Presentación de Pinturas psicosomáticas, de Daniela Escobar
Como en otras publicaciones de Overol, en la portada de Pinturas psicosomáticas se aprecia un patrón que, en este caso, repite formas interconectadas similares a diamantes. El título del libro establece un vínculo entre el arte pictórico, la psicología y el cuerpo, asociación que desde un comienzo me remite a ilustraciones y pinturas místicas. La hoja de guarda reproduce otro diseño en patrón, esta vez en figuras que forman zigzags en los que la vista “se pierde”. Algo hay en esa repetición zigzagueante que recuerda la ornamentación en mosaicos de loza de la arquitectura islámica. La hoja de guarda posterior reproduce este patrón en dimensiones más pequeñas.
A diferencia del diseño en la portada, estas ilustraciones en las hojas de guarda reproducen un diseño hecho a mano. Se observa la irregularidad natural de los trazos del lápiz, además del cuadriculado de las hojas del cuaderno que le dan soporte. La ostentación de los trazos dibujados pone en relieve la duración de ese trabajo manual. La inmersión contemplativa que esa repetición pudo haber producido en el dibujante parece “saltar a la vista”.
El epígrafe es de Adonis, quien se define como un “místico pagano” y explica que la realidad “es tanto lo que se nos revela y es visible como lo que es invisible y está oculto”.
Todo lo anterior conforma una suerte de umbral de entrada en un terreno —un jardín— de la visión, la meditación y cierto misticismo. Una vez adentro, desde la primera frase del texto la voz del hablante incorpora algo infantil, sobre todo lúdico: “La montaña está en el humor del dibujo, desde ahí construyo un puente donde me siento a pintarla”.
El texto del libro está compuesto por fragmentos muy heterogéneos que pueden variar en la enunciación (primera, segunda, tercera persona), en el género (textos poéticos, narrativos) e incluso en el registro (algunos más serios y otros más jocosos). Ahora bien, entre esa variedad aparece una continuidad: la mayoría de los fragmentos remite a los códigos del diario de vida. Es como si en Pinturas psicosomáticas, Daniela Escobar nos ofreciera el diario de vida o —mejor— el cuaderno de una artista en algún grado inclinada hacia el misticismo. Y a través de ese posicionamiento, que se sirve de los mecanismos ficcionales, abordara por un lado las aventuras y desventuras del proceso creativo y, por otro, una cómica irrisión del espacio autobiográfico.
En cuanto al primer aspecto, muchas de las entradas ofrecen algo así como écfrasis descompuestas. Me refiero a anotaciones que se sirven de lo que sería la descripción verbal de una obra pictórica para defraudar esa expectativa. En esa decepción se abre el camino hacia una prosa poética alucinada: “Lavé su cara con pintura y la expresión que resultó fue de extrema angustia: ‘Un cuadrado negro nunca podrá ser usado para hacer el amor’. Sentimiento ovalado con orejas. El pelo largo, la boca abierta y los ojos entornados; no sé si estoy en éxtasis o hastiada. Reproduzco la figura de su cuello. Una curva de grafito representa su poder, un demonio rojo resguarda nuestros nombres, una calavera y un choclo que fuma son sus amigos (…) El trébol ya tiene una hoja menos. Del desgarro emerge un hueso lleno de carne”.
Pareciera justamente que lo “psicosomático” de estas pinturas tuviera que ver con esa descripción pictórica cruzada por la alucinación. Por momentos se alude a obras compuestas con materiales de educación primaria: cartulinas, témpera, cartón, lápices de colores, papel lustre, lo cual a veces coincide con una voz cruzada por lo infantil. En otros pasajes los trazos inexpertos parecen sugerir ya no la referencia a un niño o una niña, sino una infantilidad intencional, un efecto de infantilidad, como la de las grafías de Cy Twombly: “La curación se parece a pintar nubes con tiza sobre un pizarrón negro que chirría y permite dibujar y borrar, crear algo para que sea borrado. Una mancha ligera —residuo de tiza— se acumula”.
En más de una entrada, la alucinación parece tomar por objeto a los propios materiales de producción. La repetida referencia a esos materiales introduce otro hilo conductor del libro: el proceso creativo. En las constantes alusiones al dibujo, pero también en aquellas a la pintura, lo que está en juego es un trasunto de la creación literaria. A través de ese juego, hay un interés por asociar la creación literaria a su materialidad más básica, caligrafía, los garabatos, el trazado de la tinta sobre las hojas de cuaderno: “Primero los garabatos, la huella del movimiento, y no importa que el trazo no respete los márgenes. De pronto aparecen las coincidencias entre esos garabatos y el mundo exterior; un zigzag es un rayo, un círculo una rueda, líneas que parecen dientes”.
La escritura volcada sobre sí misma a través de un ejercicio rudimentario, sugiriendo así la práctica de un desaprender a escribir. Esa intención de desaprendizaje, de liberación, de desprendimiento de toda habilidad o técnica se recubre por momentos del aire místico de los ejercicios espirituales: “Entonces dibujamos lo que sabemos, no lo que se ve: raíces de plantas, familias al interior de la casa como si no existieran muros. Transparencia. Luego la profundidad de lo que vemos es esquiva a la mano y no divierte. Para jugar otra vez hay que entrenar. Esta práctica continúa en los esbozos, dibujos rápidos o diagramas improvisados que surgen mientras conversamos distraídos”.
Ya acercándome al final de esta presentación, quisiera darle un momento entre todos estos aspectos que me han llamado la atención a la gracia tan particular de algunas de las notas que, como digo, van perfilando en el libro una suerte de carácter, un personaje, digamos, que yo asocié a algo semejante a una pintora mística-teósofa como la pionera de la abstracción Hilma af Klint: “Las figuras no son frágiles. Puedo aplastarlas o ellas seguir desdibujándose, y aun así se ríen y no mueren. Alguien pinta esa sonrisa con exageración, y yo la disfruto”.
Me parece la asunción de ese personaje o de esa voz cruzada, aun sea parcialmente, por la ficción, tiene que ver con cierto juego paródico que hay en el libro respecto al espacio biográfico e incluso con la llamada autoficción. No digo que este libro sea ejemplo de esas categorías, sino más bien que lo que sus anotaciones alucinadas generan es una especie de distanciamiento irónico ante las mismas. Leyéndolas me acordé por momentos de Aira, como si otro título para este libro —mucho peor que el real, que me parece un hallazgo— fuera Cómo me hice una pintora mística. Pero también me acordé de la última novela de Cynthia Rimsky. En las recomendaciones de verano para Palabra Pública, escribí que tal vez la mejor definición para esa obra fuera que se trata de una novela esquiva. Me parecía que su única categorización tendría que formularse como una serie de negativas: no es una novela romántica, no es un thriller, no es una novela sobre la corrupción ni sobre el mundo del arte. Es, a fin de cuentas, una novela cuya libertad absoluta nos recuerda que aún es posible escribir —y hacerlo bien— sin una agenda identitaria en mente. Me parece que algo similar ocurre con el libro de Daniela, y esa condición esquiva se cristaliza en la serie de renuncias listadas en la página 49. Pinturas psicosomáticas no es un libro de poesía, tampoco una novela, ni un diario de vida, sino felizmente todo de una sola vez.



