La banalización de la crítica: una respuesta a la entrevista de Álvaro Campos para The Clinic
Quiero postular a un fondo literario para comprarme un sofá, como Mario Levrero.
Diarios, Álvaro Campos
Por Natalie Israyy y Tomás Morales
Hace unos meses se generó una pequeña discusión en torno a un comentario del escritor Simón Soto en una entrevista para La Tercera. Su reciente libro de ensayos, Fragua (Ediciones UDP, 2025) se enfoca en autores consagrados, y, frente a esto, el periodista Pablo Retamal le pregunta si es que acaso es necesario que un escritor en general deba leer textos clásicos. Soto, además de apuntar a la lectura de textos de la “mayor calidad posible”, añade al final de su respuesta: “Si algún día Arelis Uribe, Rivera Letelier o Francisca Solar se convierten en clásicos, entonces te respondería que nunca hay que leer clásicos. Que es preferible quemarse los ojos a leer clásicos de esa naturaleza”. Los casos escogidos por Soto no son producto del azar: narradores de gran éxito comercial o renombre que escriben con un tono accesible, liviano, sobre temas contingentes. Aunque puede existir un punto de discusión más profundo al centro de esta disputa; ¿qué podría ser, entonces, un clásico contemporáneo; qué lo define y por qué estos autores no son un buen ejemplo? Los dardos contra las opiniones sensacionalistas de Soto se dirigieron al elitismo subyacente en esta selección.
Y creemos, con justa razón, que comentarios de este tipo promueven una línea de pensamiento no solo elitista, sino que, además, demuestran que quienes los enuncian parecieran estar esperando de la literatura una suerte de genialidad innata en escritoras y escritores. Sobre esto, Julieta Marchant ha escrito en Contra el cliché: genio y técnica en la poesía (2022) que “el genio no existe”, idea voluntariamente provocadora basada en El maestro ignorante de Rancière para pensar “en el sentido en que supone una igualdad fértil para pensar el trabajo que hacemos y el trabajo que otros hacen”, incluso de quienes admiramos, porque lo realmente relevante es “abrir esa obra como un relojero y pensar su funcionamiento, a la vez que nos conmovemos” (Marchant, 16). Esta aspiración a la genialidad sugerida por Soto omite las diferentes formas en que se accede a obras literarias. Las desiguales basales del «capital cultural», como diría Bordieu. La forma en que se ejercen estos comentarios subestiman a los autores (no a las obras) sin desarrollo argumental. El problema no está en decir qué obras son de su gusto y cuáles no, sino en el lugar de enunciación desde el cual se dice y el modo en que se mira en menos el trabajo de otros sin centrarse en justificar con argumentos sólidos que apunten a estilos narrativos o la forma en que se usa el lenguaje; o a los recursos retóricos, entre otros aspectos que, por ejemplo, en el ámbito académico, deben ser bien justificados a la hora de analizar una obra. Para ello, se debe abandonar el ego y, más bien, toca centrar la lectura en los aspectos que llaman la atención, para bien o para mal, de una obra literaria.
El periodista cultural Roberto Careaga, se preguntaba en 2023, en la Revista Santiago:
“¿Qué nos está diciendo María José Ferrada en sus libros en que las barreras de infancia y adultez se disuelven? ¿Por qué un autor como Simón Soto escribe novelas históricas? ¿Es histórica Aguafuerte? ¿La ciudad migrante de Daniela Catrileo refleja el país? ¿Acaso la imagen de Pedro Lemebel que presenta Óscar Contardo en Loca fuerte es con la que nos quedaremos? ¿Álvaro D. Campos de verdad contiene el descontento urbano post estallido? ¿Nona Fernández puede seguir hallando más pliegues en la memoria? ¿Dónde ubicamos el humor dislocado de Cynthia Rimsky? ¿Por qué Andrés Montero se gana todos los premios con una narrativa anclada en una tradición que supuestamente habíamos olvidado? ¿Acaso Benjamín Labatut es el futuro? ¿O lo es un realismo tan dramáticamente luminoso como el de Nayareth Pino? ¿Y si Álvaro Bisama encontró la clave al buscar en Pablo de Rokha? ¿De qué pueblo habla Marcelo Mellado? ¿Qué es la escritura de Matías Celedón? ¿Desde dónde leer a Mike Wilson?
