La vía chilena al realismo socialista. Sobre La trinchera realista de Josefina Lewin

noviembre 12, 2025
-

En este libro publicado por RIL, la autora estudia el desarrollo de la plástica del Partido Comunista de Chile en la época de la persecución anticomunista desatada por el presidente Gabriel González Videla (1948-1952), un tema que no ha sido lo suficientemente explorado por la historiografía del arte local hasta la fecha. Para esto, la autora pesquisa las trayectorias de ciertos artistas visuales que fueron consagrados en las esferas del Partido Comunista durante el período señalado –principalmente José Venturelli, Carlos Hermosilla Álvarez, Julio Escámez y Pedro Lobos–, a la luz de las reflexiones, debates y críticas de arte que circularon en las plataformas de esta agrupación política.

 

El vínculo confesado entre creación artística y militancia política puede levantar serias sospechas en un tiempo en el que su vigencia ha expirado, ha sido descartada, o bien desahuciada. Dicha relación —en la que el deseo de cambiar el estado de cosas del mundo fue también el deseo de crear algo nuevo, en sus múltiples acepciones— se muestra hoy como una relación fuera de tiempo. Se trata de una afinidad relegada hacia una poco atractiva fijación con el contenido de una obra o de una pedagogía olvidada, pues quien realmente disfrute de la experiencia estética se encuentra bien entrenado en inclinarse, más bien, hacia las superficies de placer, hacia las formas no domeñadas por un mensaje (político) determinado. La doxa de la política contemporánea del arte se posiciona, en efecto, en contraste u oposición a esa militancia artística.

Por este motivo, quizás, también podría resultar extraño imaginar una investigación sobre aquellas consignas de otro tiempo que vinculan creación artística y militancia política, consignas y declaraciones esparcidas entre papeles, documentos y anaqueles, cuya investigación implicaría necesariamente extensas jornadas de lectura, a veces infructuosas, a veces airosas, pero rutinarias jornadas al final y al cabo. Una investigación de tales características implicaría demasiado compromiso con un proyecto artístico no solo olvidado, sino también derrotado. ¿Podríamos decir que quien tema al compromiso, temerá también al arte comprometido? O bien, y uniéndonos al espíritu de nuestro tiempo, ¿podríamos decir que, ante una historia del arte comprometida (al menos ante una historia del arte comprometida consigo misma), los apegos evitativos y los apegos ansiosos flaquean?

Ese deseo en suspenso y ese compromiso investigativo es lo que retoma La trinchera realista de Josefina Lewin. En este libro se estudia la cultura plástica asociada al Partido Comunista chileno entre 1948 y 1952, época marcada por la persecución anticomunista liderada por el gobierno de Gabriel González Videla. Con el propósito de indagar qué es lo que entendieron una estela de artistas de ese entonces respecto a su rol en tanto artistas —entre los que desfilan nombres como los de José Venturelli, Carlos Hermosilla, Julio Escámez y Pedro Lobos—, la autora emprende una ruta a partir de las imágenes y los discursos producidos y difundidos durante este periodo al alero de la colectividad comunista en Chile. A partir de esta indagación la autora identifica tres “consignas” que dan legibilidad a la práctica artística de los comunistas chilenos: la clausura de la brecha entre arte y vida; la necesidad de producir obras “realistas”; y la denuncia de las injusticias de su tiempo sin abandonar la esperanza de otro porvenir. Las consignas analizadas en el libro no constituyen máximas, principios o directrices explícitas, sino que son puntos persistentes, advertidos a partir de los documentos que se despliegan a lo largo del libro. 

Los libros, si los tomamos en serio, no se reducen a un conjunto compacto de hojas escritas que aprehendemos con mayor o menor facilidad; los libros, por el contrario, también toman posiciones, generan sus propios antecedentes y dan espacio —o no— a nuevas proyecciones. Por eso un libro siempre es tiempo, tiempo empeñado y tiempo prometido. Por este motivo, uno podría detenerse en dos aspectos del libro. En primer lugar, en lo que dice; y, en segundo lugar, en lo que el libro hace.

Pedro-Lobos-Liberacion-lamina-del-album-De-la-tragica-noche-del-pueblo-y-su-esperanza-1950.-Obra-en-dominio-publico.jpg
Pedro-Lobos-Liberacion-lamina-del-album-De-la-tragica-noche-del-pueblo-y-su-esperanza-1950.-Obra-en-dominio-publico.

