Cinema MOVILH

diciembre 08, 2025
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Con la consigna “luz, cámara… diversidad”, el MOVILH anunció por redes sociales la decimoséptima versión de su Festival Internacional de Cine LGBTIQ+. El Festival, que se desarrolló gratuitamente en el Centro Cultural España y la Cineteca Nacional entre los días 7 y 12 de octubre, contó con la colaboración de múltiples instituciones (ONG, estatales, internacionales) y una nutrida cartelera de cine europeo. Como establecía explícitamente la invitación, el Festival “no es solo cine, es vivir la experiencia de vernos, reconocernos y celebrarnos en grande”. 

En un contexto de violencia sistemática e histórica contra la cultura de la diversidad sexual, la identificación celebratoria es gozosa y seductora, ya que afirma principalmente una resistencia (seguimos existiendo, insistimos en representarnos y celebrarnos a pesar de todo). Y más aún ahora, el odio, que jamás ha desaparecido, se legitima públicamente y el neoliberalismo exacerbado aísla, reduce en su inercia las posibilidades de una comunidad y de una contracultura que conserve su potencial contestatario. El ciclo de cine transparenta un lineamiento que por supuesto no le pertenece en exclusividad. Este circunda incluso las tendencias artísticas contestatarias y aquellas pretendidamente contestatarias: la complacencia y su símil, la a veces corruptible complicidad. 

Sea frente a la heteronorma o la homonorma, frente al establishment hétero u homo, el gesto de limitarse a afirmar artísticamente una identificación grupal y de reducir la valoración a la correcta representación es, ciertamente, el mismo: un gesto conservador, artísticamente hablando y en términos de afirmar una cultura. Suena poco glamuroso y bastante manoseado hablar de una película que “muestre como son realmente los chilenos”. Por el contrario, una película que pretenda “mostrar como somos realmente los maricones con adicción a grindr” tendrá bastante glamour y cierta cuota mayor de manoseo y demases. Y también tendrá, probablemente, a las disidencias más disidentes y entusiastas haciendo fila para mostrar públicamente la disidencia de su identificación.

En esta ocasión podrá ser un ciclo de cine ligado a una facción del movimiento homosexual, como lo es el MOVILH, en otro podrá ser un taller de escritura homoerótico, etc. La identificación celebratoria, afín a la terapéutica grupal, respira en la nuca de lo que podría llegar a ser en términos estrictos una crítica cultural sexo-disidente en Chile.

Por crítica cultural, me refiero a un formato de escritura, que en Chile encuentra su principal modelo en la crítica feminista. Escenificadas en la posdictadura por Nelly Richard, Raquel Olea, Olga Grau, entre otras, en el plano de una avanzada académica; y también en publicaciones feministas, queer y/o anarquistas de circulación alternativa, como Arpillera, Mantis, Torcida, etc; son escrituras de vocación pública, de raigambre activista, interdisciplinares y muchas veces indisciplinadas, cuya vocación cuestionadora apuntaba no sólo a las junturas de las disciplinas académicas, sino y por sobre todo a los discursos sociales dominantes. El énfasis estaba en las formas en las que estos figuraban lo emergente y lo disidente (por ejemplo, la resistida incorporación del concepto de “género” a los debates públicos en la posdictadura, el cuestionamiento al mandato de la reproducción, las contradicciones del feminismo hegemónico, etc.). 

La disidencia sexual, en tanto, no deja de ser un concepto ambiguo. En algún momento fue una escena artística underground, en palabras de sus propios protagonistas (por ejemplo, Felipe Rivas San Martín, CUDS, alguna vez ocupó un término similar). Luego, un sujeto político, un sinónimo de diversidad sexual, una utopía. En más de alguna ocasión ha derivado en una palabra comodín/fetiche para quienes, como aseguraba Pedro Lemebel, ocupan sus elecciones eróticas como salvoconducto para autodenominarse “condesas de la resistencia”. Por mi parte, me quedo con una definición de Ernes Orellana en el libro Disensos a la disidencia, nítida y explícita en sus puntos de controversia: 

La disidencia sexual no es una ‘identidad’ mucho menos un ‘género’. Es una posición crítica cuyas formas de producción política disienten de las normas sexuales heterocentradas y consensuadas que hacen pasar por natural algo que es del orden de una construcción social y política.

