ESPÍRITU SANTO 

octubre 02, 2025
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A sus trece años la Romi estaba locamente enamorada de Dios. Lo amaba como se aman esas parejas en las teleseries, con estupidez y pasión. Después de todo, el drama era algo muy evangélico. Sentía su calorcito de amor cada vez más fuerte.  El romance ocurría en un escenario especial: el colegio de niñas al que iba. Ella sabía que, así como el calorcito crecía, también lo hacían las pruebas del diablo.

Pero no batallaba sola, el Señor le había enviado a la Cony, su mejor amiga, la conexión con lo mundano que pasaba en el curso. La Cony, a la que había criado la mamita (así es como le decía a su abuela), su bestie, una hermosa princesa nortina que atraía todo lo que la rodeaba, incluidos esos niños que se daban vuelta a mirarla cuando caminaban juntas a tomar la micro. La Romi nunca adivinó si el magnetismo de su amiga era por su pelito negro, larguísimo y liso, o por sus piernas peludas que mostraba sin vergüenza bajo el jumper acortado, sin permiso de la mamita; o por sus grandes ojos cafecitos que miraban siempre de frente y seguros.

Ambas batallaron por años, como cuando en quinto la Cony le contó que con su primo hacían de esas cosas que hacen los grandes cuando nadie los miraba o en sexto, cuando llegó diciendo que si te llegaba la regla podíai quedar embarazada, y a la Romi recién le había llegado. Pa’ qué acordarse de séptimo, el año en que varias se pusieron un piercing en la lengua o en el ombligo, como la Cony, cuya mamita se enojó porque decía que las ordinarias hacían esas cosas o cuando la Romi, en octavo, descubrió que tenía buenas bubis y que si el jumper se apretaba un poquito más se podían lucir mejor.

Después de tantas batallas, en octavo la Romi comenzó por fin a escuchar al Espíritu Santo, lo que significaba, le había dicho el pastor, que estaba lista para bautizarse. El Espíritu Santo no era Jesús, ni Diosito mismo, tampoco era esa Paloma Blanca que la gente decía; en realidad era como una fuerza, un ente extraño que habitaba su cabeza todo el día, todos los días, que la purificaba y ayudaba a no pecar. Una lengua de fuego sobre su cabeza. Los días en que el Espíritu Santo le hablaba eran, en especial, esos en que pasaba escuchando música bien pegadita con la Cony en los recreos, riéndose cuando cantaba Glup! o los días en la clase de gimnasia y esa polera tan corta que a veces ocupaba la Cony, que hacía que a veces pudiera ver el aro en su ombligo. Uno de esos días, el Espíritu la iluminó: la Cony era una prueba del diablo, su prueba mayor, su caminata por el desierto, su manzana en el Jardín del Edén.

 ¿Cómo lo confirmó? Fue una tarde tirada en la cama, con la radio pasando la de Glup!, esa que le gustaba a la Cony, la casa vacía y el eco de su voz bonita cantándole de cerquita esa mañana, mientras la miraba divertida. Que Rodrigo amaba a Juan, a Juan el panadero, que así es la vida. Ahí fue cuando la Romi descubrió que, si se frotaba lo suficiente contra una almohada larga ahí, justo ahí en su centro, podía sentir algo muy bonito, tan bonito como el roce de las piernas de la Cony cuando se sentaban juntas en la micro. Entonces empezó a sentir un fueguito nuevo, ya no era el fuego santo, era un fueguito que se parecía al calor que le subía hasta las orejas siempre que compartía audífonos con la Cony.

El domingo de esa semana lloró solita y bien callada en una silla al final del templo, no había sido capaz de levantar la mano cuando preguntaron quién deseaba bautizarse, el Espíritu Santo se lo había prohibido. El fueguito nuevo crepitaba en su pancita cada noche desde que descubrió que la Cony era instrumento de Satanás, como le decía la voz del Espíritu Santo, que resonaba con furia en su cabeza. Nadie le había dicho que el amor podía doler tanto.

Ese lunes, la Cony la pasó a buscar a su puesto para salir juntas al recreo, le había traído un regalo: extendió dos coyac con forma de brocha, esos que teñían la lengua azul. Toma po, le dijo con los ojitos felices, uno pa’ ti y otro pa’ mí. Entonces se fue directo a las escaleras vacías que daban al subterráneo del colegio, la Romi la vio caminar unos segundos, luego la siguió con prisa y entregada a sus encantos se sentó a su lado en un gris y sucio escalón, apartadas del resto del mundo.

           Ahí estaba el fueguito de nuevo, se estaba apoderando de ella mientras miraba con atención cómo los dedos de la Cony quitaban el envoltorio del coyac y luego la lengua de la Cony, que se ponía un poco morada, un poco azul. La Cony le pidió que abriera su coyac, que lamiera el dulce, quería ver cómo su lengua se teñía. El Espíritu Santo le gritaba, la voz era gutural, furiosa, demencial, pero nada importaba, porque justo las piernas de la Cony estaban tan pegaditas a las suyas y se veía tan bonita contenta, que abrió el chupete y, antes siquiera de intentar probarlo, su amiga le pasó la lengua bautizándolo y riendo. Entonces la Cony la miró directo a los ojos, desafiándola a comer ese pintalabios lleno de baba. La Romi no lo dudó y al meterse el coyac a la boca, sintió un pequeño temblor entre las piernas. Los ojos traviesos de la Cony miraban los labios de la Romi y mientras ambas seguían comiendo su chupete, la Romi pudo sentir el fuego del infierno quemándola por dentro, devorándola por completo.

Este cuento fue trabajado en el Taller de Creación Narrativa, coordinado por Arelis Uribe en el Parque Cultural de Valparaíso, financiado por el Fondo del Libro 2025, del MINCAP.

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