Braceros: Mi Apá y la estética de la reparación

noviembre 07, 2025
-

Este texto surge de la tensión entre lo que puede ser citado y lo que ha sido sistemáticamente
olvidado; entre lo que se registra en un sistema de referencias y lo que apenas sobrevive en la
memoria íntima de esta hija. En 2019, mientras concluía mis estudios doctorales, escribí una
novela inédita usando el estilo APA, no por sumisión académica, sino como una forma de hablar
en el lenguaje del poder, intentando infiltrar el archivo con la voz de mi Apá. Sin embargo, esa
voz —llana, campesina, bromista, silenciosa y herida— no encontraba lugar en los márgenes
rígidos. En un acto de desquite afectivo, esa voz volvió envuelta en risas compartidas: historias
absurdas y tiernas contadas por mi padre, mi abuelo y mi tío, mientras, Braceros esperaban
desnudos en la fila para ser fumigados y bañados con agua fría. Así es que, mucho antes de que
el APA emitiera sus disculpas, yo recordé la historia de mi padre, aunque el APA no esté hecho
para narrar cómo se le fractura la columna a un campesino bajo el sol, ni para nombrar los
silencios entre padre e hija. No había espacio para el olor del sudor ni para la risa a la cual
recurrieron los hombres de mi casa, como para protegerme de no odiar. Usando el APA intenté
que cupiera. Forcé los márgenes. Me metí por los interlineados como quien se cuela en casa
ajena a reclamar lo que le pertenece. La escritura aquí no sirve a la academia, la interpela; es un
acto de amor radical detonado por la memoria que tengo de mi Apá.

Carta abierta a la APA, a mi Apá y a las formas que intentaron silenciarme

APA, te escribo desde un lugar donde las formas no curan, donde el estilo se vuelve marca,
donde el nombre de mi padre jamás cabría en tus tablas ni en tus citas. Cuando escribí su historia
en 2019, lo hice en tu lenguaje, APA, como quien usa al reino para invocar a los fantasmas del
campo. Lo hice como acto de fe, creyendo que, si nombraba con exactitud, con numeración
precisa y letra Times New Roman, quizá podría saldar una deuda ancestral. Pero tú no sabías de
él. No conocías sus dientes quebrados, su columna arqueada por las cosechas, su historia sin nota
al pie, al pie, al pie.

Luego, como si hubieras despertado en mitad de una pesadilla centenaria, pediste disculpas*
.Dijiste, APA, que lo sentías. Que tu ciencia había sido cómplice del silencio racial, del despojo
intelectual, de la violencia blanqueada con tablas y coeficientes. Dijiste que tus métodos —tan
exactos para clasificar, tan imprecisos para reparar— habían marginado, omitido, mutilado.
Dijiste que tus fundadores coquetearon con la eugenesia, y que tus publicaciones, por décadas,
borraron los matices de la piel. Dijiste que la psicología había sido una herramienta para
legitimar jerarquías humanas, y que durante la pandemia ofreciste la cura empleando medios
blancos, y que durante demasiado tiempo las voces de color no habían sido escuchadas, sino
apenas registradas como ruido demográfico.


Las palabras, aunque tardías, me alertaron al recordar a la pensadora afroamericana Alexis
Pauline Gumbs: una disculpa sin reparación es solo otra forma de gaslighting institucional. Y, sin
embargo, algo vibró. No porque fuera redención, sino porque fue grieta. Porque al fin admitiste
que nuestra ausencia había sido diseñada. Y aunque esa disculpa no era para mi padre, yo la sentí
como si me hablara. Como si dijeras: perdona por no escuchar antes, por no registrar sus pasos.


Apá, esto también es para ti. Te hablo desde la llaga que se volvió ética. Te escribo porque no
pudiste hablar. Porque lo que te hicieron nunca tuvo registro —o sí lo tuvo, pero quienes
debieron registrarte hurtaron tu historia para exhibirse en los museos de las ciudades, para
conseguir recursos a tu nombre y sacrificio. No te anotaron en los libros de las escuelas. Y los
que te ignoraron, tu misma gente, se volvieron eco de un Narciso epistémico, deseosos de
fosilizarte bajo el síndrome del edificio enfermo.