No es una identidad mucho menos un género, asegura, es una posición crítica que podemos pensar también en el día a día. Es decir, no sólo como el compartir una posición ideológica en términos abstractos o la performance de género que unx desempeñe individualmente, sino más ampliamente como una “insurgencia cotidiana”, como escribió en alguna ocasión Sayak Valencia. Etimológicamente, cotidiano remite no solamente a lo diario, sino a lo corriente, lo dado, lo aparentemente insiginifcante, espacio privilegiado de la arbitrariedad y espacio que no es inmediato, pues está mediado por una serie de representaciones.

Si bien la posibilidad de una crítica cultural sexo disidente que no se atrofie en la complicidad y la identificación celebratorias excede a esta tentativa, creo que el cine es un buen punto de partida. En Chile se realizan festivales como este del MOVILH, también AMOR y Excéntrico, que de por sí suponen un desafío enorme para la crítica. Las obras ya se encuentran articuladas mediante una curatoría, los lineamientos estéticos y políticos son públicos y están a la espera del escrutinio. Por tanto, el cotejo entre la declaración de principios (en este caso, “reconocernos y celebrarnos en grande”) y la potencia de las obras (que comentaré a continuación) queda como invitación.

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El deseo de acceder a la historia mediante archivos, el encuentro con un otro significativo, el regreso de la ciudad al campo, la ternura, fueron las temáticas preponderantes en los seis cortometrajes proyectados en la última jornada desarrollada en el Centro Cultural España. Creo que este es un acierto del ciclo: optar por filmes que enfoquen la amistad limítrofe, la complicidad indecible para los términos del cotidiano y que rehuye a definiciones tradicionales. Esta amistad puede darse entre una mujer que apoya a su amigo en su transición de género, entre un jóven fotógrafo que se obsesiona con la vida de un hombre mayor, o entre dos desconocidos encerrados en un baño público. Hablo de aquellas fijaciones “incómodas” que no necesariamente se enmarcan en el amor romántico o las relaciones de pareja, como sí ocurre en otro de los filmes, como Dena Asmatuto Dago (2023) de Jone Arriola Lobete (el título en español es “Todo está inventado”).

            Este primer filme aborda con una dirección de fotografía notable las relaciones interpersonales. Con una estética próxima al videoclip musical, vemos a dos jóvenes filosofando en una estrecha tina, completamente desnudos, mientras fuman marihuana en una amplio baño rosado. La conversación oscila entre la definición y la apertura, entre la proximidad más hiperbolizada de los cuerpos y la distancia más infranqueable de las ideas. A través de primeros planos que propician ilusiones ópticas, se enfocan dos cuerpos que parecen uno, con escasas hendiduras, pero que en términos de guión no pueden estar más radicalmente lejanos. La cámara insiste a ratos en fundirlos en un solo cuerpo, al igual que una visualidad gay acostumbrada al consumo pornográfico en la que el cuerpo pierde valor si no está siendo penetrado. Sin embargo el tratamiento del desnudo y del desnudo genital particularmente des-sexualizará los cuerpos, coherente con la tensión de un guión que, pese a su sugerente divergencia con la imagen, lamentablemente tiende al esquematismo (dos tesis que se confrontan: el clóset y el libertino).

En tanto, Ciao Bambina (2024) de Afioco Gnecco y Carolina Yuste e Intercambio (2024) de Amaia Goldi tomaron riesgos a mi juicio más estimulantes. 

El primero es un documental que aborda la transición de género a partir de la amistad entre un hombre trans y una mujer. Formalmente se buscará un registro cálido mediante una grabación casera con cámara en mano, que se complementa acertadamente con segmentos que emulan la ausencia de guión. A pesar de que la violencia institucional contra el protagonista es evocada como hechos pasados, habrá un conflicto que estructurará narrativamente el documental: el deseo de nadar libremente en el mar. En este sentido, el final del filme concluye magistralmente con una cámara documental que deserta de su histórica violencia cientificista, aquella que disecó material y simbólicamente a las alteridades, entre ellas los “desviados”. En un plano general, notoriamente disímil con lo que fue el registro casero precedente, se nos muestra una toma panorámica de la playa, en la que el protagonista aparece como una pequeña silueta, inasible, difuso, presumiblemente con un torso desnudo que no podemos apreciar nítidamente como espectadorxs. Fuera de campo, escuchamos las voces entusiastas de sus amigos y el equipo que participó en el rodaje, quienes están posicionados detrás de la cámara, detrás de nosotros.Además de romper el artificio, nos hace tomar un lugar tangible como espectadores.

