/ por Matías Marambio
I
Llevo varios años en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Primero –y hasta el día de hoy– como estudiante, luego como parte del amplio boletariado académico en formación. Fue ese el espacio de mi formación política primera: la movilización estudiantil contra las diversas manifestaciones de la educación de mercado que aglutinaban la lucha antes de ese parteaguas simbólico del 2011 (y digo simbólico porque creo que todavía estamos procesando las consecuencias políticas reales –y no tanto las deseadas– de ese proceso). En paralelo aconteció mi acercamiento al feminismo, en esos años a partir de lecturas inquietas, afines a eso que se llamaba/llama disidencia sexual, y siempre más cercanas al interés por configurar un marco teórico que a la participación directa en un conflicto.
Con la coyuntura del 2011, sin embargo, lo que era una inquietud pudo adoptar una forma organizativa más identificable (la Secretaría de Sexualidades y Géneros, Sesegen), sin que por ello emergieran luchas específicas que marcasen la praxis feminista. Durante todo este tiempo había sido necesario trajinar una cierta complicidad entre quienes nos reconocíamos colas, lesbianas, o simplemente mujeres hartas de los mandatos patriarcales dentro y fuera del espacio universitario. De nuevo, aquí el discurso y la elaboración ideológica tuvieron primacía por sobre confrontaciones visiblemente arraigadas en lo cotidiano. La incidencia en lo que puede denominarse la agenda política del movimiento estudiantil vino después, de la mano de reflexiones sobre la educación no-sexista y la integración más concienzuda –pero no por eso siempre exitosa– en la orgánica del sector. En una rememoración rápida no recuerdo que la palabra acoso haya sido un eje, a pesar de que cabía dentro de lo que caracterizábamos como la trama patriarcal dentro de la educación. La historia nunca se mueve en tempo homogéneo, ni menos aún manifiesta para sus actores la claridad prístina de lo que vendrá más adelante.
II
Los últimos meses de 2015 son los que me llevan a esta recolección de la trayectoria breve del feminismo estudiantil en la Facultad de Filosofía y Humanidades. Leer a contrapelo el transcurso del tiempo es la mirada a contraluz que sólo resulta posible hoy. Desde ese momento hasta ahora el escenario político de la Facultad cambió drásticamente: la denuncia de María Ignacia León por acoso y abuso de poder contra Fernando Ramírez, académico del Departamento de Ciencias Históricas, nos obligó a buscar palabras para dotar de sentido a un acontecimiento que nos reveló eso que todos sabíamos que estaba ahí, enquistado en nuestra cotidianeidad, pero que habíamos sido incapaces, hasta ese momento, de atacar políticamente. A la denuncia siguió un sumario que derivó en la expulsión de Ramírez (aunque las apelaciones y la sanción final por la Contraloría General están pendientes), además de nuevas denuncias, la más visible de las cuales es contra Leonardo León, ex director del Departamento de Ciencias Históricas e involucrado en otros casos en la Universidad de Valparaíso.
Cuesta pensar la mejor forma de hacer un recuento mínimo de un proceso que sigue aún bastante abierto. Pero ello es necesario para auscultar qué ha cambiado para el feminismo en esta pasada y qué nos dice de su futuro al interior de los espacios académicos.
Entre finales de octubre e inicios de noviembre de 2015 se dio inicio a un proceso de movilización a raíz de la acusación contra Ramírez. Una de las primeras reacciones se produjo en el Consejo de Facultad del 13 de noviembre: tras una sesión extensa de día viernes, con varias horas de discusión encima, se planteó públicamente la existencia de un sumario en curso, para desconcierto de gran parte de quienes integraban el Consejo. Cuesta calificar la postura de las autoridades de otra manera que no sea “defensiva” o “burocrática”. La línea de ese momento era que la institucionalidad funciona, que aquí no se ha protegido a nadie, que es necesario cautelar el debido proceso y la presunción de inocencia y, ante todo, que no habría una postura oficial del decanato con tal de imponer una visión autoritaria. Tras eso vino una respuesta oficial tibia, con algunas menciones y comunicados, pero sin mayor pronunciamiento político o capacidad de conducción, postura que contrastó de forma ostensible –evidenciando, a mi juicio, una mezcla de demora, confusión e insensibilidad– con las instancias biestamentales (estudiantes y segmentos de académicos) de Ciencias Históricas y las iniciativas del Comité de Ética de estudiantes de pregrado. Sumémosle a eso la difusión de un instructivo llamado “Qué hacer en casos de acoso sexual”, cuya elaboración experta y perspicaz recomendaba denunciar en Carabineros o Investigaciones si es que la agresión ocurría fuera del campus.
