/ por La Butifarra
Durante los últimos meses hemos escuchado, con interés por cierto, la discusión generada a partir de la tramitación del proyecto de ley conocido como “agenda corta”. Aunque lo más bullado de éste han sido las modificaciones que sufriría el control de detención, no deja de parecerme extraño que nadie, o muy pocos, reparen en la profunda transformación que el mentado proyecto introduce a toda la lógica del sistema penal, especialmente al tratamiento de los delitos contra la propiedad.
No quiero desconocer la preocupación y el impacto ciudadano y mediático que genera éste tipo de criminalidad y, podría extenderme de manera lata sobre las verdaderas causas que, a mi juicio, provocan esto último, gran parte de ellas asentadas en la ignorancia y la manipulación de un discurso de seguridad pública que ha sido tradicionalmente monopolio de los sectores conservadores y que tanto rédito electoral les ha significado en los últimos años a sus representantes.
El polémico proyecto anuncia modificaciones en los delitos contra la propiedad de mayor connotación social, basado en estadísticas que no citan, y sobre las cuales establece reglas especiales en la determinación de la pena para robos, hurtos y receptaciones; castigando especialmente la reincidencia en esta clase de hechos y aumentando la punición en otros, acentuando de esta manera, la penalidad de los delitos que cometen los sectores menos privilegiados social, educacional y económicamente.
Claro está, la población de Santiago Uno con procesos pendientes, no se coludió con el resto del penal para perjudicarnos con sumas siderales que podrían pagar, por algunos años, la gratuidad de la educación en nuestro país. Tampoco facilitaron, por ejemplo, dineros a candidatos que luego les devolverán la mano favoreciendo leyes que los dejen en libertad, ni falsearon asesorías para obtener dineros de “mecenas” que no pagarán impuestos por tan generosa donación.
Presupuestos como aquellos son igualmente graves y, sin embargo, nuestro legislador quiso responder únicamente a las preocupaciones de un sector, castigando bajo una lógica distinta, a la mal llamada criminalidad común. Visto así, podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que “el enemigo” a decir de la teoría doctrinal de Günther Jakobs, en Chile tiene rostro, y es el de los más vulnerables.
Esta nueva lógica deja ver, además, un fuerte sesgo de clase, porque al menos para Jakobs el enemigo es un sujeto indeterminado, que abandona voluntariamente las normas establecidas en el ordenamiento; para el autor no existen diferencias entre la criminalidad convencional y la de cuello y corbata. Pero nosotros le pusimos broche de oro a una teoría de por sí altamente cuestionada, perfeccionando el modelo y, peor aún, transparentando un discurso incorrecto e ilegítimo, el de la desigualdad.
En tiempos donde parece escaparse por la ventana la credibilidad de las instituciones, resulta insensato jugar con normas que deslegitiman un sistema que sienta sus bases, justamente, en la idea de que para la ley somos todos iguales, aunque claro está y por desgracia, como diría un viejo profesor de mi escuela: “unos más iguales que otros”.
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La raza