Por supuesto, ninguna de esas preguntas tiene una respuesta muy clara, pero lo relevante es que no estamos intentando responder ninguna de ellas. Leemos esos libros, los pelamos, a veces los premiamos. Los desaprovechamos. Están ahí, acumulando polvo en los libreros. Supongo que el hecho mismo de intentar leerlos con profundidad sería provechoso, pero lo que de verdad echo de menos (¿existió alguna vez?) es un ambiente en que esas lecturas saquen alguna chispa. Alguna disputa. Un poco de sangre. Un texto contra otro. En cambio, lo que hay es una planicie de supuestas verdades, poquísimas revelaciones y, por debajo, viejas y nuevas amistades operando
[…] Acaso la parálisis del debate político actual es un virus que infecta toda conversación hasta acallarla. Sí, pero también es una resaca de años sin medios culturales, la desaparición de la crítica literaria en la prensa, el ensimismamiento de la crítica en la academia y la desatada devoción por la opinión emocional dictada por las redes sociales. En el mejor de los casos, entre la enorme cantidad de libros que se publican en Chile irán aparecieron joyas que descubriremos en el futuro, pues hoy nadie habló de ellas.”
“Supuestas verdades”, “poquísimas revelaciones”, “viejas y nuevas amistades operando”, “parálisis del debate político”, “resaca de años sin medios culturales”, “desaparición de la crítica literaria de la prensa”, “ensimismamiento de la crítica en la academia” y “la desatada devoción por la opinión emocional dictada por las redes sociales” son el centro del problema de comentarios como los de Simón Soto: son cuñas de entrevistas dichas para que circulen en las redes sociales y generen ronchas, removiendo el medio literario no para nutrirlo, no para hacerlo más interesante, sino para instalar una pelea (la mayoría de las veces en solitario) que, tristemente, deslegitiman las formas de costear la cultura en nuestro país; reducen el debate a una serie de rencillas sin trascendencia que, además, terminan desplazando a las obras y sus condiciones de producción del lugar central que les corresponde; y, finalmente, le abre la puerta a cuestiones más complejas, como el auge del fascismo.
Más recientemente, Álvaro Campos, oriundo de Pudahuel, ha sido entrevistado en The Clinic. Ha publicado Diarios con Laurel (2021) y luego se ha desplazado hacia una editorial transnacional con Negocio familiar (Tusquets, 2025), lo que lo legitima como entrevistado para el medio. En su conversación con la periodista Isabel Plant, ella apunta a la precariedad del trabajo intelectual y artístico en Chile, ante lo cual Campos responde:
Sí, pero ¿por qué tiene que pagarle el Estado alguien al escritor? Que escriba o no, si no puede, que trabaje. Porque nunca fue pagado ser escritor. Flaubert hablaba que aunque le pagaran, nunca iba a cobrar lo que significaba el estudio que hizo para escribir Salambó, por ejemplo, el estudio etnográfico, bibliotecario, de viaje, nada compensaba su novela. Eso tienen que saberlo. Decía Thoreau, es mejor dejar a los poetas a sus anchas, que se ganen la vida. ¿Qué tan terrible es? Si todo el mundo se la gana: ¿por qué tenemos que darles plata para que vivan como burgués? Y si no busca pega, que trabaje. Y tampoco vas a hacer una obra maestra, si la posibilidad de hacer una obra maestra es de un 0,001 % de la humanidad. Los otros escritores hacen pasar buenos ratos, leen la sociedad, aportan en esa lectura, pero también lo hace un topógrafo. Yo te digo, ¿por qué no trabajan? ¿Por qué no buscan una pega y lo compatibilizan?