A continuación, expondré brevemente las consignas mencionadas para, luego, atender a lo que produce el libro a partir de la identificación y análisis de dichas consignas, con el propósito de ensayar eso que podríamos desde ya denominar su compromiso.

El arte comunista producido en Chile se encuentra en diálogo con el realismo socialista soviético, cuya expresión dogmática fue formulada en 1947 por Andrei Zhdanov, secretario general del Partido Comunista Soviético. Los artistas comunistas de distintas latitudes necesariamente entraron en diálogo con aquellas directrices del realismo socialista soviético; sin embargo, ese diálogo no se configuró como una subordinación sin más, sino que respondió a una revisión del contexto local, ante el que debían amoldar, o bien cambiar aquellos procedimientos propiamente soviéticos. Por este motivo, de entrada, sería un error interpretativo e histórico considerar las prácticas de artistas comunistas chilenos como meras ilustraciones de un comunismo internacional; y precisamente las tres consignas identificadas en el libro dan luz sobre la peculiaridad de la escena local.

La primera de esas consignas es la separación entre arte y vida, una parcela compartida entre distintas perspectivas artísticas durante el siglo pasado, adoptada por el realismo socialista, por la política cultural del Partido Comunista chileno y también por las experimentaciones vanguardistas del arte moderno (un aspecto, por ejemplo, identificado en las acciones de arte producidas por el CADA). En el libro el deseo de reducir la brecha entre arte y vida es identificado a partir de la adscripción de las prácticas artísticas del arte comunista en Chile a movimientos internacionales por la paz, así como también en una declarada postura anti–institucional. Este último factor devela precisamente la posición de los artistas y su predilección hacia formas artísticas como el grabado y el muralismo; prácticas que, por su propia condición, exigen o posibilitan una exhibición distinta a las de los museos y las galerías; prácticas que, incluso, conducen hacia una experiencia estética distinta a la de un espectador modelado por una precisa distancia con respecto de una obra.

La participación e inscripción en movimientos colectivos, tales como los llamados a la paz durante la década de los cincuenta, coincidían con una forma de activismo político fuerte. Los artistas, de esta manera, volvieron inespecíficas sus actividades entre las parcelas del arte y el activismo; no obstante, la especificidad de su militancia permitía esa reunión. Esa inespecificidad también impactó el cómo fueron vistos por sus pares. En palabras de José Venturelli, recogidas por Lewin, leemos: “A muchos colegas les costaba comprendernos. Éramos tan poco artistas. Viajábamos mucho. Trabajábamos mucho. Hablábamos mucho de política”.

Si por un lado la indiferenciación entre arte y vida produce una cierta imagen del artista, por otro también exige una disposición hacia los espectadores. Una concepción que, quizás, bebe demasiado de las metaforizaciones posibles respecto a la distancia necesaria para observar algo. Por lo tanto, la manera en la que se expresa este acortamiento entre arte y vida también se advierte en cómo los artistas pretendían “llevar” el arte hacia lugares por fuera de los marcos institucionales. Carlos Ruiz, por ejemplo, a partir de la recepción de una muestra artística para los obreros de la Planta Pérez Caldera, afirma que se ha logrado: “correr el cerco”. La autora subraya la contradicción inherente entre ese lugar de ignorancia de un artista que se impone conducir hacia la lucidez a una serie de espectadores ignorantes sobre algo. A esa inquietud, también podríamos añadir la ambigüedad propia del efecto de ese acortamiento: ¿es la forma artística la que se acerca al público/al pueblo; o es el arte el medio para acortar la brecha entre el mensaje y su receptor? Así, lo que aparece es una cuestión doble en la que se sitúa el artista: el saber de lo artístico, el saber de lo político. La ambigüedad previamente señalada entre arte y vida, entonces, podría reformularse en la interrogante: ¿qué es lo que sabe el artista?

