ME VOY ANTES DE QUE ELLOS; despedidas de célebres suicidas [fragmentos]

noviembre 19, 2025
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Varios Autores.

Alquimia Ediciones (2025).

El dieciocho de octubre de 1928, la poeta argentina Alfonsina Storni llegó hasta la estación Constitución de Buenos Aires acompañada por Alejandro, su único hijo, de quien se despidió mientras el tren comenzaba su marcha rumbo a Mar del Plata, en el que sería su último viaje. En esa localidad costera, Storni se alojó en una pensión en la zona La Perla –donde hoy se levanta un monumento que la recuerda–. Allí le escribió una primera carta a su hijo. Unos días después, el veinticinco de octubre, Storni le escribió una carta a su amigo, el escritor Manuel Gálvez. Dos breves notas que dejó sobre la mesa de la habitación, una dirigida al juez y otra –como la de un náufrago en una botella– decía escuetamente “Me arrojo al mar”, y una última epístola dirigida a su hijo.

Luego se lanzó al mar.   

Sueñito mío, corazón mío, sombra de mi alma, he recuperado el sueño, ya es algo. 

Dormí en el tren toda la noche. Te escribo ésta recostada en mi sillón, la mano sin apoyo. 

El apetito mejor, pero sigo con una gran debilidad. Lo mental es lo que está todavía debilísimo. ¡Ay mis depresiones! Y qué temor me dan. Pero hay que confiar, si el cuerpo se levanta puede que lo demás también. 

Te abraza largo y apretado, 

Alfonsina.

La otra nota decía:

Querido Alejandro: 

Te hago escribir con mi mucama; pues anoche he tenido una pequeña crisis y estoy un poco fatigada, solamente para decirte que te adoro, que a cada momento pienso en ti, nada más por ahora para no cansarme e insisto en decirte que te adoro, sueña conmigo, lo necesito. 

Besitos largos, 

Alfonsina.

El cinco de febrero de 1967, la cantautora chilena Violeta Parra decidió acabar con su vida con un certero disparo de escopeta, desilusionada por la escasa recepción de su obra y la falta de apoyo y espacios para realizarla. Poco antes había escrito “Gracias a la vida”, una canción-despedida en la que agradece todas las vicisitudes de su tránsito vital y la belleza de lo que nos hace humanos, la que se convirtió en una de sus composiciones más populares. Luego de su muerte, entre sus piernas encontraron una nota dirigida a su hermano, el poeta Nicanor Parra, de la que se ha difundido solo una parte, que dice: 

Si juntamos dos mil hombres no alcanza a salir de ellos un cuarto de hombre.

Desesperada, nada. Clarificada. Dice uno por ahí que los Parra son cortados por una misma tijera. El que lo dice debe haberlo cortado por un serrucho. Yo no me suicido por amor. Lo hago por el orgullo que rebalsa a los mediocres. 

Mi madre es una reina mañosa. La Carmen Luisa despertará frente al vacío que deja su madre. Me cago en los discursos de despedida. 

Los revolucionarios clandestinos le han quitado una luchadora al país. No tuve nada. Lo vi todo. Quise dar, no encontré quien recibiera.

Ángel está prisionero. Isabel también. Carmen Luisa, también, pero de la nebulosa. Y no como los anteriores huevoncitos grandes. Los deslumbran los encerados. Pucha qué gran tipo es Nicanor. Sin él no habría Violeta Parra. Pero al pobre yo le escondo todo porque le rompe el corazón.

El presidente Frei es un farsante. Fidel es un romántico. Lenin se equivocó. No quiero que mis hijos sean más cobardes. 

El veintiocho de noviembre de 1969, el escritor y antropólogo peruano José María Arguedas llegó hasta la Universidad Nacional Agraria de La Molina, donde era docente, para presentar su renuncia. Luego, ingresó a uno de los baños de la casa de estudios y con un revólver se disparó. Arguedas sufría de una terrible depresión que lo acompañó desde la infancia, estuvo bajo tratamiento psiquiátrico con varios especialistas, sin embargo, nunca pudo superar su profundo desasosiego. Pero el disparo no lo mató inmediatamente, su agonía duró cinco días. Finalmente murió el dos de diciembre de 1969. Su última carta estaba dirigida al rector y los alumnos.

Señor rector de la Universidad Agraria y jóvenes estudiantes: 

Les dejo un sobre que contiene documentos que explican las causas de la decisión que he tomado: 

Profesores y estudiantes tenemos un vínculo común que no puede ser invalidado por negación unilateral de ninguno de nosotros. Este vínculo existe, incluso cuando se le niega: somos miembros de una corporación creada para la enseñanza superior y la investigación. Yo invoco ese vínculo o lo tomo en cuenta para hacer aquí algo considerado como atroz: el suicidio. 