En este caso resulta interesante la idea de convertir el hecho de escribir una obra maestra en un caso estadístico. Las vías de legitimación del arte son complejas, la mayoría implican factores socioeconómicos, y muchas veces lo que posee un interés académico, lo que constituye una “obra maestra”, no suele corresponder a la popularidad comercial. Sin ir más lejos, el último informe del Sistema de Bibliotecas Públicas muestra en un ranking de los libros más prestados que la tendencia va hacia las sagas juveniles y el cómic, con algunas excepciones como El Principito, Papelucho y Cien años de soledad, libros que están dentro del Plan Nacional de Lectura en los Planes y Programas del MINEDUC. Lo que resulta curioso en ambas respuestas no es solo la actitud altanera de ambos autores (“prefiero quedar ciego a recomendar best-sellers”, “si quieres escribir simplemente busca un trabajo”) o el hecho de que las entrevistas coinciden con sus más recientes títulos: qué mejor estrategia de marketing que una cuña polémica. Más bien, es cierta legitimación eterna del pasado, que niega enfrentar el presente.
Lo que aquí se manifiesta como crítica a la forma en que escritoras y escritores sostienen sus economías privadas, resulta una apertura peligrosa para el auge de discursos libertarios y de ultra-derecha, sobre todo en estos tiempos previos a las elecciones presidenciales. Cuando Álvaro Campos hace este tipo de comentarios, valida indirectamente a sectores con nulo interés en las artes y la literatura, estableciendo las bases discursivas para justificar una marginalización de éstas en el espacio público. “Los artistas pidiendo limosna eternamente al Estado”. Pone el peso de la discusión en las redes sociales, medios que se vuelven hostiles y que develan la rabia y el odio a quienes no les interesa el debate, sino denostar a cualquiera que piense en beneficios para la sociedad y el fortalecimiento del ámbito cultural. Estos discursos de aversión se centran en instalar una jerarquía peligrosa y en deslegitimar el rol del Estado cuando se trata de apoyar la producción cultural del país.
Campos tiene un perfil de orígenes peculiares al leer con atención sus perfiles en la prensa nacional: vive en Pudahuel, lee en sus ratos libres mientras trabaja en un almacén, y publica sus anotaciones en su muro de Facebook. Añade una “D.” a su nombre en referencia a uno de los heterónimos de Fernando Pessoa; en cierta forma, un chiste interno. Capta la atención de algunos escritores capitalinos (entre ellos Benjamín Labatut) y publica su primer libro. En una entrevista a la Revista Sábado de El Mercurio menciona que sus referentes son Iñaki Uriarte y Jack Kerouac, sin ningún chileno en la lista. Repite constantemente la idea de una doble vida, una separación entre el autor literario y el dueño de un negocio que vende un kilo de pan a sus vecinos. Tiene una posición crítica desde una perspectiva liberal (laguista, en sus palabras) hacia los sectores de izquierda. Articula una figura paradójica que va elaborando en sus respuestas: se exime de ser un autor profesional en el sentido clásico, marginal al circuito académico o artístico burgués, pero con suficiente tribuna para entregar sus opiniones de la contingencia, desde la brecha generacional de las clases medias hasta la desconexión entre los sectores progresistas y las clases bajas. En la Revista Sábado responde: “Boric no cae bien en las poblaciones. No lo entienden. Lo que la gente quería es que Boric les diera el 10 por ciento. Hay un populismo medio lamentable. Algo como Carter, o Parisi que tiene todas las de ganar”.
