/ por Luis Guichard
Han pasado dos semanas desde la presentación de Natalia Valdebenito en el Festival de Viña del Mar y aún es sorprendente pensar en cómo aquella rutina de humor logró tanta aceptación en un espacio tan hostil y por mucho tiempo vinculado a los sectores más conservadores y reaccionarios de Chile. El regocijo nos invade al trazar el significado de que una mujer aparezca televisada declarándose feminista frente a las miles de personas contenidas en la figura del “monstruo”. Más aún la ovación que recibe tras hacerlo. Estas escenas no son habituales en nuestro país; por ello, que esta rutina posee un valor en sí misma es un hecho. Más allá de las críticas con respecto a los estereotipos reproducidos en su texto, celebramos y agradecimos que el escenario de la Quinta y el monstruo estuviesen alineados en nuestra vereda para decir lo que tantas y tantos hemos intentado decir en nuestras casas, en nuestros trabajos y en las calles.
Pero, lamentablemente, estos actos simbólicos −que podemos reivindicar por las redes sociales− no significan que la violencia se detenga. De hecho, los coletazos pronto vieron la luz. Tras la rutina no tardaron en circular réplicas por dichas redes, tales como “mañana el aseo/desayuno estará más crujiente”. Una vez más, el humor se vio investido de su lapidario machismo para referir a ese lugar en que las labores del género constituyen un imperativo y un “deber ser” naturalizado, el que no distingue entre trabajadoras, pobladoras, universitarias o transexuales. Allí, las mujeres, quienes sean, “cumplen” su función social a costa de todas las formas de violencia que recaen “naturalmente” sobre ellas.
La realidad no deja de golpearnos. El pasado domingo 6 de marzo, nos enteramos del quinto femicidio en lo que va del año perpetrado en el país, en la comuna de Maipú. Silvana Sepúlveda Durán, de 41 años, fue asesinada durante una discusión producto de los celos de Francisco Marchant, su pareja de 64 años, quien luego se quitó la vida. Silvana tenía un hijo de tres años que presenció el crimen. Silvana nos recuerda que la rutina de Natalia estuvo dedicada a todas las mujeres que “no lo estaban pasando muy bien en sus casas”. Pensamos en Silvana, de nuevo, probablemente asesinada tras un largo recorrido de agresiones y abusos por parte de su pareja, por no actuar como la propiedad de un hombre. Muchas veces se nos dice que el femicidio es un acto que ocurre en la esfera privada, como si en el espacio público la violencia estuviese contenida, incluso reprimida.
Pero la violencia se exhibe y conforma una continuidad entre lo privado y lo público: las últimas semanas lo demuestran. La Nueva Mayoría dilata su promesa de despenalización del aborto en tres causales (violación, inviabilidad fetal y riesgo de vida de la madre), un piso mínimo al que adhieren prácticamente todos los países del mundo, pero que en Chile sigue pareciendo un horizonte lejano. Y esto ocurre porque dentro de la misma coalición, la Democracia Cristiana, con Soledad Alvear a la cabeza, baraja todas las alternativas, estén o no a su alcance, sean más o menos fantasiosas o legítimas para atentar contra el proyecto y contra las mujeres. En concreto, presenta tres “alternativas”: una de ellas promueve el acompañamiento de las mujeres violadas por parte de una pareja. ¿Qué quiere decir esto? La posibilidad de que una pareja pueda disuadir a una mujer de abortar, para ser ella (la pareja) la que posteriormente adopte al recién nacido. Es evidente la brutalidad del sesgo de clase, y también racial, que un proyecto de este tipo trae consigo. Sabemos que la mayoría de las mujeres forzadas a tener hijos tras una violación son jóvenes pobres y de sectores rurales, envueltas en intrincadas redes de violencia que pocas veces pueden ser denunciadas. Alvear nos demuestra que es posible hacer política estando contra todas aquellas mujeres que alguna vez ha dicho representar ‒además, recordemos que Alvear, sin ocupar hoy ningún cargo político, tiene el poder de presentar proyectos al Congreso‒.
Pero la violencia hacia las mujeres está lejos de limitarse a un problema circunscrito a nuestras artificiales fronteras nacionales. La semana pasada, dos jóvenes argentinas, Marina Menegazzo y María José Coni, fueron asesinadas en Montañita, Ecuador, mientras viajaban juntas; ese “juntas” que señala indirectamente “sin un hombre” y que también se convirtió en un “solas”, al parecer una razón socialmente aceptada para comprender que las violaran o asesinaran. Hace pocos días nos enteramos del brutal asesinato en Honduras de la dirigente social Berta Cáceres, férrea defensora de los derechos de los pueblos indígenas y activista de las luchas por la conservación del agua y la tierra frente a los proyectos desoladores que arrasan con los recursos naturales de nuestro continente.
Pareciera ser que el día a día nos exige contar los cuerpos de las mujeres asesinadas como si de una lista de supermercado se tratase. El feminismo ‒el mismo del que Valdebenito se siente parte‒ implica desnaturalizar y organizarse para que no sea una suma de listados, de mejores o peores condiciones, de más o menos inclusión. Este feminismo no es exclusivo de hoy, sino que trae consigo la historia de las mujeres organizadas, la historia de una complicidad que transita de lo privado a lo público.
Lo que pareció una simple rutina de humor tuvo mayor impacto y relevancia simbólica porque quienes denunciamos la violencia que viven las mujeres en Latinoamérica sabemos que esto va más allá de que “nos metan el pico”, como tantos humoristas “politizados” nos lo recuerdan –ciertamente, la connotación negativa del ser penetrado integra el repertorio común de una sociedad patriarcal como la nuestra−. Natalia Valdebenito nos recordó que las mujeres luchan diariamente por ser las dueñas de su existencia en el ámbito sexual, laboral y familiar, y que en esa lucha nos reconocemos. Este 8 de marzo, salir una vez más a la calle es comenzar otro año de organización: despatriarcalizar es un horizonte al que muchas entregamos parte importantes de nuestras vidas. Por Silvana, Marina y María José, por Berta y por cada mujer asesinada bajo este sistema que pone en riesgo a diario la vida de quienes se mueven fuera de los márgenes de lo esperado: ¡arriba las que luchan!
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La raza