Un mito grecolatino relata el singular castigo que sufre la ninfa Eco de manos de la diosa Era. La grave afrenta cometida por la desafortunada beldad fue haber servido de celestina a Zeus, el esposo de aquella. Su principal cometido era distraer a la siempre suspicaz deidad, mientras el dios del trueno salía a perseguir a jóvenes mortales, su pasatiempo favorito. Una vez descubierto el ardid, la colérica divinidad, que poseía un especial talento para infligir escarmientos, condenó a Eco, quien la deleitara con sus dotes de narradora, no a la mudez, sino peor aún, a ser incapaz de articular una frase por cuenta propia, limitándose a repetir la última palabra de su interlocutor. Pero esa no sería la única calamidad que padecería la ninfa. Un buen día, el joven Narciso se internó en el bosque en el que moraba la desdichada. Incapaz de poder expresar el violento sentimiento de amor que le inspira el bello efebo, Eco se va consumiendo poco a poco, hasta que su piel se deshilacha en el aire como una voluta de humo, y lo único que queda de su desolada figura, es aquella tediosa condena acústica de replicar la palabra ajena. Narciso en tanto, descubre su reflejo en la superficie del agua y se enamora de su imagen. Intensa, desgarradora, e imposible, la pasión lacerante que profesa hacia sí mismo, lo lleva ahogarse en la posa, sumergido en la contemplación de esa ondulante máscara líquida.
El mito resulta interesante para observar las dinámicas miméticas que adoptan ciertos creativos, no ya creadores, en la industria del entretenimiento en nuestro país. Recientemente, el canal católico se vio envuelto en una polémica al darse a conocer la investigación que realiza la brigada de delitos intelectuales de la PDI, tras la acusación hecha contra su área dramática de haber plagiado la idea de su última teleserie Veinteañero a los cuarenta. Más allá de la discusión, para nada estéril, de cómo la noción de propiedad intelectual es un evidente apéndice de la de propiedad privada, la querella, bajo las leyes de mercado que rigen el lucrativo negocio de las teleseries, no carece de sustento. Los guionistas que la presentaron, integraban un taller de escritura dramática organizado por la estación, dentro del cual su idea fue rechazada y posteriormente inscrita por quienes dirigían dicho espacio de creación. Frente a sus narices comenzó la promoción de la nueva teleserie que, en términos monetarios, no sólo significa un gran negocio para el canal, sino que además incide en el crecimiento del capital personal de los protagonistas, que podrían llegar a convertirse en bien cotizados rostros comerciales. Hoy por hoy, la colusión de los grandes capitales, posee también una podrida complicidad con los actores más populares de la pantalla chica. Ni hablar ya, de la sostenida publicidad a las tarjetas de crédito que la pléyade televisiva anuncia con una sonrisa truculenta y zalamera. Es cierto, no son la causa del endeudamiento que sufre la gran mayoría de la población chilena, pero en ningún caso son entes imparciales de ese flagelo, a estas alturas, endémico. Ahora bien, regresemos al asunto que nos convoca. Uno de los argumentos en contra de esta acción legal, consistió curiosamente en uno que podría esgrimirse contra toda forma de propiedad intelectual. Éste manifestaba que la idea de un personaje principal que despertaba de un coma después de muchos años era una historia de ficción que no le pertenecía a nadie, puesto que existen muchas películas, en su mayoría malas cabría agregar, que han echado mano a ese mismo recurso. De pronto, pareciese como si los habilidosos asesores legales del canal católico hubiesen descubierto la intertextualidad. Imagino que un abogado aficionado a la literatura podría incluir en el alegato que el reconocimiento, o la anagnórisis, en griego, que es el elemento central que anima este tipo de relatos, se remonta hasta la Odisea, en donde Ulises regresa a Ítaca después de una larga travesía para recuperar tanto su patrimonio como a Penélope, su esposa (bienes indistinguibles para los antiguos griegos y para los actuales miembros del opus dei). Una vez ahí, basta reemplazar la fórmula ¨coma profundo¨ por ¨viaje lleno de vicisitudes a la guerra de Troya¨ y ¡caso cerrado! La doctora polo no lo podría hacer mejor. Incluso, se podría ir más lejos, a decir verdad, siempre se puede, y citar en la audiencia a Paul de Man o a Derrida, y deconstruir por completo el espurio sustrato que anima la noción de origen.