Intercambio, por su lado, oxigena una tendencia artística que orienta a la disidencia sexual hacia el drama realista y la tematización explícita de la opresión en el guión. En términos de la curatoría del festival, enmienda la desastrosa e incomprensible inclusión de L@ cita (2023) de Itziar Castro, que no tiene nada que envidiarle al cine más estereotípicamente liviano de Paz Bascuñan o Javiera Contador. Esta es una comedia de romance lésbico que lleva al extremo el abuso de lugares comunes en torno a las aplicaciones de cita. Una actriz famosa frecuenta un bar donde se encuentra con diferentes mujeres (cuál de ellas más estereotipada). Cita fallida tras cita fallida, vemos como se desarrolla una solapada complicidad con la bartender (también lesbiana y ¡sorpresa! Terminan juntas). Con un racismo que no intenta ser disimulado en lo más mínimo, este corto de 10 minutos “basado en hechos casi reales” cierra en sus créditos con una extensa galería de fotografías del rodaje.

Intercambio de Amaia Goldi demuestra que los estereotipos bien elaborados artísticamente pueden ser una crítica social más filosa que un drama de denuncia. El corto ficcional nos presenta una acción muy simple y acotada: dos desconocidos, Antonio e Inés, se encuentran a través de una aplicación de citas en un baño público. Inicialmente, vemos a dos sujetos adultos, un tanto estereotípicos, el homosexual de clóset y la travesti experimentada. El primero, que es un oficinista, quiere travestirse y derribar sus escrúpulos, la segunda se ofrece a ayudarle en la intimidad de un baño público. Sin embargo la cámara adquirirá más protagonismo que la intriga misma. El espacio será escindido: el baño estará aislado herméticamente del afuera, por el que circulan transeúntes, curiosos, que no comparten nuestro conocimiento como espectadorxs. Escuchamos junto a ellos gemidos, susurros, forcejeos, que conectan inmediatamente con la cultura del cruising, pero solo nosotrxs, lxs espectadorxs, sabemos que adentro no está ocurriendo una felatio, sino una ajetreada introducción al travestismo. A medida que avanza el corto, la cámara se vuelve cada vez más caótica y claustrofóbica, mediante planos medios y primeros planos cuyo encuadre opresivo da forma material al calor que sofoca a los personajes encerrados y cada vez más sudorosos. Antonio no logró sacarse las botas y quedó a medio travestir, sin pantalones y con los labios rojo carmesí. La comedia es un acierto políticamente, pues resignifica el espacio predilecto del cruising a partir de otra arista, otro tipo de encuentro, y nos vuelve cómplices de una intriga que tiende al absurdo. Antonio, finalmente, logra salir del baño luego de una tarde completa con Inés, vuelve a su rol de oficinista, pero olvida sacarse el labial.

Un último segmento de la curatoría está enfocado en la migración campo ciudad, la posmemoria y el retorno al campo. El encuentro con el “otro” ahora se encuentra explícitamente mediado por el paso del tiempo, por objetos, por relatos de otras personas, por la vigilancia del pueblo, por el deseo de indagar en la herencia familiar. Susurros (2024) de Antonio Llaneza y Ius del tiempo (2025) de Roberto F. Canuto y Xu Xiaoxi poseen un protagonismo de sujetos jóvenes, que además de ser artistas y universitarios, son de una belleza hegemónica digna de casting de EuforiaElite, para públicos de Netflix, o incluso Bel Ami o Helix, para los más sofisticadamente sórdidos.

