/ por Chico Jarpo
Parte 1: Deadpool, partir por el final es siempre mirar el comienzo.
Es necesario comenzar consignando una verdad monumental y antigua como un molino (las aspas y el quijote se venden por separado). El grueso del cine comercial que llega a nuestras salas es, de manera inconsciente o explícita, una expresión de la ideología estadounidense. Lo que equivale a decir: neoliberal, globalizada y dominante. De modo que la historia de los diversos mitos cinematográficos norteamericanos sirve como obturador para poder apreciar una instantánea de determinadas circunstancias sociales desde un ángulo particular (que, a su vez, masifica y estandariza las perspectivas que pone en juego). La novela negra, y su posterior exitosa adaptación al cine, dan prueba de aquello. Ambos fenómenos culturales son, en ese sentido, materiales de primer orden para entender las convulsas condiciones, económicas y sociales, por las que atravesó el capitalismo durante las primeras décadas del siglo XX.
Una de las expresiones más longevas, no sólo de la industria cultural yanqui como fenómeno comercial, sino del modo en que ésta articula una estética característica a un sentir nacionalista e imperial es el cómic. Tal como en el cine, en él predomina la imagen, y de cierto modo su éxito en términos formales, está estrictamente ligado al celuloide. En ambos existe una visión amplia de mercado, con una difusión que tiene como objetivo democratizar la cultura, en aras de una mercantilización transversal de sus respectivos productos. Su proximidad al folletín es, en ese sentido, evidente. Se trata, a todas luces, de negociados que desde un principio se formulan a escala planetaria (y desde la fundación de las primeras editoriales dedicadas exclusivamente al género, cuyos albores se ubican en la década del treinta –Famous funnies 1934; Detective Comics 1937- no queda más que rendirse ante el indiscutible logro de sus aspiraciones).
El español Terenci Moix autor de Historia social del cómic observa que el auge comercial de la historieta se encuentra ligado paradójicamente a los difíciles años que suceden a la gran depresión del veintinueve. Es decir, las condiciones económicas adversas que azotan con particular encono a la mayoría de la población, generan una audiencia predispuesta a dejarse arrastrar por la colorida evasión que proponen las fantásticas viñetas de los cómics. Si bien es cierto, este devoto grupo de consumidores está constituido en su mayoría por niños y adolescentes, no deja de ser reveladora la asunción de esta proliferación de personajes invencibles durante tiempos tan indigentes. Detrás de esta aparente dicotomía, se encuentra la función más elemental del mito; esa donde una narración fabulosa es capaz de explicar al tejido social aquellos fenómenos que parecen misteriosos y amenazantes (y pocas cosas a inicios del siglo XX reúnen tal nivel de incertidumbre como la economía a los ojos del común de la población). Pero, examinado desde la actualidad, no es cualquier mito el que esta formulación estética erige; es, por sobre todo, el signo que expresa una vocación imperial. En otras palabras, el mito que instaura el cómic, no sólo es un catalizador que volatiliza la frustración que embarga a la generación de entre guerras, sino que es la proyección ambiciosa de un deseo de dominio. Es esa línea que trazan precozmente estas ilustraciones la que permite hacer un símil entre súper héroe y superpotencia.
Pronto, el estallido de la Segunda Guerra Mundial comenzaría a perfilar aquella figura mesiánica y profundamente sátrapa que nutre la estampa imperial. No obstante, hay que tener presente que los primeros escarceos de esta actitud son bastante anteriores, y que sus alardes de fuerza fueron practicados a costa de los pueblos latinoamericanos, tal como anticipase José Martí, ese entrañable héroe flacucho y sin capa. El papel del cómic como representación hiperbólica de esta fantasía de colonización, poco a poco consumada, resulta sintomático. No por nada, dos de las épocas más emblemáticas de su producción abarcan los periodos en los que se juega la consolidación definitiva de Estados Unidos en el panorama mundial: Edad dorada del cómic 1938-1956; Edad de plata 1956-1971. Tal es la magnitud de esta expresión artística, más allá de esta dimensión histórico ideológica, que no dudaría en tildarla de arquetípica de la cultura capitalista estadounidense y en cuya estela confluyen desde Warhol a las corrientes arquitectónicas vinculadas con el art déco gringo.