Para ser honestos, digamos que la idea no es sólo manida, sino que en manos de cualquiera de los poco ocurrentes guionistas chilenos resulta insípida. Y no se trata de que un concepto trillado se convierta a priori en un bodrio. No hace mucho El reemplazante demostró cómo con una estructura rayana en el cliché, en la que un profesor novato se hace cargo de un grupo de estudiantes conflictivos, se podían hacer grandes cosas. Y, sin embargo, apuesto mi hígado, o aquel pequeño tejido que aún no ha hecho necrosis, a que ninguno de los escritores, ni los demandantes ni los demandados, estaban dispuestos a ocupar el recurso desde una perspectiva semejante a como lo hizo la alemana Good bye Lenin (2003). El enorme potencial que poseen los juegos narrativos que involucran a la temporalidad y sus respectivas oscilaciones entre la desilusión y el porvenir son desperdiciados. No por nada el protagonista cae en coma el 89, escamoteando así cualquier alusión a la dictadura. Pese a esto, aún podría haber sido interesante formular la crítica acerba sobre el neoliberalismo edulcorado y supuestamente democrático que instaló la clase política a costa del pueblo chileno. Ese, sin más, sería el principal extravío del personaje: cómo el excesivo individualismo, el afán privatizador, la competencia como valor absoluto y el aspiracionismo como patología extendida, afectan incluso nuestras relaciones interpersonales. Ese sería un conflicto que dado los acontecimientos que hemos presenciado durante los últimos años, debería ser capaz de interpelarnos a todos. Pero no, todo se diluye en una melosa e infumable historia de amor que, sin embargo, exhibe una tímida, y más bien intuitiva, pugna de clases, al interior eso sí, de aquella masa informe que llamamos clase media. El protagonista pertenece a una familia con poses aristocráticas, sumida en una decadencia irreversible y exponencial, mientras la de su amada se sostiene gracias a un emprendimiento. Resulta fácil observar cómo se pretende dar la impresión de una dicotomía aguda entre estratos sociales más que disímiles, incompatibles. Sin embargo, aquel antagonismo no es tal, pues ambas estructuras, una obsoleta –que, poco sutil, emula el tiempo detenido que caracteriza la condición del personaje principal- y la otra en ascenso, pertenecen al imaginario de la clase dominante. Esta falsa escisión no es más que la fantasía de una suerte de evolución al interior del devenir hegemónico. Estos cambios repletos de slogans vacíos están hechos desde una perspectiva económico/moral que su posición les permite adoptar como único parámetro: atrás el rancio conservadurismo de sus padres, aquí el radiante liberalismo de los hijos.
Los guionistas, que de seguro pertenecen a mi generación, están en su mayoría empantanados con una cultura gringa ochentera, que fue la que vieron, al igual que yo, en esas interminables horas frente al televisor durante su niñez y juventud. No dudo que la generación de recambio de Sabatini, que fue después de todo, un autor mucho más cercano a la literatura en general, y al realismo mágico en particular, se nutre de ese tipo de referencias. La gran mayoría de ellas provienen de una cultura pop hoy por hoy indisociable a ese mercado que tiene a la nostalgia como principal seña de identidad de sus productos. No hay nada extraño en eso, pertenecemos a la generación que está poco a poco ubicándose en el centro del público con capacidad de compra, o endeudamiento, que viene siendo lo mismo, y bien lo saben los comerciantes, que conocen de sobra nuestros descomunales hábitos de consumo cuando de bienes culturales se trata (desde un concierto hasta el diseño de la carcasa del celular). Es esa matriz comercial la que subyace en las tramas de muchas de las teleseries que ha transmitido la tv abierta durante los últimos cinco años. Pareciera que ha logrado instalarse el indigesto refrito de una nostalgia de “cine en su casa”, que no apela a nada más que a ser reconocible a partir de un torpe guiño a la niñez y a la adolescencia, pero que no logra reapropiarse de manera inteligente de aquella evocación sentimental. Hablo de un tipo de apuesta que fuese capaz de revelar algún elemento medianamente interesante de nuestra sociedad. No hace mucho, una teleserie de TVN protagonizada por Diego Muñoz, ese fallido híbrido entre Benjamín Vicuña y Gonzalo Valenzuela, contaba la historia de un dueño de casa desempleado, que soltero y con tres hijas a cuesta, debía disfrazarse de mujer para conseguir trabajo. La idea, subsidiaria de películas como Tootsie y Papá por siempre, abordaba la precaria situación laboral del personaje principal, de la peor forma posible. Por supuesto, no me refiero al tono de la teleserie, faltaba más, por mí que la hubiesen hecho musical. Me refiero a la empresa donde, por exigencia de la trama, debía transcurrir la peripecia. Se trataba de una gran cadena de supermercados (un Tottus, filial de Falabella, para ser más exactos). Es decir, los guionistas se las habían ingeniado, y eso quizás debamos reconocérselo, para transmitir de lunes a viernes, un comercial de poco más de una hora, por la otrora señal estatal.
