/ por Daniela Larraín
“Ciertamente, estamos apresados por la lógica del alfabeto. La instrucción nos lleva de la mano por la senda iluminada del ABC en el conocimiento. Pero más allá del margen hay un abismo iletrado […] Sonidos que se camuflan en el pliegue del labio para no ser detectados por la escritura vigilante”
Pedro Lemebel (1)
Hace un tiempo conversaba con un compañero que criticaba los actuales movimientos asociados a la etnicidad, no por lo que la categoría “etnia” confiriera, sino más bien porque muchos de los grupos con los cuales trabajaba habían perdido algunas tradiciones y valores indígenas, cuestionando así ciertas acciones que no eran coincidentes con su identidad ancestral.
La propuesta presentada a continuación es justamente un intento de subvertir esas matrices definitorias que se anclan a lógicas coloniales y que siguen persistiendo impávidas hasta nuestros días. No sólo en relación a los mencionados grupos indígenas, sino también a su intersección con configuraciones relacionadas al sexo/género, que esconden historias sin historia y son parte de los cimentos utilizados en la construcción de alteridad. El feminismo poscolonial, de esta forma, se instalará como una alternativa que abre la posibilidad de pensar y cuestionar las lógicas diferenciales que han determinado la categoría de sujeto y han oscurecido el legado colonial en la relación de sexo, género, raza y clase social.
Para entender lo anterior, es preciso notar que la colonialidad ha devenido un hito histórico para nuestra región no sólo por el acto de dominación jurídico-administrativo que se impuso hace unos siglos en el territorio, sino también, y con intensidad persistente, por el efecto de otro tipo de administración: aquella que opera en los cuerpos y en el despliegue de subjetividades específicas. Éstas, a través de enunciaciones, categorizaciones y prácticas definidas han cimentado las bases de nuestro abecedario actual.
El patrón de poder que se estableció durante el proceso colonial exigió cierta clasificación social que permitiera la mantención del control y con ello el advenimiento del nuevo sistema político, económico, social y cultural que se deseaba albergar. Con ello, emergieron nuevas categorías de diferenciación entre conquistados y conquistadores, entre las cuales, la raza ocupó una posición principal. La idea de raza, como construcción, posibilitó la elaboración de una diversidad subjetiva donde era posible dimensionar la humanidad de los sujetos y su posición social de manera natural, lo cual, aparejado a las necesidades de producción, coincidieron con nuevas formas históricas de regulación del trabajo y sus productos (2) . Bajo ese sustrato era posible precisar qué actividad debía realizar cada sujeto en pos del proyecto civilizador, definiendo las condiciones y su intensidad.
Junto a ello, podemos observar en un estudio realizado por Giudicelli (3) cómo las principales investigaciones antropológicas desarrolladas en el S. XIX se cimentaron en un equívoco, dado que identificaron y clasificaron a los grupos indígenas a partir del mapa trazado ya por el trabajo colonial. Tomando criterios positivos como la lengua y el territorio que habitaban, parte de la antropología decimonónica estableció las principales categorías y distinciones étnicas de algunas regiones, obviando que tales criterios fueron delimitados con anterioridad para la regulación e integración en la cartografía colonial. Si lengua y territorio fueron inicialmente definidos de manera estratégica para la construcción de fronteras y el control de unidades sociales (con finalidades misioneras y de encomienda), algunos antropólogos tomaron dichas distinciones como naturales fijando a los grupos indígenas en clasificaciones atemporales y esenciales basadas en, como afirma Giudicelli, una “ucronía primordial”.
Con ello, si en un principio el discurso colonial construyó imágenes rígidas de los sujetos que permitían, a través de una taxonomía particular, fijar la jerarquía y el orden social, los análisis posteriores perpetuaron dicha naturalización.
La raza no sólo se convirtió en una de las estrategias para justificar la práctica colonial, sino también en una forma de orden que facilitaba la imposición del nuevo patrón de poder. El establecimiento de una organización binaria basada en una determinada racionalidad, que a partir de la diferencia de caracteres biológicos justificaban lo desigual, se convirtió en marca de lo humano y una herramienta eficaz para definir otras experiencias de subjetividad como el género y la condición social. Posiciones como indio o español, salvaje o civilizado, hombre o mujer quedaron definidos y anudados por una naturaleza esencial y ahistórica que era imposible revocar. Ni hablar de mujeres indias, o mujeres negras, donde la nefasta combinatoria las sentenciaba a la condena de la doble nominación.
En relación a esto último cabe declarar, que muchos de los trabajos pasados asociados a la crítica colonial interpelaban la noción de raza y sus efectos en la subjetividad, olvidando el impacto de éstos en otras configuraciones sociales. La categoría de género y su intersección con el estatuto de raza durante años estuvo fuera del cuestionamiento social, desatendiendo los efectos de la diferencia colonial en la mujer y las exigencias de una nominación binaria en relación al sexo/género (4) . Así, quedaron en la penumbra las implicancias de dicha interseccionalidad, evidenciada en la vulneración a los cuerpos femeninos racializados, formas de trabajo específicas y la relegación a un significante vacío que daba cuenta de su inexistencia. A la vez, la imposición categorial del sexo/género rechazó comprensiones que escapaban a esta realidad, como la alusión a la dualidad genérica de la machi en los mapuches (5) o la ausencia de determinadas categorías genéricas en Yoruba, otra región colonial (6), permitiendo instalar la diferencia de género como parte del orden social y con ello justificando la subordinación.