En el primero, Ulises vuelve al pueblo donde nació después de 5 años en Berlín. El corto apela a los indicios, a que conectemos con la vigilancia del pueblo e interpretemos maliciosamente las miradas sutiles como signos delatores. En el verosímil estereotipado del corto, no es necesario escudriñar silencios y gestos, pues inevitablemente el encuentro entre el protagonista y el sujeto más guapo que se topa en el pueblo culminará en un encuentro sexual. Sin embargo, lo más valioso es el desenlace: el encuentro ocurre fuera de campo, en un edificio ruinoso y la ficción concluye con un primer plano difuso y ambiguo. El rostro del protagonista se encuentra entre sombras y se esboza un sutil tono violáceo, que sugiere solapadamente que el encuentro fue coherente con la atmósfera amenazante del pueblo, es decir, que culminó en una golpiza.

            Lus del tiempo está protagonizado por Luca, un joven fotógrafo que viaja a un pequeño pueblo para investigar, en el marco de una asignatura universitaria, sus raíces. Desde el epígrafe habrá una vinculación con la etiología y la cámara fotográfica del protagonista se obsesionará con la escuela del pueblo, con edificios ruinosos y particularmente con Xuan, el anciano al que le está arrendando una pieza. Luca inicialmente estará mimetizado con la casa de Xuan, sus prendas se funden en aquellos colores y a medida que avanza el corto se incorporará otra arista que lo distancia de aquel espacio, el deseo. En un giro notable, deseo de identidad y deseo sexual se funden en la figura de Xuan, cuando el protagonista descubre un escándalo del pasado. El anciano, en su juventud, había tenido un encuentro sexual con un profesor. Esta noticia gatilla una fijación secreta de Luca por su anfitrión y particularmente con su archivo fotográfico. Sin embargo, el corto establece como antagónicos el deseo sexual y el deseo de identidad, pues su fusión deriva en un signo de fatalidad. Mientras Luca concretaba un encuentro sexual por Grindr, luego de pasar horas pegado en la aplicación, Xuan agoniza y le pide ayuda por teléfono, sin respuesta. El final se torna abrupto y adquiere súbitamente un carácter de horror cósmico: luego de que una vaca mira tétricamente a la cámara y una vez muerto el anciano, Luca se apropia del álbum fotográfico de Xuan que será proyectado en los créditos.

3

La identificación celebratoria como ideal se confronta con filmes que elaboran precisamente lo contrario: las zonas difusas, el desarraigo, la desidentidad, el nomadismo. Efectivamente, aquellos rasgos pueden generar la identificación de un público cuya visión de mundo apunte a aquellos ideales de vida. Pero aquello sería contradictorio, pues incorporaría de manera forzada como identidad estable aquello que para las ficciones es, más bien, un ruido o excedente que se resiste a ser reducido como conclusión. La identificación celebratoria, entonces, se enfrenta a ficciones que incluso cuestionan los modos de vida alternativos como certeza. La contradicción sería, en síntesis, hacer del desacato norma y de la fuga, identidad. El arte muestra su resistencia a ser encasillado, acotado por consignas rígidas y aquella imprevisibilidad es precisamente de donde surge su valor.

Pier Paolo Pasolini vio nítidamente este fenómeno: ya no hay nada de gozoso en el sexo, aseguraba, pues este se volvió “la satisfacción de una obligación social, no un placer contra las obligaciones sociales”. Pasolini se refirió al sexo, pero en las derivas que puede tomar actualmente su reflexión este se vuelve progresivamente intercambiable con otros fenómenos asociados, como la identidad, el deseo, la sexualidad. Al identificar la incorporación del erotismo a las lógicas del incipiente neoliberalismo, como la afirmación identitaria y el consumo de cuerpos, Pasolini hizo de la polémica y la heterodoxia frente a los consensos el horizonte de su crítica cultural. Incluso cuando estos eran cuestionadores de un orden o asociados a grupos marginados.

Roland Barthes afirmaba que “nuestra tarea de intelectuales no es de politización, sino crítica de sentidos, de crítica del sentido”. Aunque la causa sea justa ante tanta infamia, el riesgo de la complicidad y la identificación celebratoria es tornar al eventual críticx cultural sexo-disidente en un intelectual orgánico de una escena artística. O peor aún, volverlo una caja de resonancia de una causa política contextual o un escalón en la inserción de artistas en circuitos legitimados.

Por aquel motivo, precisamente, recordamos a Pier Paolo Pasolini no solo como poeta, cineasta, escritor, e intelectual, sino como un ejemplar crítico cultural.

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