Biselemos esta última punta y digamos que, respecto a la cultura global, de fuerte influjo estadounidense, los creativos de la televisión abierta, se comportan como Eco frente a Narciso. Embobados ante una belleza superflua, son incapaces de proferir una palabra original, condenados a repetir todo aquello que pronuncian los labios de aquella cultura metropolitana que ignora por completo su existencia. De modo similar, la monstruosa industria norteamericana no permanece indemne dentro de esta relación asimétrica que establece con las expresiones de los demás países que, sino ignora, subvalora o desprecia. Al igual que Narciso, su perdición consiste en esa enfermiza y obsesiva fijación que sostiene con sí misma. Es esa aflicción la que le impide levantar la vista del diáfano charco en que inclina el rostro y observar alrededor suyo. Ese solo gesto le permitiría descubrir esa preciosa dialéctica creativa que permite entablar diálogos con otras voces y territorios. Se trata de una lección que los buenos artistas del tercer mundo han comprendido a partir de una reflexión surgida desde las condiciones siempre precarias y relegadas de su oficio.
Queda todavía por preguntarse si es posible extrapolar estas arteras provocaciones a un campo menos obvio que el de la televisión criolla. En ese sentido, podría leerse ese filón del cine nacional que goza del reconocimiento en el extranjero como una variante más sofisticada de este mito. Pienso en las propuestas de ciertas apuestas cinematográficas como las de Matías Bize, interpretándolas como un Eco de los circuitos independientes que, para nada marginales, han sabido conquistar un espacio en la cultura metropolitana. Mencionaba la sutileza de este tipo de transacción de imaginarios porque ya el género independiente es en sí mismo una respuesta a la industria masiva y comercial. Se trata entonces de un Narciso mañoso, que es plenamente consciente, desde una perspectiva posmoderna si se quiere, de que es su propio reflejo el que llena de mimos y atenciones. ¿Es esta sensibilidad capitalista global la que premian los festivales de cine independiente en el extranjero, y de la que Chile es un aventajado alumno? De ser así, todo es halago en ese juego de espejos, en donde la superficie tercermundista en la que deliberadamente se refleja la escena independiente, es la mejor garantía de su espurio multiculturalismo.
Mientras tanto, en lo que a teleseries se refiere, parece ser que la única apuesta realmente original es la que está haciendo Megavisión. La estación privada, fundada por el empresario cómplice de la dictadura Ricardo Claro, destaca como la legítima heredera de la ideología de la UDI popular. Y que no nos extrañe si incluso sobrevive al partido. Sus propuestas dramáticas parecen estar empeñadas en orquestar una apología a las fuerzas armadas en un país demudado por los pactos de silencio. Papá a la deriva, giraba en torno a los marinos, y Pobre gallo, hace lo propio con los carabineros por estos días. En esta última, uno de los personajes que pertenece a la institución vive un conflicto cuando recibe la visita de sus padres mapuches (no hay comentarios, o quizás sí, uno cifrado en una onomatopeya muy chilena: ¡plop!).
Que esas sean las apuestas que le estén dando una vuelta a una idea nacional en las ficciones televisivas es muy, muy, vergonzoso. Y, por cierto, para nada sorpresivo.
Continuará…
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