/ por Cristián Pacheco
Sumergirse antes que rompa la ola, ir por la noche a los juegos del pueblo, caminar por la playa hasta la siguiente caleta, comprar lo que sea en la feria artesanal. Preguntar por pitos al hippie vieja escuela, perder una luca en los traga monedas, comer churros y papas fritas, jugar naipes viendo el festival. Mandarse un mariscal, visitar el centro cultural, sacarse la arena y volver a la ciudad.
Desconectarse, viajar a un lugar desconocido, descansar. Esas serían las características fundamentales de unas vacaciones, eso pienso al menos. Todas palabras cruzadas por el prefijo des, cuya utilización son la negación, el exceso, la privación o la inversión de la acción a un estado precedente. De eso trata esta crónica, este viaje, y pese a que voy camino a Iloca no incluye al «zafrada», tampoco al caballo que le regaló Camiroaga. No se hagan ilusiones.
Siempre me ha gustado hacer señas por la ventana, fantasear con que alguien te despide hasta un encuentro próximo. No es una burla, es la emoción del viaje, también es la soledad. La distancia es perfecta, treinta páginas, una película insufrible sobre un niño que habla con caballos y el bus ya entra a Curicó. Bajar, cruzar el andén, subir a un mini bus con la mochila a cuestas y mirar por la ventana dos horas más.
No es una micro turística, y su parte frontal no tiene más que pinitos de eucaliptus colgando del retrovisor. Ni santitas, ni discos, tampoco plumas o atrapa sueños. No hay nada exótico, sólo señoras de rodillas en su asiento lleno de bolsas y batiendo la lengua hasta más no poder. Vamos lento, porque donde el diablo perdió el poncho cada huella de camino puede ser una pará.
– Yapo mamá – No – Yapo, deja subirme al tagadá – Te dije que no – ¿Y el próximo año? – No sé, ahí vemos. Se acabó el verano para ti. Harto que lo pasastes bien. Sin hacer na’ –
Mamá e hija se bajan en La Pesca, localidad donde desemboca el río Mataquito, a la que se llega luego de pasar por Hualañé y Licantén. Desde la micro se ven kayaks y camionetas cuatro por cuatro sobre la arena. No me bajo, no tengo tiempo, además mis prejuicios sólo ven rubiecitos sonrientes que muestran su mano haciendo un vaivén con el meñique y el pulgar. Desde la ventanilla se ven grandes y antiguas construcciones de adobe. La ruta costera es estrecha y a cada lado se abre un panorama muy familiar. Coloridos locales comerciales, juegos de playa y potes de mariscal a luca. Nada puede salir mal.
Dejé mi mochila en la primera residencial. Diez lucas es un buen precio para una pieza con vista al mar, justo frente a la playa con más quitasoles, donde la abuelita con las muñecas en la cadera cuida con ojo de águila al cabro chico juguetón. Toalla al hombro, chalas en la mano, me apuro sobre la arena caliente en dirección al mar. Lo primero que hago es respirar, escuchar el rugido, dejar que el agua alcance los pies para sentir ese cosquilleo que genera el retorno de la ola bajo el talón. Saco una foto, la subo a facebook y apago el celular.
Un grupo grande de gente se acerca a la orilla. Curioso saco la cámara y justo antes de encuadrar a todos usando la mano como visera me habla un hombre con apariencia de viejo lobo de mar. Me recuerda a mi abuelo borracho, el de esa familia con la que no me interesa hablar.
– Tiene que estar enfermo – ¿Ah? Quién? – El lobito que anda ahí – ¿Dónde? – Ahí pues, entre las olas. Se acercan cuando están perdidos o cuando se enferman –
El tipo es de Curicó, tiene una cabañita a la que llega todos los años a relajarse un rato con la vieja -me dice-, refiriéndose a una señora que veo más atrás recogiendo conchas de mar. Me describe un pueblo tranquilo, con olas bravas, pero donde se puede bracear. Hay que fijarse en la espuma, eso indica donde es más fuerte la corriente. La arena golpea fuerte las canillas, así que aprovecho de interrumpir su orgulloso monólogo sobre el hijo milico para preguntarle sobre el clima.
– Son tres días de viento -, responde con absoluta seguridad.
1.- Vuelvo al sur
Iloca es lo que denominan un clásico sector playa campo, bosque mar, no sólo por el abrupto corte entre la arena y los cerros verdes, también porque se ven chupallas, se escuchan rancheras y pasan familias enteras sobre el station vagon o la terracan. La región del Maule tiene la mayor tasa de analfabetismo del país y, al menos en cuanto a votos, la izquierda es la decé. Pienso que es la zona donde la cultura popular tiene sus mayores contradicciones, y sus menores disputas. Seguro algo de esto debe haber inspirado al amigo piedra, del que más adelante voy a hablar.
Me siento bastante cómodo caminando por la avenida principal. De lado a lado se ven paletas y pelotas de playa, también miles de artesanías traídas en conteiner e inscritas con el nombre del pueblo. Varios locales ofrecen hacer trenzas y tatuajes, los menos venden figuras religiosas. De todo ellos cuelgan cubetas y palas para hacer castillos en la arena. A cada cuadra un almacén, en cada poste un celular. «Cabañas equipadas» dice el letrero que sostiene en la vereda un viejo que de seguro es local.
Junto con la caída del sol se desarman carpas y se sacuden mantas. Un niño se cambia ropa detrás de la toalla que sostiene su hermana mayor, una esposa limpia la arena de los pies de su marido, una abuela agita su mano para que los cabros porfiaos se dejen de mojar. Palmeras, palmeritas, grita el último vendedor. Todos vuelven a sus casas. Yo paso por una churrasca de esas típicas de la zona, con queso y camarón.