Desde entonces, género y raza se han articulado con la situación de clase siendo ubicados en un lugar que hasta hoy no se ha logrado deslocalizar. Frente a lo anterior es preciso cuestionar esas categorías nominales, históricas, e instalar su arquitectura y efectos como parte del legado colonial. Acciones desiguales en torno a la idea de raza y género, son una vez más formas de dominación que dan cuenta de la rigidez del lenguaje e identidades inmutables definidas desde un principio heterónomo que ha sido reapropiado y que han logrado establecer criterios para el manejo social. No obstante, el problema no es el adjetivo en sí, sino la máquina que sostiene la construcción de tales categorías basadas en la diferencia natural y que con el tiempo, al no ser cuestionadas, siguen reproduciéndose en torno a relaciones laborales y sociales. No es azar, de este modo, las actuales condiciones en el país de muchas inmigrantes latinoamericanas, la violencia y discriminaciones que aún persisten en alusión a la raza, o desacertadas manifestaciones como la señalada al principio de la columna donde se espera una identidad atemporal.
Este mecanismo se sostiene en lógicas binarias y jerárquicas que se suman a posiciones patriarcales donde la enunciación declara nombres saturados de significado que taponean ese abismo de posibilidades que da cuenta de otros espacios de devenir.
Frente a ello, el sujeto es reducido a categorías lingüísticas donde su naturalización fue uno de los grandes efectos de la colonialidad y que siguen sosteniéndose en las actuales políticas de la identidad nacional. Dichas acciones nacionales tienden a predeterminar a los individuos bajo la premisa de que su defensa exige nociones definidas de subjetividad, sin darse cuenta de que es la institucionalidad la que crea alteridades históricas, pensadas como esenciales, que es necesario cuestionar. De este modo el indígena debe mantener ciertos valores ancestrales considerados esenciales de su identidad o si no perderá el reconocimiento escasamente ganado, o defender derechos enmarcados sólo en la comprensión de lo étnico, sin mediar la posibilidad de nuevos estatutos de lucha política.
La mal llamada lucha de las nuevas identidades se han transformado en luchas por un reconocimiento que los estados persisten en clasificar y normar, sin dar paso al cuestionamiento de categorías rígidas que impiden pensar los cambios históricos que han devenido en la actualidad. Tales acciones son un resabio colonial que ha permitido la administración de subjetividades para la regulación nacional, donde las categorías fijas y sin alternativa de modificar han quedado como una huella en nuestras formas de decir y pensar, legitimándolas a través de nuestro actuar.
El feminismo poscolonial busca visibilizar esa clasificación, instalando también el cuestionamiento por las nominaciones ancladas al género/sexo y sus efectos en la clase social. Aparece, por tanto, como una apuesta a la apertura, a la fractura de esas nociones conceptuales y de construcción subjetiva que sostienen la diferencia desigual, dando paso a la multiplicidad. Se presenta como una resistencia a lógicas binarias, jerárquicas y patriarcales que persisten como fuerzas trasversales y que ciegan la posibilidad de fugar.
Con ello no quiero decir que la búsqueda de instancias políticas sea un terreno infértil y amparado siempre en la lógica colonial, sino más bien que es necesario analizar y cuestionar las formas de identificación histórica que se han producido a través de sistemas nacionales /o globales/ de alteridad. Estos han determinado la construcción del otro, sosteniéndose en distintas premisas que llevan a que dicha enunciación trascienda los discursos locales.
La búsqueda de esa fuga descolonizadora permitirá pensar nuevos espacios de relación y comprensión social, donde lo político sea repensado a través del cuestionamiento a las racionalidades que determinan y los sujetos que se construyen para administrar.
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(1) Lemebel, P. (2013) “El abismo iletrado de unos sonidos” en Poco Hombre/Obras escogidas. Pág. 40-42 Ediciones UDP. Chile
(2) Ver Quijano, A. Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En libro: La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas Latinoamericanas. Edgardo Lander (comp.) (2000) CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, Argentina.
(3) Giudicelli, C. (ed) (2010). Fronteras Movedizas. Clasificaciones coloniales y dinámicas socioculturales en las fronteras americanas. México, Zamora: Colmich, CEMCA.
(4) Lugones M. (2008) Colonialidad y Género. Revista Tabula rasa. Bogotá Colombia. Nº 9: 71-103.
(5) Goicovich, F(1998). El Género Femenino en la Sociedad Mapuche de los Siglos XVI y XVII: ¿Una Subordinación Permanente?. III Congreso Chileno de Antropología. Colegio de Antropólogos de Chile A. G, Temuco.
(6) Ver Lugones M. (2008) para otros ejemplos.
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La raza