Gilberto Gil: donde el tiempo es rey

noviembre 02, 2025
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Tempo rei, ó, tempo rei, ó, tempo rei

Transformai as velhas formas do viver

Ensinai-me, ó, pai, o que eu ainda não sei

Mãe Senhora do Perpétuo, socorrei

(“Tempo rei”, Gilberto Gil, 1984)

[Las fotografías son de Ricardo Stuckert, Hannes Jung, Pedro Napolitano y Geovane Peixoto, y fueron obtenidas del portal oficial de prensa de Gilberto Gil].

El próximo 4 de noviembre el legendario Gilberto Gil arriba a Santiago para presentar “Tempo Rei”, su gira de despedida de los escenarios junto a gran parte de su familia en la banda, y poco se ha comentado en Chile sobre esta oportunidad única. Frente a ello, bien cabría la pregunta: ¿es Brasil aún “un extranjero enorme en un rincón de Sudamérica”, como dijera el modernista Mário de Andrade en 1926?

A casi cien años de aquella radical observación, muy probablemente –y no exentos de un cierto pesar– debamos responder que sí. En general, se habla de la cultura latinoamericana como si se tratase de una unidad bien consolidada, pero lo cierto es que muchas veces se deja fuera, en los más diversos ámbitos –incluso algunos de ellos muy latinoamericanistas–, a la enorme esfera cultural que representa el país tropical, abençoado por Deus e bonito por natureza. Ese escaso conocimiento de su variado repertorio cultural ha hecho que en nuestra manera de convivir aún parezca viva la línea de Tordesillas que nos separó antaño. Línea divisoria que muchas veces ha quedado justificada en la diferencia idiomática; sin embargo, esa misma diferencia no ha significado en ningún caso una valla que nos separe de los flujos culturales de las grandes metrópolis europeas o norteamericanas.

Aun así, han existido puentes antitordesillezcos que se han tendido a lo largo de nuestra historia: Vinicius de Moraes por ejemplo, entabló amistad con Gabriela Mistral y Pablo Neruda –a quien incluso le dedicó un libro–; y este último, a su vez, fue amigo de Jorge Amado; entre otros puntuales ejemplos. Estos diálogos han definido rumbos poco conocidos de nuestra historia, y sin duda se han actualizado y continúan replicándose.

Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XX, la conexión más orgánica que hemos establecido con el atlántico vecino se ha dado a través de un ámbito que no se encuentra solo en los libros de historia, sino que es omnipresente y cotidiano: la música. Porque, como dice el músico tropicalista Tom Zé, en la década de 1950, Brasil pasó de ser un país exportador de materias primas a uno exportador de arte. ¿Cómo es que se da el salto desde la estructura más básica del desarrollo a la más sofisticada en apenas un par de años? Ello solo puede explicarse por el genio abençoado que habita sus artistas, y que se expresa en letras, melodías y armonías que nos remiten a las pulsaciones más originarias que han formado nuestra región, y que además expresan el lazo inseparable que mantenemos con nuestro continente madre –la percusión africana alimentó el samba y este, a su vez, a la bossa nova–. Es en ese contexto en que debemos entender la obra, la figura y el tiempo de Gilberto Gil.

Gil es un heredero del asombro que causó, incluso en Brasil, el surgimiento de personajes deslumbrantes como Vinicius de Moraes, Tom Jobim y João Gilberto, quienes abrieron el camino para que el imaginario de la Mata Atlántica, el cerrado y el sertão brasileños pudiera conocerse en todo el mundo en forma de melodía y poesía.

Desde muy joven, recién llegado a Salvador desde el interior del estado de Bahía para dar continuidad a sus estudios, comprendió que la revolución que había significado la bossa nova tenía que ver con la necesidad de un nuevo entendimiento y proyección de la música brasileña en el tiempo. No por casualidad Gil fue una de las figuras esenciales en la revolución cultural inmediatamente posterior que representó el movimiento tropicalista a finales de la década de 1960, junto con Caetano Veloso. En aquella época, ambos se plantearon una “vuelta al camino evolutivo de la música brasileña”, que ya había trazado la bossa nova, pero que más tarde se había estancado por aspiraciones regionalistas más bien puristas, asociadas a una visión anti-imperialista, que no concebía, por ejemplo, el uso de guitarras eléctricas –elemento esencial para la Tropicália– en un Brasil que debía posicionarse dentro del contexto latinoamericano.

