/ por Chico Jarpo
1
¿De qué más podía morir un baladista como Juan Gabriel que no fuese de un ataque al corazón? Hay violencia y dulzura en esa imagen. La de esa diminuta explosión de arterias que ahoga en sangre aquel órgano al que por enraizada convención el gran cantautor mexicano le dedicó la mayoría de sus composiciones. Juanga al parecer expiró tal como cantó, con intensidad y desgarro ¿De cuántos artistas se puede afirmar esto, que murieron confundidos con el símbolo en el que expresaron su obra?
El mito entonces mitiga la pérdida.
2
En lo que deja, en ese canto agudo y visceral, en ese grito que es súplica y oración solitaria de amante, agónico y tierno a la vez, hay una emotividad cultural, una subjetividad periférica, que es patrimonio de las clases populares latinoamericanas. Poco importa que existan salvoconductos conceptuales, permisos para poder escuchar sus canciones bajo los emblemas del kitch o el camp, porque la mano de ningún turista “bajará a disputarle su puñado de huesos” al cebollero cancionero poblacional. Recuerdo haber escuchado a Jorge González decir en alguna entrevista algo así como: ¿qué chucha es eso del placer culpable? Para nosotros Los Prisioneros esa era la música de nuestros padres y la disfrutábamos sin ninguna culpa -refiriéndose precisamente a esa larga tradición de música romántica en español en la que sin duda Juanga vive y reina-.
Ni siquiera intentaré “devolver” su figura a ese lugar de donde jamás ha migrado, me refiero a ese sitio en que el sufrimiento es un sentimiento vívido y no un ademán observado desde las claves que da lo exótico o lo pintoresco. En las canciones de Juan Gabriel existe un tendedero combado por ropas puestas a secar, y ese instante de aseo profundo de una vez por semana, en el que todas las sillas son expulsadas del comedor pobre de las casas del pasaje. En la banda sonora de cada barrio proletario, en esa intimidad compartida, habrá por un buen tiempo una animita ardiendo por el cantante mexicano.
3
Un charchazo para el macho latinoamericano, uno que le da vuelta la careta de tupido bigote y torva pupila (a la que Juanga siempre supo contraponer una cara recién afeitada, de labios delineados y gruesos) esa que de alguna manera la misma iconografía mexicana en parte instaló, sucede cuando un llanto a moco vivo invade la insufrible compostura masculina al escuchar una de las más lindas canciones que se le han escrito a la madre: “como quisiera / que tu vinieras / que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca/ y estar mirándolos… /amor eterno e inolvidable / pero tarde o temprano yo voy a estar contigo / para seguir / amándonos”.
Esa sola composición, parte ínfima de sus más de mil creaciones musicales, es más que suficiente para reconocer sin ningún reparo su elevada estatura artística.
Último
Respira en Juanga un barroco popular, afectado, pero profundamente dichoso en su afectación, recamado de refulgentes lentejuelas; lacerante y teatral. En su puesta en escena, que es parte constitutiva de su trayectoria, y cómo no, de su sello como artista, la mariposa y el mariachi se funden en un aleteo de luces y brillo. La hipérbole era su signo, pero ¿acaso hay otra forma de marcar ese exceso que significa amar? Sobre todo, haciéndolo de ese modo desolador y quemante con que debe hacerlo el pueblo latinoamericano, rodeado de sus cotidianas miserias.
Tiempo atrás, un poeta tan hondamente popular, tan fatídicamente latinoamericano como Vallejo, también exploraría esas mismas estancias de la expresión agónica: “hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé”.
No es otro el registro del finado.
————————
[Portada] Ilustración del disco Querido, tributo indie a Juan Gabriel.
Perfil del autor/a:
La raza