/ por Chico Jarpo
En ocasiones, muy pocas, a decir verdad, uno se encuentra con un momento televisivo atravesado por complejas reflexiones nacionales. Cuando esto ocurre es inevitable sentir alegría, sorpresa, pero también un leve resquemor, una sensación de extravío e irrealidad parecida a la que golpea al peatón cuando se encuentra un billete tirado en la calle.
Y, sin embargo, hermanas y hermanos, os digo, los caminos del símbolo son misteriosos.
La fiera (1999) de la que ya hemos pergeñado un par de ideas en nuestra revista, a propósito de la irónica coincidencia de que hoy por hoy su retransmisión coincida con la crisis extractivista que hace décadas padece la zona de Chiloé, territorio y faena que ambientan la producción, es el material al que me gustaría enhebrar un par de ideas. Es esta teleserie, finisecular con derecho propio, existe un capítulo en que se produce una inusual fisura en el argumento, tan rara que forma un centro gravitante, algo así como el vórtice de una hojarasca, que intenta tragarse todas las tramas que la circundan. Se trata de la exposición de pintura que prepara Marcos Chamorro, el hijo rebelde de Pedro Chamorro, una versión moderna (y quién sabe si neoliberal) del latifundista, dueño del mercado y de la principal salmonera de la zona. En ella planea descubrir una serie de telas cuya principal temática son los desnudos femeninos que protagonizan la mayoría de las mujeres que pululan en el universo de personajes que despliega la telenovela.
La mayor parte del episodio gira en torno a los preparativos del evento. Las mujeres, nerviosas, pues ocultaron que habían servido de modelos para los cuadros, intentan persuadir a sus parejas o familiares para que no asistan a la improvisada galería. Al mismo tiempo el artista termina los retoques finales de una misteriosa obra que, asegura, ocupará un espacio principal dentro de la exhibición.
En un significativo preludio del clímax, la anfitriona presenta la muestra como un acontecimiento que nada tiene que envidiar a los que se llevan a cabo en la capital para, a renglón seguido, subrayar que esto ha sido posible solo gracias a la iniciativa privada. Pedro Chamorro y la “Joyita” su joven esposa, son los principales auspiciadores de la exposición (el nepotismo sin asco de fin de siglo que diecisiete años después seguimos lastrando). No ha sido fácil, el padre del artista ha aceptado a regañadientes financiar la aventura artística del hijo, al que no hace mucho, imaginaba terminando la carrera de leyes. Los minutos finales del capítulo se dedican a mostrarnos las distintas reacciones que adoptan los entornos de cada una de las modelos a medida que el pintor devela progresivamente los cuadros. La histeria se desata: hay griteríos, soponcios, perplejidades, pero también satisfacción de parte de aquellos que, ya prevenidos del contenido de las obras, pueden admirarlas desde el benigno parapeto que otorga la contemplación del “arte”. El cuadro final, ubicado al centro de la sala, es descubierto. La figura pintada es la de Magdalena, la esposa del patriarca y quien, por algún tiempo, fue la amante clandestina del pintor.
Sabatini, el emblemático creador de teleseries de los noventa, nos presenta una concepción de artista que quizás hoy, en el mundo inmediato y tecnologizado de las redes sociales que, por cierto, apenas asoma en la trama de su teleserie a través de una juventud santiaguina rendida ante la música tecno y una infumable filosofía saturada de refritos de New Age, podría aparecer anacrónica. En su visión, las obras del pintor llegan a estremecer y trastornar la comodidad social hasta sus cimientos, o palafitos en este caso. Su onda expansiva arrasa con la falsa tranquilidad de un pueblo arrojado a las fauces de procesos modernizadores voraces y pauperizantes. Los personajes cómicos se ponen insoportablemente trágicos (Ernesto le pide la nulidad a rosita y ella exclama con un estremecimiento teatral digno de Amparo Noguera: “esto es lo más terrible que me ha pasado en la vida… y eso que mi vida ha sido una cadena de fatalidades”. Los indigestos nortinos (o santiaguinos) son incapaces de entender la alharaca. Para ellos el arte es un lenguaje sagrado (y probablemente, como todo lo sagrado, incomprensible también). No hay razón para negarlo, por momentos, la colosal sombra que proyecta el tópico de la “civilización y barbarie” continúa oscureciendo algunas escenas. Y, sin embargo, el cuadro de Sabatini tiene notables aciertos. Uno de ellos es que aspira a la totalidad: el matrimonio de adultos mayores, profesionales y que forman parte de las clases acomodadas, discute a causa de la exposición, también lo hacen los personajes más populares, esos que cumplen un rol más “folklórico” dentro de la ficción. Cada uno dentro de sus particulares mundos resienten aquel desconcertante rasguño que el arte les ha provocado. Ni hablar de la crítica al machismo recalcitrante y transversal que evidencia el capítulo.
Pero la cima de esta interpretación que pone en juego la teleserie respecto al arte y su función social, es la que se le decide reservar al creador. Me gustaría pensar que ese gesto de ocupar los recursos del capital privado para destruirlo, al menos moralmente, forma parte de cierta posición política señera dentro del marasmo que significó la televisión, y tal vez la sociedad, durante los noventa. Una suerte de manual de acción desdoblado en la trama. Porque cuando el pintor está frente al mecenas, su deber es mostrarle, mediante cualquier treta, que el compromiso profundo de la creación no puede tranzarse en valores mercantiles, aun cuando, y este es quizás el mérito que observo en el vigor y tal vez la inocencia que Sabatini le inyecta a la secuencia, el creador se inmole en ese acto. En esta afiebrada fábula la acumulación del capital que posibilita el suceso artístico, confiada en el cariz inofensivo de la representación, es alcanzada por la ciega ráfaga de la obra, cuyas incandescentes esquirlas alcanzan incluso a dañar al autor. El arte, en esa breve combustión, se vuelve, más que inútil en contraposición a la utilidad económica frente a la que se revela, improductivo y, excediendo ese estado, inviable. El pintor sabe que jamás podrá volver a conseguir recursos en esa zona; ha quemado sus naves con tal de iluminar el mensaje de su obra.
Posdata epifánica-esperpéntica
Hay pocos autores que merezcan recibir aquella tajada quirúrgica que divide su figura y pensamiento en un “joven” y “viejo”. El efímero Vargas Llosa de izquierda sin duda merece esa escisión (espectacular o anodina, con escalpelo o con espada de samurái, sí que la merece). Porque, aunque es probable que su versión ojerosa y decrépita (“¡antiguos espíritus del boom, conviertan este cuerpo decadente en…”) quisiera borrar aquel otro registro, pasional y temerario, ahí está la literatura para entregar testimonio del fuego; impávida, estridente, abrasiva:
«Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir, pero no será nunca conformista»
Esas palabras pronunciadas por el impetuoso Vargas Llosa al momento de recibir en Caracas el premio Rómulo Gallegos el sesenta y siete mantienen un lejano eco que resuena en esa teleserie de la hora de once transmitida el noventa y nueve. Esa en donde un pintor vulnera la enervante calma de un pueblo adormilado pagando el precio por su osadía. Y si bien Sabatini pareciera avanzar dos pasos hacia adelante y, horrorizado ante su propio arrojo, retroceda tres, pues al final el artista se pega una curadera de antología y comienza a emerger en él el semblante atinieblado del pintor maldito, la premisa del arte entendido como una catástrofe emocional que afecta al corazón de la comunidad, permanece intacta.
Y una vez más hermanas, hermanos… los caminos del símbolo siguen siendo misteriosos.
Perfil del autor/a:
La raza