Como anécdota, en 1967, Elis Regina llegó a organizar en Río de Janeiro una marcha “contra la guitarra eléctrica”, a la que Caetano Veloso se negó a asistir (y de la que Gil participó solo porque sentía una especie de amor platónico por Elis, como confesó años más tarde). Curiosamente, la misma crítica de la que eran víctimas los tropicalistas en Brasil aquí en Chile se les hacía a bandas que incorporaban elementos de los movimientos musicales populares de las grandes metrópolis occidentales, como Los Jaivas. Sin embargo, el tiempo-rey ha sabido mostrar, en ambos casos, qué/quién es lo que permanece y qué/quién no.

La noción de desarrollo y evolución constante de la música brasileña es patente a lo largo de toda la obra de Gilberto Gil. No es casual que en una entrevista de 2019 para un medio carioca declarara: “La flecha del tiempo está indicando que es para adelante […] El futuro es lo que determina el avance, el conocimiento, la apertura, la duda permanente”.

Esta concepción acerca del tiempo ayuda a entender por qué sus propuestas han sido y continúan siendo diversas. Gil pasó de ser un intérprete de clásicos de la bossa nova en su juventud a la sicodelia-pop del tropicalismo en su disco homónimo (1968) y en el disco colectivo Tropicália ou Panis et Circensis (1968); de los ritmos africanos de Refavela (1977) a las expresiones más tradicionales de la música del nordeste brasileño en Fé na festa (2010); del pop ochentero del álbum Extra (1983) al reggae de Bob Marley en Kaya N’Gan Daya (2002), entre tantos otros saltos conceptuales. Su discografía transita, sin complejos, entre lo ancestral y lo moderno. En su obra confluyen gran parte de las corrientes que han dado forma al lenguaje musical de Brasil y también todas aquellas que, desde fuera, lo han alimentado. Nunca encontraremos en su trayectoria un regionalismo sectario ni una entrega total a los dictámenes de la industria musical internacional, pues Gil ha sabido comprender las ventajas y los riesgos de cada uno. En gran medida, porque su lugar de enunciación en el mundo es moderado y sereno, como bien puede reflejarse en su personalidad y en diferentes composiciones, como la bella “Drão”, desde el amor; en la impresionante “Não tenho medo da morte”, desde la reflexión metafísica; y en la silente “Ok Ok Ok”, desde el posicionamiento político.

Esa integración de diversas corrientes en la obra de Gil habla de una continuidad de ese espíritu tropicalista que inauguró su carrera, más allá de la corta vida del movimiento (que para Caetano nace en 1967 y acaba en 1968, con la prisión y exilio de ambos). La Tropicália, al tener como fundamento la integración de elementos extranjeros a los nacionales ya existentes para crear algo totalmente nuevo y original, es una continuadora de la tradición antropofágica de los referentes del movimiento modernista brasileño de la década de 1920, principalmente Oswald de Andrade, Mário de Andrade y Tarsila do Amaral. Y es justamente esa idea de continuidad la que mueve el tiempo de Gilberto Gil. Hace algunos años, llegó a declarar: “Desde el tropicalismo nuestra idea era esa: [crear] puentes entre universos continuos. Creé ese hábito. Por eso que digo que soy un tropicalista hasta el día de hoy”[1].

Toda la diversa y, muchas veces enigmática, energía que habita en Brasil –que es indígena, africana y occidental– pulsa con una magia extraordinaria en los complejos acordes de sus canciones, que llegaron con fuerza, pero tal vez de manera tardía, a los países hispanohablantes, principalmente a través del exitoso álbum Unplugged de 1994. Es en esa época en que nuestro tiempo, el del espacio latino-hispánico, empieza a entrelazarse con el de Gil. Recién desde los noventa comenzamos a tener más noticias suyas y empezamos a observar con absoluta nitidez la extraordinaria capacidad técnica y conceptual de la música brasileña encarnada en su persona.

Pero la fuerza de su figura no solo se nos hizo presente a través de su trayectoria musical, pues es conocido su paso, pocos años después, como ministro de Cultura en el primer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2008). Durante este periodo, su perspectiva sobre el concepto mismo de cultura, su política en torno a los derechos de autor y la digitalización, así como la implementación de la política de desarrollo cultural desde los territorios, encarnada en el Programa Pontos de Cultura –el cual ha sido referencia para muchos países de la región, incluso en Chile, donde está vigente el programa Puntos de Cultura Comunitaria– le dieron una relevancia internacional como ningún otro ministro de Cultura del mundo ha tenido en lo que va del siglo XXI.

