/ por Carlos Hernández Tello
En 1973, Luis Rivano publicaba un volumen de cuentos titulado El Rucio de los Cuchillos. En el cuento que da título al libro aparecía la siguiente declaración, enunciada por su protagonista cuando éste tiene en las cuerdas al choro más choro de la cana: “¡cómo se sentirían de orgullosos [los viejos guapos de la calle San Diego] si vieran que un flaite del mismo barrio tenía todo arrinconado a un choro de los firmes, de la población Los Nogales!” (Rivano 481). Seguramente el lector habrá reparado en el término “flaite” que adorna el fragmento de Rivano. En la edición de la Narrativa completa (2010) de este autor nacional, patrocinada por el sello Alfaguara, se anexa un glosario de términos del coa en el que se nos ilustra sobre el sentido que tiene la palabra “flaite” en los remotos años setenta: “Choro bien atildado”, es decir, un loco terrible pulento vestido elegantemente.
Han pasado más de cuarenta años y el término que otrora designara alcurnia en el mermado sector bajo, hoy el blanqueado mestizaje chilensis asocia con una lista interminable de vicios, pues flaite para el xenófobo y racista sujeto nacional designa lo delictual, lo punga, la ropa ancha marca Nike, las cadenas de oro, los aros brillantes, las camisetas del Colo-Colo o la Chile, la encía superior al aire libre con un dedo índice que se desliza sobre ella, una jerga incomprensible, una gestualidad particular, la “sonrisa eterna” dibujada por un sable, la sopaipilla en el pelo, etc., etc., etc. Reconozco que yo, sin ser xenófobo ni racista, sí he sido flaitéfobo. No obstante, una experiencia epifánica me ha hecho reconsiderar esta práctica y resignificar la categoría flaite, o al menos adicionar un par más de aspectos que podrían asociarse al término.
La escena tiene lugar en una feria libre de la Región Metropolitana. Dos flaites (lo digo con todo respeto, que quede claro por favor), uno con la camiseta del Colo y una mochila, el otro con dos aros brillantes y una polera ancha hasta dos dedos más abajo del poto, se acercan a comprar a uno de los tantos puestos que allí se instalan. Un apuesto joven miope los atiende. Éste, justo es decirlo, deja de prestar atención al resto de la gente que llega a comprar. Poco le importa que el nuevo ayudante, un inmigrante haitiano que habla un castellano acreolado, esté recién aprendiendo el milenario arte de atender a las caseras de la patria. El apuesto joven los observa, no les quita la vista de encima. Los señores flaites no se percatan de este examen, ellos sólo están concentrados en comprar. Escogen los productos, los ponen a la vista del miope; éste no percibe trampas, no hay indicios de engaño. Los señores flaites pagan, “Gracias hermanito”, “Gracias a usted” contesta el miope prejuicioso. En eso llegan dos pacos: los garantes del orden. Estamos salvados. Los venían siguiendo. “Dejen las bolsas en el suelo. Sácate la mochila. El carnet”. “¡Chaaaaaa! ¡¿Qué pasa mi cabo?! ¡La volaíta! Si ando comprando. ¿Cierto hermano que le acabo de comprar?”. El joven miope asiente y repara en que les acaba de entregar el vuelto. La policía verde no escucha. Está sumergida en el procedimiento. Poco les falta para revisarles hasta los calzoncillos. Termina la inspección. No encuentran nada y se retiran. Dos honestos flaites ultrajados por la fuerza pública. “Le dije al paco culiao que andaba comprando. Na que eer. ¿Cierto socito?” El joven miope nuevamente asiente.
Las conclusiones pueden ser muchas. Me quedo con una lección aprendida del ruso Iván Pavlov y el famoso condicionamiento clásico. Para quienes no sepan lo que es, puedo decir que es una respuesta que genera conductas a partir de la asociación de estímulos. Dicho de otra forma, el perro de Pavlov salivaba cada vez que percibía el olor a comida. Es lo que uno podría hacer con su perro en la casa. Si el canino se hace caca en la alfombra, le pego con un diario. En consecuencia, cada vez que aquél vea el diario asociará el hecho de hacer caca en la alfombra con el castigo y, por instinto de supervivencia, dejará de defecar en el tapiz de la casa. Creo que nuestra sociedad funciona igual al perro de Pavlov: vemos ropa Nike ancha, escuchamos un argot indescifrable, u observamos una encía al aire, y las alarmas se encienden: nos metemos las manos en los bolsillos, nos sacamos la mochila de la espalda y la ponemos adonde la podamos ver, las mujeres aprietan la cartera, se sacan los aros, en fin, miles de medidas de resguardo. Los garantes de verde fueron como el perro de Pavlov: comenzaron a salivar cuando vieron al par de flaites comprando y no pudieron evitar dejar de hacer uso del poder que les otorga el uniforme. Sin embargo, la lección es doble: por una parte, ya sabemos que lo flaite no necesariamente se asocia a la ropa ancha marca Nike, sino también a un atuendo verdoso adornado con luma y chaleco antibalas, a una policía hampona que obra criminalmente; y por otra, la detentación del poder, en el sentido que le da el DRAE, es también una conducta flaite que poco tiene que ver con la vestimenta, la gestualidad o el lenguaje verbal. ¿O no brother?
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La raza