Alumnos y profesores guardan conmigo un vínculo de tipo intelectual que se supone y se concibe debe ser generoso y no entrañable. De ese modo recibirán mi cuerpo como si él hubiera caído en un campo amigo, que le pertenece, y sabrán soportar sin agudezas de sentimiento y con indulgencia este hecho. 

Me acogerán en la casa nuestra, atenderán mi cuerpo y lo acompañarán hasta el sitio en que deba quedar definitivamente. Este acto considerado atroz yo no lo puedo ni debo hacer en mi casa particular. Mi casa de todas mis edades es ésta: la universidad. Todo cuanto he hecho mientras tuve energías pertenece al campo ilimitado de la universidad y, sobre todo, al desinterés, la devoción por el Perú y el ser humano que me impulsaron a trabajar. Nombro por única vez este argumento. 

Lo hago para que me dispensen y me acompañen sin congoja ninguna sino con la mayor fe posible en nuestro país y su gente, en la universidad que estoy seguro anima nuestras pasiones, pero sobre todo nuestra decisión de trabajar por la liberación de las limitaciones artificiales que impiden aún el libre vuelo de la capacidad humana, especialmente en el hombre peruano. 

Creo haber cumplido mis obligaciones con cierto sentido de responsabilidad, ya como empleado, como funcionario, docente y como escritor. Me retiro ahora porque siento, he comprobado, que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida. Con el acrecentamiento de la edad y el prestigio, las responsabilidades, la importancia de estas responsabilidades crece y si el fuego del ánimo no se mantiene y la lucidez empieza, por el contrario, a debilitarse. 

Creo personalmente que no hay otro camino que elegir, honestamente, que el retiro. Y muchos, ojalá todos los colegas y alumnos, justifiquen y comprendan que para algunos el retiro a la casa es peor que la muerte. He dedicado este mes de noviembre a calcular mis fuerzas para descubrir si las dos últimas tareas que comprometían mi vida podían ser realizadas, dado el agotamiento que padezco desde hace algunos años.  

No. No tengo fuerzas para dirigir la recopilación de la literatura oral quechua ni menos para emprenderla, pero con el Dr. Valle Riestra, director de la investigación, se convino en que esa tarea la podía realizar conforme al plan que he presentado. 

Vaya a escribir a la editorial Einaudi de Turín que aceptó mi propuesta de editar un volumen de 600 páginas de mitos y narraciones quechuas. Nuestra universidad puede emprender y cumplir esta urgente y casi agónica tarea. Lo puede hacer si contrata, primero, con mi sueldo que ha de quedar disponible y está en el presupuesto, a Alejandro Ortíz Recamere, mi ex discípulo y alumno distinguido de Lévi-Strauss durante cuatro años y lo nombra después.  

Él se ha preparado lo más seriamente que es posible para este trabajo y puede formar, con el Dr. Alfredo Torero, un equipo del más alto nivel. Creo que la editorial Einaudi aceptará mi sustitución por este equipo que representaría a la universidad. En cuanto a lo demás está expuesto en mi carta a Lozada y en el último diario de mi casi inconclusa novela El zorro de arriba y el zorro de abajo, documentos que acompaño a este manuscrito. 

Declaro haber sido tratado con generosidad en la Universidad Agraria y lamento que haya sido la institución a la que más limitadamente he servido por ajenas circunstancias. Aquí, en la Agraria fui miembro de un Consejo de Facultad y pude comprobar cuán fecunda y necesaria es la intervención de los alumnos en el gobierno de la universidad.  

Fui testigo de cómo delegados estudiantes fanatizados y algo brutales fueron siendo ganados por el sentido común y el espíritu universitario cuando los profesores en lugar de reaccionar sólo con la indignación lo hacían con la mayor serenidad, energía e inteligencia.  

Yo no tengo ya, desventuradamente, experiencia personal sobre lo ocurrido durante los trece meses últimos que he estado ausente, pero creo que acaso los cambios hayan sido tan radicales. Espero, creo, que la universidad no será destruida jamás; que de la actual crisis se alzará más perfeccionada y con mayor lucidez y energía hasta cumplir su misión. 

Las crisis se resuelven mejorando la salud de los vivientes y nunca antes la Universidad ha representado más ni tan profundamente la vida del Perú. Un pueblo no es mortal y el Perú es un cuerpo cargado de poderosa, sabia y ardiente vida, impaciente por realizarse; la universidad debe orientarla con lucidez, «sin rabia», como habría dicho Inkari, y los estudiantes están atacados de rabia en ninguna parte, sino de generosidad impaciente, y los maestros verdaderos obran con generosidad sabia y paciente. ¡La rabia no! Dispensadme estas póstumas reflexiones.  

He vivido atento a los latidos de nuestro país. Dispensadme que haya elegido esta casa para pasar, algo desagradablemente, a la cesantía. Si es posible, acompañadme en armonía de fuerzas que, por muy contrarias que sean, en la universidad y acaso sólo en ella, puedan alimentar el conocimiento. 

La Molina, 27 de noviembre de 1969

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