Otra de las máximas ampliamente difundidas en el arte comunista chileno es la exigencia de crear obras de arte realistas. Esta es, quizás, una línea generalizada por las distintas políticas culturales comunistas alrededor del globo. La noción de realismo puede prestarse a confusión. Los propios artistas y críticos de la época que adscriben a un realismo socialista podrían criticar las acuarelas estériles, el naturalismo perezoso, algún daguerrotipo de ocasión o los paisajes que acusan por su mera presentación algún devaneo aburguesado. El realismo, en este sentido, se refiere a una suerte de aprehensión de la realidad, más que una plasmación de las actividades humanas tal y como son. Un proceso que Joaquín Gutiérrez subraya sobre la propia obra de Venturelli, al establecer que el pintor va: “del corazón a la piel, y no de la piel al corazón”. Subyace, por supuesto, en estas mismas presunciones una tesis sobre lo que es la realidad —o lo que sería lo real de la realidad: una cosa opaca, por interpretar.

Al respecto, es relevante añadir que el realismo adoptado por los artistas comunistas se caracterizó por una adecuación a la propia realidad chilena (a una interpretación, por supuesto, sobre la realidad chilena). Este factor, subrayado por Lewin, no permite afirmar que el realismo sea un principio formal, pero tampoco permite establecer un contenido fijo. En efecto, la propia autora designa este proceso como una descentralización, en la que los artistas se ven compelidos a moverse (físicamente) para comprender la médula de la realidad. Es decir, esta máxima realista implicó el movimiento de los artistas hacia el lugar de los obreros y los campesinos para, recién ahí, traducir esa experiencia en obras de arte. Los artistas, en suma, si bien sabían que algo debían llevar hacia el público/el pueblo, también sabían que era necesario partir de su propia ignorancia con respecto al contexto del público/el pueblo. El arte dice algo que a priori no sabe sobre su público respecto a lo que el público a priori no sabe de sí. El arte aparece, extrañamente, y con matices, como un lugar de ignorancia y de aprendizaje mutuo.

La particularidad de esta segunda consigna y cómo fue abordada por los artistas en Chile conducen inevitablemente a las contradicciones y distancias que adoptó el arte comunista con respecto al optimismo histórico del realismo socialista. Como nos recuerda Josefina Lewin, Andrei Zhdanov, en un discurso dado para el Congreso de Escritores Soviéticos en 1934, señala que la literatura socialista no solo debe ser realista, sino también heroica y entusiasta. El arte soviético, una vez en el poder, se dedicó a cantar el idilio del presente de la vida soviética, suscitando un consenso entre realismo y romanticismo. Sin embargo, la realidad de los países con modelos capitalistas no podía unirse a esa épica que, a lo sumo, sería acaso una promesa o un tiempo venidero. Es más, estos mismos autores y artistas que buscaban imbuirse de la precariedad y la fatiga misma de los obreros y campesinos, ¿cómo podrían retratar esa cruda realidad con el tamiz de ese optimismo fuerte? Esta situación implicó, en el caso estudiado, algo que podríamos denominar un “realismo realista”. Un realismo que, si bien buscó denunciar la realidad a la que se enfrentaba, procuró no desatender la realidad emancipada por venir. Un realismo que, si bien desatendió esa realidad por venir, no desoyó la realidad que tenía en frente. (Esto es, por cierto, comparable con el rendimiento crítico de los resabios teológicos en el materialismo histórico advertibles en la obra de Walter Benjamin: la comprensión de que el estado de cosas del mundo no es el mundo como tal y es, sin más; el entendimiento de que la violencia del presente no es, ni debe ser, la última imagen posible del mundo).


Carlos-Hermosilla-El-minero-1949.-Cortesia-Fondo-de-las-Artes-de-la-Universidad-de-Playa-Ancha
Carlos-Hermosilla-El-minero-1949.-Cortesia-Fondo-de-las-Artes-de-la-Universidad-de-Playa-Ancha

La exhaustiva investigación de La trinchera realista, los distintos documentos presentados y la lectura atenta en los detalles historiográficos nos permiten comprender la singularidad de la experiencia de la cultura comunista en un país como Chile, con miras a otras experiencias afines en el continente latinoamericano. Gracias a la concreción de las consignas presentadas, lo que aparece es una suerte de realismo socialista a la chilena, una actualización no ortodoxa de máximas en un diálogo global. Podríamos compararlo en términos conceptuales con lo que Alain Badiou, por ejemplo, ha propuesto en su lectura del apóstol Pablo. Para Badiou, la singularidad subjetiva de Pablo supone la coordinación aparentemente discordante entre un mensaje universal y realidades singulares —es Pablo, en efecto, el que le otorga a la iglesia cristiana su vocación universal—. En palabras de Badiou —un comunista ateo leyendo a un apóstol—, Pablo supone la creación de una Buena Nueva que recae en una singularidad universal.

