/ por Luis Guichard
Mi relación con Juan Gabriel está fuertemente marcada por mis experiencias maricas, y ahora que murió es inevitable ponerlas en perspectiva. Cada momento de mis 25 años tiene alguna relación con esa vieja loca maravillosa, que tantas alegrías nos ha dado, y que ha logrado convertirse en una de las figuras más importantes de la cultura popular latinoamericana.
Cuando era más chico, debo confesar que Juan Gabriel me provocaba mucho rechazo: en su personalidad afeminada, en sus gestos y su voz aguda percibía todo aquello que no quería ser, pero que en el fondo identificaba como rasgos de mi propia personalidad. El rechazo –y quizás hasta repulsión– que me producía se multiplicaba al escuchar las burlas y gritos que los hombres adultos a mi alrededor proferían en su contra, y que me indicaban todo lo que no debía ser. Juan Gabriel era moreno, gordo, latinoamericano y demasiado loca como para querer identificarme con él, y fue así como me pasé la mayoría de la infancia y adolescencia renegando su existir.
Sin embargo, algo había en su música, en sus composiciones, en el talento que derrochaba, que hacía caer a las personas que precisamente guardaban aquellos prejuicios que son el producto de una cultura católica y patriarcal. En su voz y en su carisma era posible disociar aquella identidad tan ambigua que producía rechazo. Esa propiedad en su existencia es algo que no podemos dejar de celebrar.
La adultez, y específicamente el encuentro con el feminismo, me permitió acercarme a su vida, y ver en él a un ídolo indiscutible, un modelo a seguir, digno de admiración por todo lo que enfrentó en su vida. Aceptar su imagen fue vivir de manera positiva todo aquello que me enseñaron como errado o abyecto: un color de piel, una apariencia física, una forma de habitar el cuerpo desde lógicas que escapan a ese macho latinoamericano símbolo de violencia y miserias varias. A su vez, el contenido de sus letras, sus acordes y melodías, lograron trascender más allá de los prejuicios que siempre han existido en nuestras sociedades con toda producción cultural propia del continente.
Obviar las miserias que tuvo que sortear es omitir la importancia de su existencia, y es que como escribió elocuentemente la historiadora Claudia Zapata, “eso era Juanga, un ser humano que sobrevivió a la reclusión de menores, a la cárcel de adultos, a la pobreza (…) y a la descalificación clasista de un tipo de música que ahora todos se ven obligados a homenajear”. Quienes venimos de abajo, quienes creemos en la potencia de los de abajo, sabemos la importancia de estas trayectorias y sin duda alguna nos atrevemos a reivindicarlas, porque son un escenario habitual en estas tierras tan contradictorias.
Juanga es la loca más grande entre las locas. La que más insultos aguantó, la que más se expuso en contra de esa idea de vivir “piola y en privado” en tiempos en que aquello era mil veces más difícil que hoy. Por eso y más le debemos mucho. En su ambigüedad y carisma, las colas aprendimos a encontrarnos con nuestras madres, en aquella banda sonora almodovariana que son nuestras vidas de pobres, cada domingo escuchando “Querida” entre el almuerzo y las mañanas de aseo. Es ese vínculo sororal y cómplice el que nos hace homenajearla en este día.
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[Portada] Ilustración de Medusczka – http://medusczka.tumblr.com/
Perfil del autor/a:
La raza
Tuve el honor de escucharlo y verlo en vivo en Santiago hace algunos años atrás, y me siento bendecido de haber disfrutado de un espectáculo popular en el cual su talento lo llenaba todo. Grande entre los grandes, un orgullo para latinoamérica!!!