Campos promueve el self-made man propio de la cultura estadounidense, la idea exitista de que a través del esfuerzo, un hombre que desea el éxito eventualmente lo alcanzará. Este tipo de discursos distorsionan la realidad e impulsan el individualismo, movimiento que va a contramano de lo que muchas escritoras y escritores vienen haciendo: favorecer los espacios de creación colectiva, trabajos de colaboración, revisión y retroalimentación. Lo que Campos no reconoce (o ignora a propósito) es que él es una especie de nuevo juguete para Benjamín Labatut o Matías Rivas (cosa que no es nueva en el mundillo literario nacional). Es decir, autores que no escriben desde la realidad poblacional porque no la conocen, pero les interesa tener a alguien que lo haga por ellos. Tampoco asume que es a través de este amiguismo que logra publicar directamente con editoriales transnacionales; y omite que su primer libro tiene un tono desclasado que mira en menos a sus vecinos precisamente por no leer “clásicos” o porque interrumpen su tiempo creativo:
A las seis y media de la mañana ya se escuchan los ruidos de la responsabilidad. Los tacones en marcha de la secretaria, el paso cansado del obrero, la ducha rápida del oficinista, las rueditas de la mochila del escolar. Todo aquello infunde terror en quienes queremos seguir pensando el mundo en la cama. ¿Qué haces tú para contribuir al ruido de la responsabilidad? Es la pregunta que me he hecho durante toda mi vida, aquello que tortura mi espíritu de Oblómov. (Campos, 14)
O, por ejemplo, esta observación donde imagina a los trabajos de los otros como paseos:
Me produce una extraña alegría ver en el barrio a los que se van al trabajo a las diez o a las once de la mañana, vestidos descuidadamente y con una tranquilidad a toda prueba. Los imagino como pequeños aristócratas. Imagino que algunos ni siquiera van a trabajar sino a «actuar de trabajadores», mientras se pasean por todas las vitrinas del centro. (Campos, 15)
En la entrevista con Plant cita a Flaubert como un referente de persona que promovía trabajar y escribir, pero no menciona del escritor francés que vivía de sus rentas y tenía criados para todo, es decir, que era un burgués de tomo y lomo. Primera falacia por autoridad que desliza en su comentario. Además, ¿por qué esa obsesión con el concepto de “la burguesía”? ¿Quiénes pueden ser realmente burgueses en la sociedad chilena? ¿No es la clase media rasa la gente pobre con capacidad de endeudamiento que sale a trabajar a las 6 y media de la mañana, perturbando su estadía en la cama? ¿O los que él reconoce que tienen horarios corridos, pero que aprovechan de recorrer la ciudad en vez de “trabajar”? ¿No son sus buenos amigos mencionados en la entrevista, Labatut y Rivas, verdaderos burgueses? Si le interesa tanto “combatir” lo burgués, ¿por qué tener de patrocinadores a dos autores con orígenes de élite?
Una cuestión central de la opinión sensacionalista de Campos es el hecho de que comete una segunda falacia por generalización, que es asumir y deslizar de forma implícita que todos los escritores (menos él) hoy en día desean ser sostenidos por el Estado. El gran problema de esta falacia es el hecho que la mayoría de escritoras y escritores tienen trabajos en diferentes ámbitos, sobre todo trabajos asociados a cultura: librerías, docencia, investigación, talleres, centros culturales, bibliotecas, proyectos de difusión, etc., donde pueden complementar sus intereses literarios con sus proyectos escriturales. Recordemos que la escritura es un oficio, no una profesión, y que en Chile no se obtienen grandes ganancias por publicar. Un pequeño porcentaje de las ventas de libros llegan a las y los escritores, lo que no es relevante en los ingresos anuales de una persona.