Podríamos ensayar una forma de aprehender las prácticas artísticas en contextos comunistas no soviéticos con los términos del Pablo de Badiou. En este sentido, la experiencia que emerge a partir de las consignas estudiadas sería algo así como una ilustratividad no literal, o una ilustratividad en lo singular. Lewin, por ejemplo, afirma que el arte comunista en Chile de la temprana Guerra Fría podría ser caracterizado: “como un arte que va detrás, o que camina hacia el realismo socialista”; en tanto “emula algunos de sus principios”, pero también en tanto “lo precede o lo anticipa”. Este es, quizás, el factor que demarca más fehacientemente el carácter local de la política cultural de los artistas comunistas chilenos. Se trata de una contemporaneidad no sincrónica entre el realismo chileno con respecto al realismo soviético; una contemporaneidad que es comprendida como tal, como una promesa para el propio tiempo presente, pero con las distancias obvias de una situación insatisfecha.

Este acercamiento nos permite comprender desde una perspectiva fresca la práctica artística y el aparato conceptual de la cultura comunista en Chile. Encontramos, entonces, en La trinchera realista una formulación teórica que nos permite comprender el fenómeno con precisión. Quiero decir con esto queel libro no solo encuentra un tema poco atendido para darle valor —encontrar algo aún no estudiado es, sin duda, un esfuerzo difundido en la práctica académica que puede transmutar los detalles en grandilocuencias—, sino que hace algo aún más interesante con su objeto de estudio. Lo que encuentra en esa falta de atención a los artistas comunistas de la época, a sus consignas y contradicciones, es una paradoja en la política misma del arte comunista y la forma en la que ha sido leído, una contradicción entre el desdén por las etiquetas que hasta el momento han operado para decir qué fue el arte comprometido, el arte político, o el arte con apellidos y lo realmente se reconstruye al leer e indagar en las discusiones de la época. Más que encontrarse con una falta, se encuentra con una aporía; y, al mismo tiempo, se hace cargo de ella. La trinchera realista es una historia del arte que da cuenta de una historia hasta ahora poco contada, pero con suficiente perspicacia para narrar esa historia con palabras inéditas, con otros inicios, desarrollos y desenlaces.

Un último aspecto que me gustaría subrayar es lo que podríamos denominar la ucronía de la teoría. La ucronía, aunque no nos hemos percatado del todo, es una forma de ficción especulativa con gran alcance en la actualidad. Son aquellas ficciones contrafácticas que surgen de la pregunta: ¿qué hubiera pasado si…? Las películas del universo cinematográfico de Marvel y su afición por el multiverso, así como series como Rick & Morty, explotan este recurso. En efecto, al volver a documentos del pasado, especialmente a elementos poco atendidos, a fracasos o derrotas, es inevitable no preguntarse: ¿qué hubiera pasado si…? Esta pregunta, por supuesto, no es una tarea para la historia. Ya lo afirmó en su momento el propio Aristóteles cuando dijo que la historia dice las cosas como son, mientras que la poesía dice lo que podría ser. Sin embargo, este sí ha sido un espacio provechoso para la teoría en el último tiempo. Georges Didi-Huberman, por ejemplo, ha avanzado en un cuerpo teórico a partir del encuentro nunca ocurrido entre Walter Benjamin y Aby Warburg. Por lo que la pregunta por la ucronía cambia radicalmente de lugar. Al leer el libro de Josefina Lewin no nos preguntamos qué hubiera pasado si el realismo socialista chileno hubiera tenido un porvenir exitoso; sino que, a la luz de sus diálogos en un escenario global, y en su praxis singular, este libro arroja y satisface la pregunta respecto a: ¿qué pasaría si, en términos teóricos, se acogiera al realismo socialista chileno en sus declaraciones, si se atendiera al viraje local que hace de lo ilustrativo, a su singular forma ilustrativa? Atender a tales aspectos, sin duda, da lugar a otra historia.

Santiago de Chile, agosto 2025

ARTÍCULOS RELACIONADOS