar a tratar a sus propias hijas con la misma lógica de represión con la que aprendió a tratar a los otros. Así, la institución familiar dentro de la novela también funciona como un reflejo de esa violencia estructural.
-Se normaliza mucho la violencia dentro de la familia, pero cuando uno va creciendo le cuesta imaginar que un adulto pueda pegarle a un niño. Ya de por sí pegarle a otra persona es muy violento, pero a un niño, a un animal…
Eso me pasó mucho. Cuando era chica lo tenía muy normalizado, y mis amigos de ese tiempo también. Me acuerdo de una vez, debíamos estar en sexto básico, conversando sobre eso, y una compañera —su mamá era de la PDI— nos dijo: “Oigan, pero eso lo pueden denunciar”. Me acuerdo que me dolió la guata. Pensé: no, no, no, esto no es tan malo como para denunciarlo. Como que lo que estábamos viviendo no era algo “malo” en ese sentido. Y ahí recién caí en cuenta: cuando alguien de afuera, un niño que no vivía esas cosas, nos dijo “pero eso está mal”.
Con el tiempo, al crecer, una va mirando fotos de cuando era chica y piensa: ¿cómo fue posible? Ahora que soy grande, nunca pensaría en tratar así a un niño.
-¿Qué consejo le darías a un niño o a un adolescente que está pasando por eso? ¿Denunciar?
Es que incluso eso… por eso creo que el libro tiene el final que tiene. Personalmente no creo que esas cosas funcionen, porque nunca tuve esa mano. Las personas que conocía en mi infancia, que vivían lo mismo, tenían a muchos adultos de testigos, y aun así nada pasaba. Entonces, cuando una está dentro, no tiene esa esperanza —esa idea como de película de que de forma legal te van a sacar de ahí y todo va a mejorar—. Porque incluso si te sacan de ahí, ¿a dónde te llevan? No hay mucha escapatoria. Por eso el final de la novela es como es: esa violencia tan grande solo se termina combatiendo con otra violencia, defensiva, pero que sigue siendo horrible.
Yo no podría dar un consejo, porque salí de ese ciclo de una forma muy sorpresiva: además de crecer —porque cuando una es niña es distinto, no tienes el mismo cuerpo ni la misma fuerza—, mi papá falleció. Esa fue mi vía de escape, pero no es una salida que dependa de una.
No le puedes decir a una niña de 15 años “ándate de la casa”, porque no es posible. Tampoco puedes decirle “aguántate”, porque es terrible. Entonces, lamentablemente, hay que intentar buscar ayuda, aunque sé que no siempre funciona. Soy muy pesimista en estas situaciones, porque en mi caso simplemente me aguanté y esperaba el momento en que pudiera irme. Y no hay una vía de escape fácil.
Tal vez lo único que diría es: buscar a alguien a quien hablarle. Yo, incluso cuando crecí y entendí que lo que viví estaba mal, no hablaba mucho de eso. Por vergüenza, por lata. Pero cuando logras hablar, aunque sea para desahogarte, ya es algo. No saca el dolor físico ni emocional, ni las marcas que quedan después, pero sí puede ser un alivio. Al final es una herida que siempre va a estar, con la que uno aprende a convivir. En mi caso, lo que me ha funcionado es escribir.
-Escribir sobre eso, ¿te sirvió para canalizar todo el dolor?
Sí, yo creo que me sirvió mucho. Hay ciertas cosas que nunca hablé y luego las escribí en el libro. No digo “esto sí me pasó, esto no me pasó”, porque algunas escenas son inventadas y otras no, pero de todas formas están ahí y existen. Cuando uno ha sido víctima de algo, de cierta forma quiere que exista y que otra persona lo sepa.
Al mismo tiempo, hay un sesgo de vergüenza. No quieres llegar y decir “fui víctima de esto”, da miedo. Escribirlo y publicarlo me dio un pie para que otras personas también lo piensen. Hay mucha gente que nunca ha vivido estos ciclos de violencia, que ha estado en entornos muy amenos, y para ellos es difícil creer que algo así pase; pero para quien ha vivido violencia, no existe un límite: todo es posible. Por eso, cuando veo películas, leo libros o escucho relatos violentos, sé que todo es posible.
Haberlo escrito y publicado abre esa puerta: “Oigan, esto pasa en las casas también”. En cualquier casa. Podría ser tu vecino, la casa de al lado, la que pasas todos los días caminando. Uno nunca lo pensaría, pero está pasando.
