/ por Alicia Alonso Merino
Desde hace siglos, para las mujeres el castigo se ha aplicado en forma de encierro. Las “Casas Galera” en España, las “Casas de Recogidas” en México y las “Casas de Corrección” en Chile encerraban por igual (y principalmente) a vagabundas, mendigas y prostitutas, es decir, mujeres pobres que vivían fuera del control masculino y del “encierro” doméstico.
La separación entre delito y pecado hasta hace poco no estaba clara. Las mujeres habían infringido la ley robando, blasfemando, prostituyéndose, mendigando o rebelándose contra sus amos. Pero haciéndolo, también se habían «desviado» de su rol de mujeres. A la vez, habían defraudado el comportamiento socialmente impuesto y, en ese sentido, cometido dos faltas graves: infringir una ley penal y transgredir una norma social .
Eso explica que las mujeres al ser castigadas con la prisión sufran una triple condena:
La primera condena es la condena social. Cuando una mujer comete un acto delictivo rompe con el rol de esposa obediente y madre ejemplar que la sociedad le ha asignado. La sociedad en su conjunto reprocha con más dureza a la mujer que al hombre cuando comete un delito, porque al delinquir e ingresar en prisión la familia queda en el abandono y, por lo tanto, la mujer “incumple” con esa obligación primordial que le ha sido “encomendada”.
La segunda condena es la condena personal. La mujer presa va a sufrir un terrible desarraigo con su ingreso en prisión. Dado que eran ellas las que sostenían la unidad familiar, en la mayoría de las ocasiones, su pérdida de libertad va a implicar la desintegración de la familia (hijos e hijas y esposo). Esto último no siempre sucede si es el hombre el que entra en prisión, ya que son ellas las que mantienen el rol de “cuidadoras”.
La tercera condena es la propiamente penitenciaria. Las cárceles son instituciones de control social y encierro pensadas por hombres y para hombres. La población mundial de mujeres encarceladas gira en torno al 2 y al 9% , por lo que al ser minoría, sufren el olvido y son un ámbito ignorado tanto por los medios, como por los estudiosos y, por supuesto, por el Estado. Al ser pocas estadísticamente, no existen cárceles para mujeres en todos los lugares y muchas veces tienen que cumplir su condena lejos de sus lugares de arraigo familiar.
Junto a todo esto, se les aplica de forma indiscriminada las medidas de control y vigilancia existentes en las prisiones de hombres, sin que estas medidas se ajusten al peligro real que representa la población femenina, exigiéndoseles más docilidad y sumisión que a los propios hombres. Por eso cualquier conducta de rebeldía o enfrentamiento con la Institución Penitenciaria se sanciona con más dureza. En efecto, el patriarcado también se traduce en castigar con más dureza la desviación de la norma de las mujeres dentro de las cárceles.
Lo anterior, pese a que el perfil criminológico de la mujer delincuente es diferente al del hombre: es muy inferior el empleo de fuerza, violencia o intimidación en la comisión de sus delitos y cuando estos se cometen contra las personas (parricidio, infanticidio, etc.) no suele haber reincidencia. Los delitos de las mujeres son, en su mayoría, delitos de personas que carecen de poder y viven en la exclusión y el empobrecimiento. En las prisiones chilenas nos encontramos con que hay una sobrerrepresentación de aquellas mujeres con escasos ingresos, drogodependientes, extranjeras y aquellas que han sufrido violencia a lo largo de su vida.
Por otro lado, el patriarcado se extiende también al ámbito sexual. En la cárcel se restringe el derecho de la mujer a ejercer libremente su sexualidad cuando para la concesión de visitas íntimas se les exige buena conducta, pareja estable, exámenes de VIH y métodos anticonceptivos. Lo que les discrimina respecto a sus compañeros varones, a los cuales no se les exigen tantos requisitos.
Desde la entrada en vigor en el año 2005 de la Ley de drogas, las cifras de mujeres privadas de libertad se han multiplicado. De 4.270 condenadas en el 2005 se ha pasado a 9.579 condenadas en el 2013 (más del doble). De las cuales un 11,4% son extranjeras. Casi la mitad de las mujeres presas lo está por delitos de tráfico (41% en el año 2012), lo cual implica por un lado condenas elevadas y, por otro lado, la dificultad de acceso a los permisos y a la libertad condicional (que sólo puede solicitarse cumplidas las 2/3 partes de la condena). Estos datos son un ejemplo claro de la desproporción punitiva donde entra en juego la construcción del delito, la construcción del delincuente y el carácter selectivo de las instancias de control penal.
Además, aunque resulte obvio, es importante recordar que las reclusas tienen diferentes necesidades biológicas a los hombres. La menstruación, el parto y las consecuencias de la menopausia requieren atención médica especializada en diferentes momentos de su vida. Los regímenes penitenciarios muchas veces no tienen en cuenta estas especificidades. Carecer de agua en una prisión es igualmente una vulneración de derechos, pero que afecta de forma diferente a un hombre que a una madre lactante o a una mujer con la menstruación.
Diferentes normativas internacionales abogan por la propuesta de medidas alternativas al encarcelamiento de las mujeres embarazadas o con hijos e hijas de corta edad. En Chile, las madres condenadas con hijos o hijas menores de 1 año, pueden optar por tener a sus bebés con ellas si la cárcel tuviera sala cuna. Los daños sicológicos del encarcelamiento y posterior separación en las guaguas y las madres son incalculables, sin entrar a contar los costos económicos y el problema de quien se hace cargo después del bebé.
Por último, mencionar que los talleres formativos y productivos que se imparten, refuerzan el rol doméstico (corte y confección, peluquería, manualidades, cocina…) y no les prepara realmente para un trabajo en el exterior.
Si como se comprueba en la práctica, la cárcel no tiene una utilidad preventiva, ni disuasoria, ni facilita la reinserción, entonces nos preguntamos, qué sentido tiene la cárcel para el caso de las mujeres. En la mayoría de los casos se trata de delitos menores y sin uso de la violencia en donde los costes del encarcelamiento son mayores y suponen una causa de exclusión directa. Además, en muchos casos, ellas no necesitan de “rehabilitación” sino de una pronta integración a su vida familiar y social con acceso a los recursos sociales básicos para evitar el delito. Es necesario tomar conciencia de los costos que tiene la prisión para las mujeres y para la sociedad en su conjunto y optar firmemente por medidas y alternativas que supongan opciones diferentes a la privación de libertad.
Como hemos visto de forma esquemática -y sin ánimo de ser exhaustiva-, la situación que las mujeres viven dentro de las cárceles continúa siendo un reflejo de las situaciones de discriminación que estas soportan en el exterior.
Mientras se sancione igual situaciones que no lo son, se reproduce una situación de desigualdad real y profunda que necesariamente debe ser cambiada.
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La raza