Material Ligero: Reseña de “Segunda Mano” de Bruno Azúa Acuña

diciembre 03, 2025
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Segunda Mano, primer libro de poemas de Bruno Azúa Acuña, comienza con la palabra: parido. “Mi padre fue un púgil de bronce”, dice el hablante; “mi madre fue una excelsa manipuladora de objetos cortopunzantes”. Bruno ­­-como buen hijo de esta tierra- comienza presentándose y nos sitúa como lectores en el Maule, en un origen que no es idílico, ni bucólico, ni lárico, sino que es un lugar real atravesado por condiciones materiales inestables. No es el campo que aparece en las fotografías de los santiaguinos que vienen a comerse un asado en una parcela un fin de semana. Es el descampado, son las construcciones ligeras, las ampliaciones de maestros chasquilla. Lo que sigue no es una celebración del terruño, sino la visión del regreso del que vuelve a casa cambiado, con una lengua nueva marcada por la experiencia, que le dificulta el diálogo en el que era su propio territorio y encuentra que los escombros en su ausencia solo se han acumulado.

Ese primer capítulo del libro está poblado por imágenes que gente de provincia puede reconocer como propias: sacos de pesticidas, haitianas con las manos heridas en las filas del Registro Civil, perros envenenados, botellines de ron en las bancas, micros viejas que se comen lomos de toro y nos hacen saltar, acequias de aguas negras y vajillas picadas. No hay acá nostalgia pastoral, sino el registro de un ojo atento que no desvía la mirada de lo precario que se perpetúa, de un apocalipsis que insiste en su advenimiento y que termina por aburrir en su monotonía.

Hay también en Segunda mano un recurso central: el montaje. La escritura funciona como un corte y yuxtaposición de escenas, casi cinematográfica, que nos arrastra de una imagen a otra sin que el paisaje termine de estabilizarse. Esa acumulación de fragmentos construye una atmósfera precaria, pero propia, que nunca se cristaliza del todo, como una casa pobre que nunca se termina de ampliar, que siempre queda a medio construir. En esa cualidad de incompleto radica justamente su fuerza: la sensación de que el mundo se tambalea y que lo único sólido es la mirada que lo registra y los sentimientos que lo mueven.

En el segundo capítulo, el más extenso, el escenario se traslada: Santiago, Valparaíso, la urbe hipertensa y saturada. Aquí emergen el tedio, el cansancio, los fármacos, la tristeza.  Escuchamos “el silencio de un departamento cortado por un suspiro de cansancio”, los intestinos de la gran maquinaria urbana que nos devora y cuyo zumbido, como un refrigerador descompuesto, se nos cuela hasta en los sueños. Aparece el registro íntimo de los solitarios y de los incrédulos: los que fuman a las tres de la mañana frente al televisor encendido, los que buscan un sustituto de la intimidad en la pornografía, los que no cambian las sábanas porque ya no sueñan en ellas. La poesía de Bruno no evita esa crudeza, esa inestabilidad: la asume como parte de nuestra vida contemporánea, de esa pena digital propia de nuestros tiempos que va creando nuevas formas de sentirse solo, pero que no se resigna a ella. Un verso desgarrador condensa esa soledad: “quiero un abrazo de no sé quién”. El hablante busca una cercanía que el sistema le impide cultivar, pero él insiste en su búsqueda, y en esa misma búsqueda insistente, la va construyendo, la va haciendo posible.

Porque hacia el final del libro, la oscuridad que ha ido tapiando las ventanas del hablante se resquebraja. Esa necesidad pareciera encontrar sosiego en afectos palpables, concretos, no en grandes gestos, sino en la intimidad compartida del desayuno, en la ternura mínima de limpiar las migas del rostro amado. Aparecen la ternura, el sexo, la compañía de otro que es nombrado, ya no solo como un cuerpo con agencia. Aparecen poemas donde se limpia con delicadeza la saliva seca de la cara del otro, donde el desayuno compartido se vuelve un acto de luz. Donde el muro que separa la soledad de los otros, se desmorona ante la posibilidad de una primera persona plural que se vislumbra.

Segunda mano no es solo una carta de presentación, es la construcción de una cartografía de sobrevivencia: del Maule devastado, de las ciudades corroídas por el tedio, de la intimidad como último asidero. Basil Bunting abre el libro con un epígrafe que dice: “Este es el mundo inestable y nosotros en él con nuestras casas”. Esa inestabilidad lo atraviesa todo, pero el hablante insiste en levantar cimientos, aunque se derrumben, insiste en hacer de la palabra un lugar donde podamos encontrarnos, donde esa palabra: “nosotros”, pueda aparecer aunque nunca se mencione.

Podemos leer este libro como un inventario de lo precario, pero también como la búsqueda de aquello que resiste: la amistad, la memoria, -el amor. Esa palabra que hemos desterrado por el temor a ser tachados de cursi. Y en esa tensión, Bruno Azúa Acuña nos entrega una poesía que no mira hacia atrás con nostalgia, sino que enfrenta el presente con crudeza, cansancio, ironía y ternura con un ojo que desborda humanidad.

En definitiva, Segunda mano es el testimonio de un mundo que se cae a pedazos, pero donde todavía se escriben poemas y todavía es posible abrazar a alguien. El mundo es inestable y no termina de desmoronarse, de mostrarnos un abismo más profundo en el que caer, sí; pero nosotros insistimos, como lo hace Bruno en este libro, en fijar cimientos en él.

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