Llegado el verano no había claridad sobre el cumplimiento de los plazos que fijaba la reglamentación administrativa del sumario, y la resolución final sólo se conoció ya iniciado el primer semestre de 2016, y fue comentada en un nuevo Consejo de Facultad el 8 de abril. Se anunciaron ahí dos medidas: la apertura de un sumario general para investigar denuncias por acoso, a cargo de una académica externa a la Facultad, y la modificación del Comité de Ética ad hoc, ahora con participación triestamental. Revisando las actas del primer Consejo, no deja de provocarme risa el excedente de ironía histórica que comporta todo este ciclo: muy poco de lo que se decidió como iniciativa para hacer frente al acoso ya había sido sugerido en las discusiones formales e informales que se tuvieron tras la denuncia de María Ignacia León. El drama de la historia nunca es generoso en el balance de la confrontación entre inmovilismo y crítica.
III
Confrontar el acoso no es cosa fácil, y eso es algo que pertenece al repertorio de lugares comunes en la política anti-patriarcal. En una agresión se manifiestan las complejidades del patriarcado: las llamadas “zonas grises” que dan pie a la auto-victimización, a la invisibilidad, al cuestionamiento de los testimonios (y las acusaciones de haber dado señales equívocas), al silencio cómplice o la lisa y llana incapacidad de las instituciones de conceptuar el acoso como una realidad que puebla las relaciones jerárquicas que se producen al interior de la universidad. La imagen del acosador como un extraño, un pervertido o un violador patológico que secuestra mujeres en medio de la noche cumple la función de ocultar la prevalencia de prácticas que hemos llegado a naturalizar. Justamente esta presencia cotidiana le otorga al acoso un carácter a la vez obsceno y grotesco: recuerdo a Leonardo León comentando cómo encontró a su mujer “sentada en el pico de [su] mejor amigo”, o su cara de pasmo al ver a dos de mis compañeras dándose un beso en el ágora, decepcionado y angustiado por la virtual imposibilidad de que él pudiera ser objeto de deseo. Nunca dijimos o hicimos nada, hasta ahora. En definitiva, ¿cómo es que nos armamos de coraje para confrontar lo que nadie más parece ver, sobre todo si el agresor es esa persona que vemos todas las semanas? Careciendo la Facultad –y la Universidad en su conjunto– de canales y políticas claras, todo se vuelve cuesta arriba.
En un escenario así, la respuesta estudiantil fue tan sorpresiva como contundente. Rápidamente se estableció el principio de apoyo a las víctimas y la validación de sus testimonios como uno de los pilares del combate contra el acoso. En un contexto que institucionalmente desprotege a las víctimas, ganar la pelea por la legitimidad social de la denuncia es estratégico, lo mismo que visibilizar las instancias que sirven para la reproducción de la violencia patriarcal al interior de la institución, como parte misma de su existencia. Durante el curso de la movilización, incluso hasta el momento previo de la sanción a Ramírez, se apeló al rol que debían cumplir las instancias formales en la generación de una política sistemática contra el acoso, acogiendo las recomendaciones que la misma Universidad había señalado desde la Oficina de Igualdad de Oportunidades de Género. La Chile había sido incapaz de cumplir las metas –que no eran nada de ambiciosas– que ella misma se había fijado.
