Hace algún tiempo uno de los ritos que hizo babear (“se me sale la babita/ yo no lo puedo evitar)”) a los antropólogos fueron las ceremonias celebradas en torno al año nuevo. No es de extrañar, pues se trataba en la mayoría de los casos de rituales fascinantes que lograban condensar de forma excepcional la expresión primordial de los pueblos. En muchos de ellos, la renovación del ciclo anual demandaba a la comunidad volver a ejecutar el mito cosmogónico mediante el cual se narraba el comienzo del mundo. De esa forma las exequias del año que moría eran prácticamente indistinguibles del alumbramiento del año que germinaba. Su bautismo, sin embargo, debía dirigirse hacia atrás, hacia el tiempo mítico en que las fuerzas motrices crearon de la nada o del caos, aquel amasijo parlante, sexuado y efímero que es el ser humano. El gesto de remontarse al génesis es paralelo a la necesidad de “recrear” las circunstancias que propiciaron el advenimiento del ser. Hablamos del tiempo sagrado y circular que está obligado a volver al inicio para recomenzar su curso infinito. Es casi siempre en esos mismos relatos donde se evoca aquellos mitos acerca del paraíso o la edad de oro, donde existía una sociedad idílica, donde campaba la abundancia, la paz y la justicia entre las personas. Al invocar aquella imagen al comienzo del nuevo año no es difícil comprender que aquel guiño hacia el pasado realmente entrañaba un deseo que se proyectaba hacia el futuro.
La cultura occidental capitalista, de la que empiezo a creer, no somos más que un ingenuo colgajo (uno que paradójicamente mantiene en pie la idea misma de una cultura global unificada y sólida, que no existe sino para las élites económicas traducida en términos de mercado), también tiene sus propios mitos de fin de año. Por supuesto, se desarrollan alrededor del consumo y el individualismo. Simulacros de bienaventuranzas, profuso cotillón, una fiesta exclusiva y un animal del horóscopo chino que nos permita comernos el mundo de un mordisco el próximo año, deglutirlo, y cagarlo más tarde encima de nuestra competencia. Irónicamente, esta celebración marcada por el diapasón del mercado, resulta mucho más estática que la de aquellas culturas que recibían el año que comenzaba como una nueva oportunidad para soñar con una mejor sociedad.
Los tres primeros de enero a los que le dedicamos esta primera entrega de material en La Raza Cómica poseen ese arrollador impulso de darle a los comienzos un sentido de cambio absoluto. Así, por cierto, quisiéramos leer nuestro propio nacimiento como medio de comunicación. Nos referimos a una dimensión utópica que consideramos imprescindible para observar nuestro siempre complejo panorama social. La solidaridad, y el simbolismo latinoamericanista que ánima estos tres sucesos: revolución haitiana, cubana, y el alzamiento zapatista, enhebra entre ellos un horizonte común de expectativas. La estrategia que subyace en todos es arrebatarle el sentido hegemónico a una celebración popular. De ahí que subvertir los métodos de alienación de la clase dominante nos parezca una estrategia tan atractiva como eficaz. Desde nuestra humilde, aunque no por eso menos pujante tribuna, aspiramos a hacer de la cultura popular una trinchera de lucha. Sin duda estos tres hitos de nuestra historia nos inspiran en esa tarea.
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Equipo Editorial LRC