Por la noche, y esta es una imagen que todo sureño va a reconocer, familias completas avanzan por los caminos interiores hasta la avenida principal. Veraneantes y locales se reconocen en la feria artesanal. En sus pasillos me encuentro con los pocos rastas que al parecer nunca se fueron, los artesanos peruanos que desde años viajan por el verano desde Santiago al litoral. Me reconozco en los adolescentes reprimidos que miran timoratos a las jovencitas que pasean con el papá. Collares, pulseras, bananos y chaucheras. Chocolates, juguetes, pipas y matacolas. Un mundo de colores, arte por acumulación, un paraíso de imágenes que cualquier hipster quisiera en su Instagram. Es parte de la vida cotidiana veraniega en la ruta costera que une desde Tirúa hasta Navidad.
Después de las botillerías y un poco más allá de los kioscos que venden papas fritas empiezan los juegos de playa. Primeros los clásicos: el de los tarros y las pelotas de pantimedia, el del rifle y los dardos, varios taca-taca y el de los peluches donde es imposible no ganar. Un poco más allá empiezan los de verdad. La montaña rusa, los botes inflables chocadores, la rueda para enamorados y el tagadá. Un puesto llama mi atención, un hombre mayor micrófono en mano, sobre una montaña de premios, canta los números de la lotería. Por quinientos pesos elijo un cartón y me dan un puñado de maíz para marcar mis aciertos. A ver cómo anda el azar – digo -, lo mismo piensan las viejas que del otro lado de la calle están enviciadas con el casino popular.
– Y vamos a buscar el ambo ahora, dos número en la corría. Con el número: 24, solito el 3, 24, fatalito el 13, 73. Allá tienen ambo. Está bueno, se paga. Hay otro más, aquí nos cagaron esta vuelta parece, como que nos juimos de perdices. Y estamos listos. Vamo’ a buscar el terno ahora, el que sigue la consigue, tres números en la corría. Con el número… –
2.- La caminata y el funeral
A buena hora empieza a funcionar el pueblo. Compro un poco de pan amasado y me voy a la playa a disfrutar de la soledad. Camionetas, caballos y gallinas han transitado por la arena negra que caracteriza el sector. Son más menos cinco kilómetros hasta Duao, la segunda caleta artesanal más importante del país, la misma que después del tsunami rebautizaron como caleta «Felipe Cubillos». Cosa rara que quiero investigar.
Camino por la playa a pocas horas antes de que se cumplan seis años del terremoto y tsunami, esa época en que la tele se llenó la boca diciendo que éramos todos y todas chilenos por igual. Mientras me alejo rumbo a Duao, estruendosos bronces militares anuncian por alto parlante algo que parece de la mayor urgencia:
// Gobierno provincial y la municipalidad de Licantén informan. Esta es una prueba del sistema de sirenas. Repetimos, sólo una prueba del sistema de sirenas //
Camino junto a vendedores de helados, abanicos, quitasoles y otros productos para capear el sol. También me encuentro con otras playas, de esas donde hay letreros que dicen «recinto privado», donde hay retroexcavadoras que rompen el cerro, hoteles lujosos con piscina frente a la playa y horribles esculturas de madera con las que intentan pasarse por resort.
Antes de llegar a la zona pensé que me iba a encontrar con muchas ruinas, pero son pocas las construcciones de material ligero. A un lado del pueblo las mismas mediaguas, del otro lado grandes cabañas y hoteles de piedra con vista privilegiada. A todos quienes pregunto me dicen que nadie murió en la zona, que la ola entró de lado, que el río aminoró su impacto, que entró zigzagueante, que por eso la destrucción fue desigual.
Al llegar a Duao pueblo, una fila interminable de autos, camionetas y micros va en sentido contrario. Más tarde me enteraría que ese día ninguna embarcación salió al mar. Los pescadores están de duelo por la muerte de un familiar, así que en el pueblo se ven en su mayoría turistas, de los con plata sólo para la merluza frita y de los con moto en el picap.
– Saliste reina -, le gritan desde la pescadería a un hombre que con peluca rubia y trenzas camina de lado a lado ofreciendo cuchuflí y barquillos. Todos se ríen, nadie es indiferente al Festival de Viña, tema obligado por estos días, no sólo en redes sociales. – Mentira, fue mi hermana, yo soy «El Luli» -, se defiende con dignidad.
En Duao se construye un nuevo muelle. Un joven pescador me explica que la caravana va rumbo al cementerio, a tres kilómetros entre los cerros. También me explica que Felipe Cubillos es un hombre respetado porque fue el nexo con la empresa privada, canalizando la ayuda económica a las familias del sector, lo que les permitió reparar sus botes, su herramienta de trabajo y reanudar su incansable viaje al mar.
3.- El amigo piedra
En la orilla norte del río Mataquito, junto al puente colgante y a metros de la empresa celulosa que por años contaminó el balneario popular, se encuentra el único centro cultural que hace homenaje a Pablo de Rokha. Lamentablemente no tiene mucho que mostrar.
En el exterior, una solemne estatua de madera entusiasma, pero dentro me encuentro con siete fotos enmarcadas, dos solo, dos con la familia, una con Winett y dos en la muralla China, además de una descripción de wikipedia, con subrayado azul y todo. Lo más interesante es el libro de visitas donde pequeños y grandes celebran la oferta turística y el acceso a «lo cultural».
– Falta más información sobre el poeta y una percha en el baño para la cartera -, firma una señora que paseaba días atrás.
Es la hora de la despedida. Me subo al bus camino a Curiyork, luego hago el trasbordo de regreso a la capital. Pienso que no deben pasar muchos días antes de volver a viajar.
¿Santiago terminal? Sí, terminal.
Perfil del autor/a:
Buenísima crónica