En efecto, en la interpelación institucional se instala uno de los primeros elementos que sirve para el balance. Lo que fue vivido como una disyunción insalvable a partir de los noventa –construcción autónoma v/s incorporación a la política pública– se formuló, en esta coyuntura, como la demanda hacia la institución de una colectividad movilizada a partir de instancias organizadas desde lo estudiantil (que son muestra, ellas mismas, de un grado propio de institucionalización, aun cuando de una índole distinta de la Universidad, pues la Sesegen no puede compararse en escala y formalización). Por lo tanto, no se trataba simplemente de pedirle al feminismo institucional que cumpliera su promesa (algo así como una reescritura del dictum habermasiano de la modernidad, que podría llevar el título “SERNAM: un proyecto incompleto), sino de un posible replanteamiento de esa (falsa) disyuntiva heredada por feministas de un tiempo histórico experimentado objetivamente como anterior, aun si es que subjetivamente no hay una conciencia tan clara de ruptura. Este replanteamiento no responde, creo, a una estrategia de construcción política deliberada, pues ha habido una buena cuota de improvisación y de manejo de crisis –el peso de la contingencia– en todo el proceso. Sus proyecciones, empero, me hacen pensar con más optimismo del usual, aun si queda por verse cómo será posible no caer en la trampa de las falsas exclusiones una vez que la agitación decaiga; siempre es posible que un paso para adelante sean dos para atrás.
IV
Cae de maduro preguntarse cuál ha sido el rol jugado por las instancias académicas que se han ocupado de investigar la dominación patriarcal y las desigualdades genérico-sexuales. Me gustaría decir que la brevedad de mis comentarios se debe a limitaciones de espacio, pero no es el caso. La extensión sólo podría deberse a una enumeración larga de calificativos que expresen la decepción frente al inmovilismo de instancias como el Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina (CEGECAL), de Filosofía y Humanidades, o el Centro Interdisciplinario de Estudios de Género (CIEG), de Ciencias Sociales. Las únicas dos intervenciones del CEGECAL en el curso del conflicto fueron asaz lamentables: el instructivo “experto” (con retórica de Fundación Paz Ciudadana) y una declaración aparecida muy oportunamente una vez que el decanato reaccionara, con descontento, a la reedición de un reportaje de The Clinic. El tono autocomplaciente del comunicado del CEGECAL era una expresión tácita de apoyo al manejo político de las autoridades de la Facultad. A esto se suman las intervenciones de algunas de sus académicas, que han defendido la idea de una “zona gris” en la que “no hay víctimas ni victimarios”, leyendo la movilización por el acoso como parte de una “agenda oculta” que respondería a intereses tan poco nobles como indefinidos; se trataría de personas que animan una casa de brujas “disparando a bandada”. Por último, y según leo en los medios oficiales de la Universidad, se ha puesto en circulación un “Manifiesto de mujeres de la Universidad de Chile contra el acoso sexual”. Ignoro quién lo habrá redactado, pero me cuesta no etiquetarlo de extemporáneo y de vago en su mención de los casos concretos de acoso que se han vivido en la institución.
Confieso que esta desconexión con el movimiento real y concreto de los hechos sociales es, cuando menos, desconcertante y, en su peor momento, riesgosa y reaccionaria. Los estudios de género –me cuesta decir “feminismo académico”, porque ni siquiera eso parece ser– han actuado como una retaguardia de la movilización mayoritariamente estudiantil. Ni siquiera en su versión de intelectuales orgánicas de la política pública (reconversión de las militancias ochenteras que aconteció a lo largo de la post-dictadura) fueron capaces de otorgar los insumos teóricos que orientasen la lucha contra el acoso. Las versiones de una “teoría de avanzada” en los estudios de género en Filosofía y Humanidades parecen remitirse más bien a una actualización bibliográfica precaria; Judith Butler y compañía ocupan un lugar de novedad al que se han sumado los trabajos del feminismo decolonial. Entonces, incluso la participación política substitutiva que debiera conformar la elaboración de discursos críticos es pobre e impotente al momento de manifestarse por la contingencia.
Quizá cabría hablar, por todo lo anterior, de una quiebra ético-política de los estudios de género. No estar a la altura de una las reivindicaciones que más ha aglutinado a la comunidad académica de la Facultad –y, me atrevo a decir, a segmentos crecientes del resto de las unidades de la Universidad– es un signo del fracaso de un proyecto, de su vaciamiento a lo largo del tiempo. Llego incluso a pensar si es que tiene sentido seguir alojando a los estudios de género en un espacio particular, siendo que parecen haberse enfrascado en la inmovilidad. La marcha de la historia dirá si es que este episodio tendrá algún tipo de consecuencias. Por lo pronto, sólo queda mantener las apuestas en otro sitio, ahí donde las claridades políticas parecen llegar siempre más tarde que los cambios efectuados por la lucha.
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