/ por María José Clunes
O lo que es lo mismo, seres biológicamente determinadas para reproducir, cuidar, ser limpias y sensuales con el fin de que un macho las seleccione y fecunde. Aunque suene burdo, lo cierto es que cada uno de estos estereotipos define el “ser mujer” hoy, y de cada rol asignado se desprende una guía de funciones que cumplir y que, a pesar de nuestra resistencia, opera como un marco de convención sobre la mirada y las exigencias que pone la sociedad neoliberal y patriarcal sobre las mujeres.
De ahí que, ante un nuevo 8 de marzo, cuando se laurea a las hembras por existir, sea interesante reflexionar sobre nuestro pasado de luchas, nuestras demandas actuales y las futuras, tanteando en qué medida esta estructura ausente –que imagino como un triángulo, pero que puede tener más aristas– establece límites a las posibilidades que concebimos del “ser mujer”, con lo que nos arrellanamos en los roles más clásicos asignados a la feminidad.
Para partir, cabe aclarar que una mirada feminista no debiera privilegiar una arista del “ser mujer” por sobre otra; en cambio, habría que reconocer que, según determinados contextos, la reflexión y la lucha dada en función de cada uno de estos estereotipos (así como aquellos racistas y clasistas) ha significado grandes logros para las mujeres en la historia. Particularmente en Chile, el movimiento por la libertad de decidir ser madre o no o la lucha de las trabajadoras de casa particular –que tras la figura de Ruth Olate muestran una larga trayectoria de nutrida organización– han conseguido interpelar a la visión hegemónica sobre la desigualdad que oprime al sexo femenino, en relación a la capacidad de discernimiento y derechos que se nos reconoce. Así mismo, el silencio que ha regido sobre la sexualidad de las mujeres nos habla del estereotipo que quizás más nos cueste procesar: la puta.
Respecto de cada esquina del triángulo se presupone una actitud que debiera poseer una “buena” mujer. Así, la mamá es una mujer abnegada que desplaza sus intereses por los de sus hij@s, la nana maneja a la perfección la “retaguardia de los oficios domésticos” -citando a Roque Dalton en «Para un mejor amor»- y la “puta” sabe cómo encantar y satisfacer –cual objeto– a un otr@. Ahora bien, a pesar de que en la actualidad se cuestiona la disposición de las mujeres a ser mamás ante todo o la disponibilidad por vocación de las trabajadoras de casa particular (reconociendo la necesidad de regular su labor como cualquier otro trabajo), existe todavía una deuda respecto a cómo vemos e imaginamos la sexualidad de las mujeres, pues en esa reflexión se atraviesan grandes tabúes. Esto facilita que hoy nos encontremos ante posiciones pendulares, que reivindican la soberanía sobre el propio cuerpo y la liberación sexual femenina a la vez que cuestionan el sexo administrado como un modelo de producción de ingresos propio, como es el caso de las trabajadoras sexuales.
No es mi intención hacer una apología del trabajo sexual como única alternativa a la opresión del goce femenino, sino preguntarme por la base de los acuerdos que construimos al interior del feminismo, poniendo el acento en aquellas formas del “ser mujer” que aún no encuentran cabida en la reflexión y discursos que elaboramos. En estos, la reivindicación de cierta particularidad de nuestros cuerpos que nos hace soberanas omite muchas veces la diversidad que en torno al sexo puede existir (tal como ocurre en el caso de lesbianas, transfemeninas o masculinas).
Estas omisiones son comprensibles cuando caemos en cuenta de que recién en los albores del siglo XXI hemos sido capaces como sociedad de cuestionar la atribución de ciertos roles sociales a las mujeres –como el ser madre o cuidadora del espacio doméstico– y la valoración desigual de éstos. Queda aún camino por recorrer, sobre todo en torno a cómo comprendemos la vivencia de la sexualidad. En esta materia, es fundamental relevar la diversidad, pues la reivindicación esencialista en torno a la biología femenina (que a veces acarrea la reapropiación sobre el cuerpo que viven muchas mujeres en la actualidad) termina sacralizando y negando la posibilidad de imaginar siquiera otras formas de ser mujer.
La vivencia de la sexualidad femenina, su liberación dibujada en un marco de exacerbación del deseo, es aceptada cuando se trata de la vida privada de las mujeres, mas es fuertemente criticada si traspasa al espacio público. Así, la mujer que decide cobrar por ejercer el rol femenino de objeto sexual, y trabaja a partir de su cuerpo –la trabajadora sexual– no es reconocida como sujeta en esta sociedad; el rol de puta es permitido sólo en tanto se utilice para satisfacer a maridos en nuestras camas o para mantenernos firmemente como solteras liberales.
Cuando hablamos del goce y el deseo femenino, la discusión sobre el trabajo sexual es sólo una de estas aristas que nos queda por resolver. Y tal vez sea la más (in)visible por lo pronto, en tanto todas las mujeres hemos lidiado alguna vez con la puta –ya sea al ser juzgadas o juzgar a otras por su conducta sexual–, mientras un grupo importante decide lucrar con una conducta sexual diferente y por ello es invisibilizado, victimizado o criminalizado.
Para estos y otros debates y otros a librar al interior del movimiento feminista, se hace necesario desarrollar una perspectiva integradora capaz de observar aquella normalización de nociones que distan de la realidad, haciéndonos cargo de construir nuestras propias categorías, puesto que el patriarcado ha hegemonizado lo que es posible pensar y lo que no, más aún en el ámbito de nuestra sexualidad. Se requiere una mirada sobre lo que nos constituye como mujeres, capaz de observar estos elementos de modo específico y situado, a la vez que reconociendo su multiplicidad e indeterminación, de manera que podamos construir discursos con la potencialidad de abordar la dinámica del “ser mujer” y no reducirla a sus componentes mediante un análisis reduccionista basado en juicios de valor.
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La raza