Esto también desconoce que no todos y todas tienen las mismas oportunidades cuando se trata de tener tiempo para crear. Si Campos cuenta con el beneficio de continuar un negocio familiar en la tranquilidad de su casa, sin tener que destinar largas horas a transportarse diariamente de comuna en comuna, con sus padres acarreando las cosas desde la Vega hasta Pudahuel (como cuenta en la entrevista), y él pueda atender el negocio y escribir; esa no es la realidad de las y los escritores que habitan Chile. Ni siquiera pensando en la Región Metropolitana, sino en quienes viven en Valparaíso y trabajan en Quilpué, por ejemplo; o quienes viven en San Pedro de la Paz y trabajan en Concepción, quienes trabajan en Coyhaique y viven en Balmaceda… En fin, los casos no son aislados. No hay igualdad de condiciones. Hay quienes han podido ser más creativos en períodos de cesantía, pero a qué costo. Ahora que le damos la vuelta… ¿No era posible mencionar a Kafka o a Mary Shelley en vez de Flaubert? ¿Qué hay tras esa elección? De hecho, en su libro Diarios, detesta un poco a Kafka por su jornada laboral: “Cuando trabajaba en la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, Kafka salía de su oficina a las dos. ¿De qué se quejaba tanto, entonces? Dale ese horario a un chileno y míralo reventar de felicidad” (Campos, 16). Si está tan preocupado por los resultados de la vida neoliberal, ¿por qué tanto discurso panfletario en su texto y a la vez tanto desdén en su mirada sobre la sociedad chilena? Sea el epígrafe a esta columna una frase escrita en serio o si fuera ironía, ¿por qué la obsesión por los fondos públicos que van en beneficio de escritoras y escritores si, al final del día, Campos tiene a sus sponsors?
Volviendo al punto, el Estado así como otras entidades públicas (municipios, departamentos de cultura, bibliotecas, etc.) y privadas ofrecen concursos que funcionan a modo de becas o premios para destacar el trabajo de personas dedicadas arduamente a la creación de una obra, ocupando tiempos por fuera de sus horarios laborales para leer, pensar, escribir, corregir, compartir, revisar, y concursar. Las artes no son bien pagadas, precisamente porque no están puestas en valor. Armar un documento para postular implica mucho trabajo, muchas horas de lectura y escritura, así como mucha ansiedad por esperar que lo que uno ha escrito sea valorado y compensado para poder llevarlo a la instancia de publicación, es decir, del nacimiento de un libro. Se postula porque se quiere seguir alimentando al ecosistema literario, no al ego. Lo que se busca es que la obra se haga un espacio, no el/la autor/a.
Hay músicas y músicos espectaculares que viven de pagos bajos en locales, ingresos que se complementan con un sandwich y cervezas; artistas visuales muy buenos que deben costear de su propio bolsillo traslados o el uso de espacios para exponer sus obras; performers, actrices y actores y compañías de teatro o productoras de cine pequeñas que reciclan y piden apoyo a través de crowdfunding para desarrollar sus propuestas (conocido es el caso del falso documental Denominación de origen de la productora EQUECO, muy diferente a la productora Fábula, que cuenta con ingresos bastante disímiles); editoriales independientes que publican constantemente en desmedro de sus ingresos privados, y así, la lista es larga. Con eso, ¿cuál es el problema de poner en valor una obra a través del financiamiento de la misma con fondos públicos y/o privados? ¿Por qué molesta tanto a la ultra-derecha y a movimientos libertarios que una parte menor de los impuestos se dirijan al apoyo del arte y la cultura, por fuera de sus intereses específicos? ¿No debería incomodar que quienes tienen más ingresos y capital cultural se aprovechen de instancias públicas, manoseando temas sensibles o temas que han causado discordancia en la sociedad para crear obras millonarias cuya calidad argumental y narrativa es cuestionable? (Por ejemplo las series Sayen o Baby Bandito de la productora Fábula).
Esto se suma a una desafortunada coincidencia con la fecha de publicación inicial de la entrevista a Campos (a la cual también apunta Romina Reyes en su columna para Revista Libra): la restitución (a regañadientes) del Premio Municipal de Literatura y los Juegos Literarios Gabriela Mistral, mientras se desarrolla la conmemoración del 80° aniversario de su Premio Nobel, luego de una carta firmada masivamente por escritores de todo el país. Hubo una reducción considerable de categorías, entre ellas la omisión de Literatura Infantil y Juvenil, sin reajustar el presupuesto para que, al menos, las categorías sobrevivientes reciban una mayor cantidad. El gobierno actual no ha cumplido con todas sus promesas en el ámbito cultural, y sus problemas correspondientes apenas reciben una mención en los programas de los candidatos a la presidencia. Campos se desentiende por completo de lo anterior, manteniendo su posición al margen (pero no realmente) de los circuitos culturales.