Mira, Apá. Hace poco anunciaron el tema de mi estudio, pero lo presentaban con otro nombre.
Me borraron del programa como quien tacha una voz incómoda, como si mi camino no
mereciera ser nombrado. Pero eso no fue lo peor. Mi amiga rarámuri —la cuidadora sabia de la
colonia Tarahumara en Ciudad Juárez, la que guarda los saberes con el corazón y la dignidad de
su pueblo— me contó que una muchacha güera se le acercó y le ofreció diez dólares en una
tarjeta de regalo de Walmart a cambio de su cosmovisión. Diez dólares. Como si el alma de un
pueblo pudiera ponerse en oferta. Mi amiga la miró con firmeza y le dijo: “Mi cultura no está a la
venta. Lárgate de aquí, muchacha”. Pero no se fue. Hoy, sus “hallazgos” están atrapados y
extraviados en vitrinas de museo. Habla de los rarámuris sin poner a las rarámuris: sin su
presencia viva, sin su aliento. Y entonces lo comprendí: esa misma muchacha, esa misma mirada
colonial, era a la que yo, sin darme cuenta, le entregaba mi trabajo, mi investigación, mis años de
resistencia. Le ofrecía mi voz como souvenir académico, a cambio de unos pocos dólares… y de
muchos desalojos del alma. ¿Cómo se llama eso? ¿Extractivismo? ¿Epistemicidio?

Pero ¿sabes qué? Tus silencios me enseñaron a escribir en voz alta. Este texto es tu altar.

A todas las formas del silencio impuesto: ésta es mi desobediencia escrita. Soy hija del archivo
quemado, del archivo robado, nieta del dato omitido, del dato mutilado. Vengo a escribir como
quien siembra en suelo endurecido por generaciones de negación y despojo. Vengo a sembrar a
mi padre, a mi lengua, a mi rabia dulce. Vengo a imaginar una forma nueva. Una que no pide
permiso. Vengo a hacerle honor a aquello que una vez me dijiste, cuando fuimos al panteón a
enterrar a tu madre: “Nomás vienen y lo plantan a uno aquí, y olvidan.” Yo no te olvido, Apá.

Género y genealogía: Ser hija del silencio y de la tierra


Nacer mujer en la genealogía del campo es, muchas veces, heredar silencios. No como ausencia
de palabras, sino como formas densas de sabiduría enterrada. Las abuelas hablaban con la
mirada. Los padres callaban con el cuerpo. Las hijas aprendimos a leer los gestos, los rezos a
medias, las posturas encorvadas, las risas como defensa.


Soy hija del silencio, pero también de la tierra. Tierra que crujía bajo las botas de mi Apá cuando
regresaba del campo, cansado, con los brazos alargando la noche. Tierra que también era mi
madre, mi abuela, mis tías, todas sembradoras de afecto en espacios que nunca reconocieron su
trabajo como labor.


Esta genealogía me da una voz que no nace en las bibliotecas, sino en la lumbre. En el ruido de
las ollas, en la forma en que se doblaban las servilletas para no decir «te quiero». Mi feminismo
no llegó desde los libros, sino desde el vientre de mujeres que sabían resistir sin nombrarlo así.


El género, entonces, no es solo una categoría teórica; es una huella en el cuerpo. Es la forma en
que aprendí que el cuidado se calla, que el dolor se vuelve cadera, que la rebeldía puede llevar un
mandil. Es también la manera en que un padre ausente se convierte en herida presente, y una
madre fatigada en diosa silenciosa.


Escribo desde esa herencia, desde esa doble pertenencia al silencio y a la tierra. Este ensayo es
también una ofrenda a esas mujeres que no caben en las notas de investigación, pero que lo
sostienen todo desde abajo.

La novela como gesto de venganza simbólica y espiritual


Escribir la novela Apá fue un acto de venganza simbólica. No contra mi padre, sino contra la
historia que lo borró. Fue un gesto ritual de restitución: tomar el lenguaje de la ciencia y del
archivo, del estilo APA, y convertirlo en herramienta para narrar una existencia que el sistema
había decidido ignorar.


La novela no fue planeada como ficción, ni como testimonio puro. Fue escrita desde un tercer
espacio, ese que Gloria Anzaldúa llamó nepantla: el entre. Entre la memoria y la invención, entre
el dolor y el amor, entre el dato y el mito. Allí, en ese terreno movedizo, se reveló la voz de mi
padre: con una mezcla de ternura y rabia, de silencio y presencia.


Al usar el formato APA como contenedor de una voz campesina, lo que buscaba era fracturar las
lógicas de legitimidad. Quise probar que el dato también puede ser cuerpo, que la referencia
también puede llorar. Que citar no es solo apuntar al saber, sino convocar a quienes no tuvieron
acceso a sus fuentes.


Apá fue un altar narrativo. Cada página una vela encendida. Cada capítulo, un rezo con gritos
contenidos. La novela fue una forma de devolverle a mi padre algo que el mundo nos había
negado: un lugar visible en la historia. Y también fue mi manera de liberarme: de resignificar mi
linaje, de dejar de cargar con culpas que no eran mías, dejar de cargar con la risa de la víctima
para convertirla en la de la sobreviviente, visionaria.


Si escribir fue venganza, también fue acto espiritual. Porque narrar a un padre ausente es traerlo
de vuelta, no al presente, sino a un tiempo de mención cósmica y de todos los golfos mexicanos.

  • *https://www.apa.org/about/policy/racism-apology

ARTÍCULOS RELACIONADOS