En 2003, el mismo año que inauguraba su mandato como ministro, fue galardonado con un Grammy Latino como “personalidad del año” y llegó a presentarse en Santiago en el contexto del concierto “El sueño existe”, que homenajeaba a Salvador Allende a 30 años de su muerte. Para aquella época, Gil se transformaba en una especie de rock star internacional. Quizá por eso, el mismo año, fue el primer artista al que, siendo también ministro, se le invitó a presentarse en el palco de la Asamblea General de Naciones Unidas, en Nueva York. En la ocasión interpretó el animado clásico “Toda menina baiana”, juntó a un concentrado exsecretario general y Premio Nobel de la Paz, Kofi Annan, en la percusión. Todo un hito cultural para la diplomacia brasileña. Brasil estaba llamando la atención del mundo; las miradas internacionales se volcaban al país que elegía a un sindicalista como presidente y que tenía a un artista como ministro de Cultura impulsando una política pública revolucionaria.

El fortalecimiento de la cartera y el lugar destacado que tuvo su gestión en el mundo puede leerse en ciertas claves de su discurso de asunción como ministro, en donde destaca a la cultura como “una fábrica de símbolos de un pueblo […] como un conjunto de signos de cada comunidad y de toda nación”. En ese sentido, las políticas públicas de su ministerio buscaron en todo momento intervenir “no según la vieja cartilla del modelo estatizador, pero sí […] estimulando, abrigando. Para hacer una especie de do-in antropológico, masajeando puntos vitales, momentáneamente despreciados o adormecidos, del cuerpo cultural del país. En definitiva, avivar lo viejo y estimular lo nuevo. Porque la cultura brasileña no puede ser pensada fuera de ese juego, de esa dialéctica permanente entre la tradición y la invención, en una encrucijada de matrices milenarias y desarrollos tecnológicos de punta”[2].


El fortalecimiento de la cartera y el lugar destacado que tuvo su gestión en el mundo puede leerse en ciertas claves de su discurso de asunción como ministro, en donde destaca a la cultura como “una fábrica de símbolos de un pueblo […] como un conjunto de signos de cada comunidad y de toda nación”. En ese sentido, las políticas públicas de su ministerio buscaron en todo momento intervenir “no según la vieja cartilla del modelo estatizador, pero sí […] estimulando, abrigando. Para hacer una especie de do-in antropológico, masajeando puntos vitales, momentáneamente despreciados o adormecidos, del cuerpo cultural del país. En definitiva, avivar lo viejo y estimular lo nuevo. Porque la cultura brasileña no puede ser pensada fuera de ese juego, de esa dialéctica permanente entre la tradición y la invención, en una encrucijada de matrices milenarias y desarrollos tecnológicos de punta”[3].

Como vemos, aún posicionado en diversas dimensiones, el tiempo de Gil avanza de la mano de la tradición y la invención, donde lo viejo no es sin lo nuevo y viceversa. Su visión al respecto de la cultura y de la vocación natural del artista como un creador se funde en todo momento con su obra. El tiempo como una flecha que avanza es lo que rige, como un rey, los signos y símbolos que definen la identidad de su nación.  

En ese sentido, y sobre todo para quien haya seguido su carrera con más atención, Gilberto Gil no es solo un músico; su figura tal vez sea la expresión más completa de lo que significa un compositor popular brasileño, alguien que conoce muy bien la técnica, pues se encuentra entre los guitarristas populares más talentosos del país; y, a la vez, la carga simbólica que expresa su obra; un simbolismo que es la expresión, quizá, más completa de las fuerzas creadoras del Brasil pasado, presente y futuro.

Y es justamente por esa expresión diversa y completa que su figura encarna que Gil ha sido reconocido en su país con cargos honoríficos de gran valor cívico en cada una de sus dimensiones: la cultura erudita y la cultura popular.

Por un lado, en 2021 Gil fue elegido para ocupar la silla número 20 como un “inmortal” de la Academia Brasileña de Letras. Al tomar pose, afirmó: “Entre tantos honores que la vida me ha concedido generosamente, este tiene para mí un significado especial, no solo porque aquí es la casa de Machado de Assis, un escritor universal, afrodescendiente como yo, sino también porque la ABL […] representa, incluso para quienes la critican, la máxima instancia que legitima y consagra de forma perdurable la actividad de un escritor o creador cultural en nuestro país”[3].

Esa referencia al valor cívico de su investidura siendo él un ciudadano afrodescendiente, en un país racista, está íntimamente conectada con el cargo honorífico que ostenta en paralelo, en al ámbito de la cultura popular y la espiritualidad de gran parte del pueblo brasileño, pues Gilberto Gil es también un Obá de Shangó.