En nuestro país la cultura y el arte tienen un lugar desplazado, y el asunto más complejo de este tipo de entrevistas es que levantan discursos individualistas y soberbios, de personas a las que, aparentemente, no les interesa la literatura, sino la crítica por la crítica. Si les importara realmente la cuestión de los fondos estatales y cómo financiar el oficio creativo de mejor manera, apuntarían a los vicios del sistema, en específico a los sujetos que se han aprovechado de dichas circunstancias, a fin de que el Estado promueva la mejora de sus sistemas de beneficios y subsidios (a propósito de esto, sugerimos revisar la nota de June García para revista Interferencia sobre Guido Arroyo). ¿Por qué no los nombran abiertamente? ¿Qué ganarían y qué perderían en el acto de hablar del problema, de profundizar realmente en él en vez de apuntar contra aquellos que solo quieren escribir y ver sus obras circulando? Si las lecturas de Soto o de Campos fueran asertivas, tendrían fundamentos sólidos y no opiniones sacadas desde sus entrañas. No serían sediciosos, sino eruditos. Sabido es que, luego de visitar la casa del argentino, Vargas Llosa criticó la forma de vivir de Borges, la que consideró demasiado austera. El autor de El Aleph no dudó en parar al escritor peruano aludiendo a la idea de que, al parecer, lo había visitado alguien que “debía trabajar en una inmobiliaria”.
Las razones de la clausura en torno a la discusión literaria pueden ser varias. Círculos literarios ensimismados. La fugacidad de las redes sociales impide que las conversaciones tengan un espacio concreto. La necesidad constante de difusión y publicidad por autores, editoriales, músicos, artistas, no da pie a un diálogo más profundo, limitándose a ser comunicados, publicaciones, historias que desaparecen en un día. Varios proyectos pueden perder su financiamiento de un año para otro. Las pocas secciones culturales en la prensa nacional van estrechándose, lo que da pie a la magnificación de estas cuñas polémicas. Y los resultados de las próximas elecciones podrían tener un gran impacto en el futuro. Ni siquiera se ha derogado el impuesto al libro, un proyecto que ha descansado por décadas en el Congreso. La respuesta a lo anterior no puede reducirse a “buscar un trabajo y escribir”. En paralelo, existe un malditismo mitificado que oculta ciertas carencias materiales y socioeconómicas, que suele ensalzar la idea de un artista sacrificado que no necesita o no busca retribución. La repetición de estas ideas anacrónicas sobre el trabajo del escritor o la existencia de los clásicos acentúa esta imagen y reduce la discusión a respuestas simples. Si quiere escribir, que trabaje. Ojalá fuera tan sencillo, pero no lo es. Nunca lo ha sido.
Controversias no faltan en el ámbito artístico-literario, pero convengamos que hay polémicas y polémicas. Opiniones siempre habrán, y son sumamente necesarias para hacer crecer al medio; promover que la literatura y las artes se desarrollen en más lugares, que estos se formulen como puntos de convergencia para la ciudadanía y para el desarrollo de comentarios críticos bien formados. La cosa es que siga habiendo entrevistas, que sigan existiendo puntos de vista diversos, que sigan aconteciendo escrituras y obras, que siga desarrollándose el ejercicio de la opinión; pero que no se pierda de vista el lugar de enunciación y las jerarquías que se construyen a través del decir. Si las opiniones no tendrán más sustento que el desagrado, y no serán bien fundamentadas y, por el contrario, estarán basadas en falacias, entonces no son opiniones válidas. Se sustenta lo que insinúa Careaga y lo que apuntamos aquí: la banalización de la crítica. Estos autores deberían tener en cuenta el conocido dicho: “mucho ayuda quien poco estorba”.
Referencias mencionadas por orden de aparición:
Marchant, Julieta. Contra el cliché: genio y técnica en la poesía. Ediciones Mundana: Santiago, 2022.
Campos, Álvaro. Diarios. Laurel ediciones: Santiago, 2022.
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