-¿Qué recepción ha tenido la novela?
Lo que más me impactó fue la reacción de mi familia. Tengo muchos familiares, y no tengo contacto con todos por distintos problemas, pero unos meses después de publicar el libro, parientes míos, primas con las que no hablaba hace años, me buscaron y me dijeron cosas como: “Yo me acuerdo de esto, yo me acuerdo de ti de chica viviendo estas cosas”.
Mis tíos también lo leyeron, compañeros de colegio de cuando era más chica, y me decían: “A mí me pasaba lo mismo, yo viví lo mismo”. Eso fue muy fuerte. Me chocó, pero al mismo tiempo me consoló un poco, porque me hizo sentir que no estaba mal, que mi memoria no había mentido. Esa gente, más consciente que yo en ese entonces, recordaba perfectamente lo que pasó.
Eso también da rabia, obviamente. Pero que estas personas se me acercaran, que gente que estuvo ahí o compañeros que vivieron experiencias similares nos compartieran eso, fue algo que me tocó mucho, sobre todo después de haber escrito y publicado el libro.
-¿Por qué incluiste el descubrimiento sexual, el lesbianismo y la identidad mapuche?
Soy mapuche por parte de mi papá. Era importante recalcar el tema del racismo. En Chile el racismo es muy fuerte. Algo que me da un poco de risa actualmente —aunque no es chistoso, solo la ironía de la situación— es que todavía se observa mucho racismo y xenofobia, incluso dentro de la familia: quién es más moreno, quién es más blanco… Ese tipo de cosas que yo viví de chica me parecían muy particulares.
Hoy siento que no se ve tanto, al menos con mis primitos más chicos, pero quería representar esa naturalidad con que se separa a las personas por color de piel, porque forma parte de la cultura chilena. Además, yo quería volver a esa raíz mapuche dentro de la novela. En una de las hermanas, la que más se parecía a la madre, ese vínculo con la identidad era muy simbólico. También sufría más violencia, por ser diferente físicamente y, de alguna manera, espiritual.
Dividí las violencias entre las tres hermanas: una vivía violencia sistemática, racista y sexista; otra tenía un enfoque más ligado al lesbianismo, como Gabriela, y la tercera reflejaba valores políticos más de izquierda, al estilo de Carmencita.
Me parecía fundamental trabajar estos focos porque representan grupos disidentes, que suelen ser los más atacados. La familia se convierte en un microcosmos de violencia sistemática, donde cada hermana refleja un tipo de vulnerabilidad distinta. Gabriela vivía su sexualidad de forma oculta, solo conocida por las otras hermanas, y Carmencita estaba más arraigada a valores políticos y culturales.
Para mí era importante mostrar el descubrimiento sexual como algo natural y problemático en la adolescencia, ese miedo a la duda y a lo desconocido. Quería que cada hermana tuviera su foco, su característica particular, y que esos aspectos reflejaran realidades sociales más amplias dentro de un núcleo familiar.
-Cuando estabas escribiendo sobre el papá, ¿tenías alguna imagen en mente, como “esta es la imagen que quiero representar en el libro. ¿Qué imagen tratabas de plantear más allá de esta figura “facha, paco”? Porque a mí me daba la sensación de que era un personaje de un slasher, un asesino casi omnipresente.
Bueno, el papá es un personaje muy caricaturesco: es un ex paco que ahora es taxista, es lo típico, facha, uno sabe cómo es. Pero cuando escribía, siempre estuvo presente la sensación del acecho, del asedio. Cuando uno es víctima de violencia sistemática, cotidiana, aprende a distinguir cosas: la respiración de cada persona, cómo caminan, cómo suenan las llaves, qué movimientos hacen antes de entrar a la casa. Uno siempre está alerta.
Esa sensación de vigilancia estaba presente mientras escribía: aunque estés solo, nunca lo estás realmente. Siempre hay alguien que podría descubrir lo que está pasando. Es como un panóptico: la violencia está ahí, omnipresente, incluso con un sentido casi “divino”, como si estuviera arriba, siempre mirando. Así fue como yo viví la violencia. Por eso quise representar esa sensación, además del estereotipo del facho chileno. Quería mostrar el poder que tiene una persona común y corriente: no es un gran asesino, es solo un papá, pero aun así puede tener un poder enorme, insertarse en la mente de alguien, estar siempre presente en su conciencia.