Gil forma parte de un selecto grupo de elegidos para ser parte de la corte del orishá Shangó, que sustenta uno de los terreiros de candomblé[4] más importantes del estado de Bahía, el Ilê Axé Opô Afonjá, de la sacerdotisa Mãe Aninha. Ser un Obá (rey, en lengua yoruba) de Shangó es asumir la responsabilidad de ser un mediador entre el culto afrobrasileño del candomblé y la realidad social en la que este se inserta, promoviendo acciones cívicas de respeto y entendimiento mutuo. No está de más decir que otras figuras prominentes que ostentaron el cargo fueron nada más y nada menos que el escritor bahiano Jorge Amado, el pintor bahiano (de origen argentino) Carybé y el músico bahiano Dorival Caymmi, a quien Gil sustituyó en el cargo luego de su muerte.

Su elección no es casual. Shangó es el orisha de la justicia y la verdad, representado por el fuego. Es una divinidad vigorosa, sabia y que no mide fuerza en imponer lo que es justo. Es por eso que su símbolo es un hacha de dos láminas, representando la moderación en la impartición de justicia. Pues bien, el propio Gil es “hijo” del orisha Shangó, es decir, carga esa energía en su Ori (cabeza, en lengua yoruba). Me atrevo a decir –como hijo de Shangó que soy también– que no es casual que la marca de su obra y de su vida sea la moderación, el punto intermedio y justo entre las diversas dimensiones que conforman, en este caso, la cultura popular brasileña que el propio Gil ha sido responsable de construir, a su ritmo, respetando el tiempo que gobierna la creación.

El tiempo de Gil está siempre abierto a nuevas posibilidades de ser. Pues solo así es posible vislumbrar una condición de permanencia, incluso estando en permanente transformación. No es por acaso que su gira de despedida es bautizada con el nombre de una canción que Gil escribió en respuesta a la bellísima “Oração ao tempo”, de su compañero de carrera y prácticamente un hermano de consideración, Caetano Veloso. Si la canción de Caetano sugiere una no-existencia con la inevitable salida del círculo del tiempo –“esse senhor tão bonito”– que nos cabe a cada ser humano, Gil responde con un deseo de permanencia y transformación.

Não me iludo

Tudo permanecerá do jeito que tem sido

Transcorrendo, transformando

Tempo e espaço navegando todos os sentidos

*

No me engaño

Todo permanecerá de la forma en que ha sido

Transcurriendo, transformando

Tiempo y espacio, navegando todos los sentidos

Si Gil es rey en tanto que Obá, en su obra el tiempo es su único rey posible, en tanto que una de las expresiones más auténticas de la invención brasileña.

Gil es bahiano, nació en la catinga y se formó en Salvador, la ciudad con la mayor población negra fuera de África y, al mismo tiempo, la primera capital brasileña, donde confluyen la historia latinoamericana y la africana. Se proyecta desde esa Bahía que vive para decir “como é que se faz para viver”. Gil es también africano, Obá de Shangó y fiel miembro del afoxé Filhos de Gandhy. Gil es, además, carioca, el que nos da “aquele abraço”, incluso al momento de salir de la prisión política. Gil es, al mismo tiempo, el que celebra el arte y la ciencia por igual, cantando a lo “quântico dos quânticos”, al “cântico dos cânticos”. Gil es hombre y es mujer, rogando porque “o super-homem venha nos restituir a glória…”. Gil está en lo erudito y lo popular. Gil es Brasil.

Gil encarna ese Brasil generoso, diverso y grandioso, de tradición e invención, que muchas veces los latinoamericanos de habla hispana hemos admirado apenas de reojo, sin una verdadera apertura. Pero este 4 de noviembre, en Santiago, el tiempo nos da una nueva chance de acceder a esa pieza que siempre nos falta en el tablero de América Latina; una nueva oportunidad de, ahora sí, sentirnos latinoamericanos por completo con el espectáculo “Tempo Rei” de Gilberto Gil y su familia. Y, si bien será la última oportunidad para verlo en vivo, su obra permanecerá “transcorrendo, transformando”.


[1] Citado en Ryff, L. A. (9 de abril de 1997). Gilberto Gil faz ponte entre ciência e arte. Folha de São Paulo Ilustrada.

[2] Gil, G. (2003). Leia a íntegra do discurso de pose de Gilberto Gil. Folha Online. https://www1.folha.uol.com.br/folha/brasil/ult96u44344.shtml

[3] Citado en G1 (8 de abril de 2002). Gilberto Gil toma posse como “imortal” da Academia Brasileira de Letras. Globo. https://g1.globo.com/rj/rio-de-janeiro/noticia/2022/04/08/gilberto-gil-toma-posse-como-imortal-da-academia-brasileira-de-letras.ghtml

[4] Casa de candomblé. El candomblé es una religión brasileña de matriz africana de culto a los orishas, divinidades con origen en las fuerzas de la naturaleza.


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