Una de las insistencias que informan a Dramas pobres, libro de poesía de Claudia Rodríguez, es la pulsión de la escritura. El texto encarna una aspiración largamente compartida por aquellos sujetos históricamente subordinados dentro de la ciudad letrada, y se instala en un momento histórico en el que circulan cada tanto los certificados de defunción de la literatura, sobre todo en lo que respecta al problema de la representación (habría que decir, con algo más de rigor, de la representatividad) y a los vínculos entre literatura y experiencia. De algún modo, Dramas pobres se inscribe en un paisaje literario que oscila entre los testigos imposibles, la ley del hielo hecha a la pregunta por el rol de los intelectuales y –sobre todo en el circuito narrativo– la profecía autocumplida de “los hijos”. En este panorama, a ratos desalentador, Rodríguez no se engolosina con los vericuetos teóricos del subalternismo: como otras antes que ella, sabe que la escritura le ha sido esquiva y que, para remontar esa distancia, una estrategia es la utilización táctica de los llamados géneros menores.
Ya en su título, Dramas pobres hace guiños constantes –porque el sexo callejero que puebla el poemario sabe de la importancia de las miradas fugaces– a sus precarias condiciones de producción. En lugar de una solapa, encontramos un bolsillo que contiene, en modo reducido, una copia del formato en que estos poemas han circulado en ferias feministas y recitales de poesía por varios años. Se trata de un fanzine cuya metamorfosis en libro requirió, en palabras de les editores: “[…] de un criterio de orden interpretativo en lo concerniente a la solución de ciertos eventos gramaticales, tipográficos y sintácticos remarcables del texto. Hemos optado así por otorgar a nuestros lectores un texto comprensible sin renunciar a las complejidades específicas que la escritura de Claudia comporta. Varios costos han sido adquiridos en este trance”. Editar, en tanto inscripción en los medios letrados –en sus códigos, materialidades, planos de lucha–, supone reelaborar materiales de diversa índole, que aquí se condensan en el objeto-libro. Tras el reconocimiento de los desafíos planteados por su texto al empeño editorial, la poesía de Rodríguez aparece fortalecida en sus singularidades.
Digo singularidades para recalcar que no debiese ser simplemente una la entrada a estos poemas. Confinar la obra de Rodríguez al recuadro de la marginalidad, de lo monstruoso y de esa otredad desbordante y desbordada es, de hecho, levantar cercos. Cierto, las bestias abundan en Dramas pobres: “Cuando vi morir a King Kong supe que era a mí a quien la industria estaba matando. No se puede ser tan grande, tan fea y vivir en el centro de la ciudad”. Pero, al mismo tiempo: “Vivo en una patria cercada de otras vacas/Soy una pradera manchada de vacas/Soy una vaca manchada de praderas/De horizontes con tu nombre//Soy una vaca destinada a rumiarte”.
Me pregunto, entonces: si las propias travestis se saben ya percibidas y situadas en el terreno de las varias y superpuestas negaciones de lo humano (“Ser travesti es ser una muñeca para los hombres que odian a las mujeres”), ¿qué debiese aportar una lectura crítica de un poemario como Dramas pobres? En efecto, se trata de un libro que no ha sido construido para la satisfacción de una agenda académica –y menos todavía mediática o comercial–. Hay teorización sin marco teórico, y en ella juega un rol clave la pulsión por la escritura y las múltiples expresiones de las faltas constitutivas de las travestis en tanto sujetos.
Los textos de Rodríguez se instalan desde la incomodidad que implica el registro –en tanto acogida del mundo en el espacio de la escritura– de una experiencia colectiva con cuyos códigos hay una complicidad de partida. Su tonalidad arranca del desencanto o de la decepción generada por no haber visto tal registro plasmado en los términos que la autora desea. Por extensión, se podría encontrar un símil con la diferencia que José Carlos Mariátegui traza entre literatura indigenista y literatura indígena. A riesgo de parafrasear al Amauta con algo de tartamudeo –con los dientes chuecos de la trava que sonríe al obrero de la construcción–, propongo: “la literatura travesti vendrá cuando las propias travestis estén en condición de producirla”. Sin embargo, debo deshacer esta costura, pues Dramas pobres escenifica el reverso paradojal (¿dialéctico?) de aquella hipótesis. Este envés aparece en las cartas enviadas al Rusio, un amante de la hablante lírica que la visita mientras está presa y con quien ella mantiene una relación friccionada, áspera. Si ellas le quitan el piso a la sugerencia de que en la escritura de Rodríguez se realizaría una literatura travesti es porque ese antes/después que implica la analogía indigenista no puede ocurrir. La literatura travesti –lo mismo que la indígena– es algo que no pertenece al futuro, sino que ya ha ocurrido: aparece ahora porque no estuvimos, en su momento, en condiciones de leerla.
¿En qué pie deja esta problemática a la obra de Rodríguez? ¿Constituye ella un acontecimiento, un ingreso de lo no-simbolizado al campo de la escritura (literaria)? ¿Ha hablado el subalterno o, por otro lado, es esta la manifestación de lo abyecto en su interrupción de la norma patriarcal, el aborto definitivo del humanismo? Me parece que insistir en una querella por el lugar de inscripción de estos textos es otro de tantos estériles ejercicios teoréticos –y a veces tan solo verbales– condenados a un absoluto descrédito. Ellos demandan –y demandarán por un largo tiempo todavía– una lectura atenta, cómplice en su intimidad, pendiente de los taconazos que pueden llegar sin esperarlo o del deseo perverso que las travestis saben satisfacer.
Claudia Rodríguez. Dramas pobres. Santiago: Ediciones del Intersticio, 2016. 95 pp.
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