Valga todo esto como extenso preludio para abordar la actualidad de la industria. El cómic y el cine celebran hoy unas lucrativas nupcias que tienen como antecedente aquellas patentes afinidades estéticas que compartían por allá por la década del treinta. Es precisamente los 78 años que separan a Superman (al que ya me referiré en un próximo texto) de los 25 que tiene Deadpool, los que marcan una diferencia insalvable entre ambos. La cercanía de este último con la cultura global que instaló el capitalismo tardío explica el éxito que obtuvo la cinta frente al excesivo costo y menor recaudación que registró Batman versus Superman. Creado en 1991, post caída del muro, y en plena guerra del golfo, es decir, al inicio de la incursión bélica estadounidense en Medio Oriente, el personaje de la Marvel nace munido del ajuar que confiere el sentido de época predominante. Y durante los noventa ese fue sin duda alguna el que perfiló la corriente posmoderna. Esto quiere decir que la caída de los grandes relatos también afectó a la epopeya de, pongamos por caso, el “hombre de acero”. Pero en esos años, la de Deadpool es apenas una expresión emergente y marginal. Y, sin embargo, tiene a su favor la conciencia de saber cuál es la atmósfera cultural en la que le toca desenvolverse. Son los años del nihilismo narcisista, de las leyes del mercado como máxima imperante, y cómo no, del neoliberalismo estadounidense como garante de un dominio sin restricción ni resistencia. El mercenario, que oculta su cara, ya no para proteger su identidad, sino porque la tiene desfigurada, y que, mucho más interesante aún, ha decidido romper la cuarta pared, poniendo en aprietos la ingenuidad que hasta ese momento parece ser el intransable requisito del lector de cómic, son pruebas de la sintonía del personaje con su contexto histórico. Este viraje hacia la forma narrativa del género desata toda la artillería con que cuenta el meta relato, desde la fuerza de fuego de los estereotipos hasta el eficaz mortero de la parodia. Al parecer, el pregonado “fin de la historia” era tan solo el comienzo de la renovación de la historieta.
Su salto al cine este año, 25 después de su primera aparición como villano de los X-men, ha demostrado que el fermento de algunas de sus innovaciones resultó excepcionalmente efectivo. Llegado a este punto, habría que distinguir este producto cultural, fraguado en las temperaturas contemporáneas, de aquellos que, elaborados en otras épocas, deben recurrir a diversas artimañas para adaptar su peripecia a los tiempos que corren. El desafío no está destinado al fracaso, así lo demuestran los multiversos, universos paralelos de ficción donde se puede hallar incluso una versión soviética de Superman (Redson)[1], pero que en su mayoría se tratan de apuestas breves, imposibilitadas de modificar, por ejemplo, el hecho sustantivo de que el asesinato de los padres de Bruno Díaz es la causa del surgimiento de Batman (un argumento insoportablemente melodramático para estos días); o que los palurdos periodistas del diario El planeta no logren relacionar a su colega Clark Kent con Superman. Al parecer, la pompa de la capa (prenda solemne que remite a los atuendos militares de mayor rango) comienza a ser un anacronismo.
Es ahí donde Deadpool gana sin reservas. Premunida de un guión sardónico, con un mínimo intervalo entre chistes, que a ratos alcanza la velocidad de una sitcom, no solo ironiza con todos los clichés asociados a las adaptaciones cinematográficas del cómic, sino que se dirige sin vacilar su curso a su objetivo comercial: el adulto joven (los guiños a los referentes culturales noventeros son permanentes). En ese contraste, la testosterónica y oscura Batman versus Superman tiene poco y nada que hacer.
Por último, algo del desparpajo de este mercenario amoral, que reconoce su superioridad, pero rechaza cualquier atisbo de heroísmo, leído en clave imperial, parece señalar el prurito de una nueva conciencia hegemónica, esta vez desencantada y sin remordimientos. Dos de las frases que pronuncia el personaje para describirse– presumo – van en esta línea: “Sí, quizás sea súper, pero no soy ningún héroe” y “solo soy un tipo malo al que le pagan por machacar a otros tipos más malos”. Estamos, haciendo la correspondiente equivalencia, frente a la idea de una superpotencia a la que no le interesa justificar moralmente sus maniobras (hablamos sino del fin, al menos de la crisis, de aquella otra gran sentencia predicada en el cómic: “con un gran poder viene una gran responsabilidad”). Al contrario, aquí se abraza sin dilación la irrebatible superioridad, utilizando el argumento que ha sido facilitado por las leyes más crudas de la competencia: “si yo no lo hago, alguien más lo hará”. Es bajo las ínfulas de esta filosofía indolente y pragmática donde se puede explicar el fenómeno político de Donald Trump. Detrás de la máscara del imperio ya no está el abnegado vigilante liberal de quijada cuadrada y hoyito en la pera, sino la deforme fisonomía del megalómano. Y esa posiblemente sea, después de todo, el tipo de transparencia que requiere un antagonismo radical frente a la dominación estadounidense.
Epílogo de triste figura.
Quijote: ¿Qué vemos cuando miramos el molino? ¿Divisamos acaso el monstruo que se agazapa, resollando pesadamente detrás de su fachada? ¿Cómo se llama? ¿dónde nació? ¿cuándo morirá?
Aspas: ¿Qué filo tienen? ¿qué secreto mecanismo activan? ¿molienda de qué, producen sus incesantes giros?
Continuará…
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[1] Es llamativo que en esta especie de ucronía, que suplanta la Historia por la historia del súper héroe, para luego alterarla, el bloque capitalista contrario al Superman soviético resista el embate del comunismo por medio de sólo dos bastiones: EE. UU. y Chile. Esta bizarra alusión, que nos pone en el mapa del cómic contemporáneo, no es nada inocente, pues constituye una irrecusable conciencia de nuestro particular proceso neoliberal.
Perfil del autor/a:
La raza