/ por Luis Barrales
Hay tanto y tan profundo qué decir sobre Juan Radrigán. De su obra inmensa de la que hasta ahora por estar tan encima sólo hemos visto la primera cumbre, esa que esconde las otras que aún no vislumbramos y que ya tendremos tiempo de descubrir los que nos dedicamos a este oficio, sobre todo los más jóvenes que lo quieren como deben querer la libertad, no sé, como aquello que más quieren los jóvenes que tal vez sea juntarse, ser patota y colectivo, no sé, pero qué manera de quererlo, qué extraño y qué bello eso de jóvenes admirando viejos, qué extraño y tan de otros tiempos, no sé de cuáles, seguro de los nuevos, del futuro, apostaría mis manos. Podríamos pasarnos años hablando de sus años, de que en su casa cuando niño había un solo juguete, una biblia, que su madre le enseñó las letras para jugarlo y eso podría explicarlo todo, podríamos hablar también de lo bonito que se reía. Qué bonito que se reía. Qué sonora, qué festiva, la risa abunda en la boca de los genios. Yo creo que sabía lo bonito que se reía, por eso buscaba motivos para lucirla. Por eso la broma a flor. Para que lo oyéramos reír, vanidoso.
Siendo joven e ignorante, sobre todo ignorante, tomé un día un libro que me prestó un amigo y comencé a ojearlo sin saber quién era el autor. Leí nomás. Partía con “Testimonios de las muertes de Sabina”, y yo seguí el orden, el nombre de Sabina los dos puntos y a la papa, el nombre de Rafael, los dos puntos y la réplica, y así uno después de otro y de repente me pillé leyendo como si me fueran a matar mañana, porque sin aviso ahí estaba mi madre, carajo. Mi madre comerciante y también mis tías y las mamás de mis amigos y mis mismos amigos se habían hecho hombres y se parecían a Rafael. Ahí estaba lo que conocía, pero no sabía decir. Las palabras de mi abuelo estaban ahí, el infierno grande de mi pueblo chico, cae de cajón que yo mismo estaba ahí junto a todo aquello de lo que me habían enseñado a avergonzarme, en la escuela, en la tele: que así no se habla, que así no se vive, que esos no son sueños, avivaban las mismas madres con la cantinela de tener que ser más que ellas, la misma vida nuestra educándonos para sentir vergüenza de lo que éramos. Y por fin venía alguien y los miraba con cariño. Por fin los miraba un hombre bueno y les sacaba el manto de la vergüenza. Por fin alguien a los míos me los miraba con ternura y me los volvía bellos, me los devolvía humanos, me los devolvía dignos y con las feroces contradicciones que hasta ellos mismos se suponían inexistentes de tanto que se los habían repetido. Perdón que me ponga latero y trasnochado, pero Juan le devolvió a nuestra clase no sé bien qué, pero le devolvió, mucho le devolvió, a la especie completa nos devolvió.
En clases, una vez le dijo a un estudiante que si a su obra no le importa el mundo, a nosotros no nos iba a importar su obra. Fue un salvavidas brutal, porque llevábamos largos minutos en que sus propios compañeros intentaban distinguir qué era aquello en ese drama que les causaba desazón y lejanía. Y él les dio la razón: que contra todo pronóstico aquí en el teatro quizá no se veían bonitos los narcisos.
De leerlo antes de conocerlo lo consideraba un genio y creía como todo niño que los genios levitaban y de apenas encontrarlo entendí que ese genio dudaba de sus obras, igual que uno, que todo era angustia e incerteza, que nada estaba dicho y que había un solo camino para decirlo: sudar. Equivocarse, gastar papel una y otra vez. Así los genios son igual que los obreros, que tal vez sean la misma cosa, no sé, porque detrás de cada maravilla del mundo siempre están los obreros y él fue ambas cosas.
Conocí su casa y su familia. Compartí su pan en la mesa de la Silvia y siento un orgullo irreductible de haberme topado en su camino. Él iba pasando y yo me subí a sus hombros, como un niño sobre su padre camino al estadio, que me perdonen la Rocío y la Flavia, que me perdonen el Rienzi y el Juan tamaña patudez, que me perdone mi propio padre que también decora el oriente eterno pero yo me topé en su camino y lo escalé para ver cómo se veía el mundo desde su cumbre. Es una de mis cumbres, esos triunfos definitivos que se tienen en la vida que por rica o pobre que haya sido siempre existen, que no hay vida tan miserable para no haberse topado con la belleza una vez siquiera, y así a los hombres como para los países, como este triste, este ingenuo, este injusto, como hasta este que siendo todo eso le tocaron las cumbres: Violeta Parra, Víctor Jara, Manuel Rojas, Gabriela Mistral, Salvador Allende y Juan Radrigán.
Ya voy a terminar. Otra vez, en otra clase, un muchacho con ganas de tirar la esponja preguntaba medio desesperado cómo era posible escribir algo original si ya todo estaba hecho. No se puede, concluía mosqueado. Entonces el viejo se río divertido. Adónde saliste que está todo hecho, le dijo. Hay algo dentro de ti de lo que nadie ha dicho nunca. Y nos dejó callados a la sala entera, mirando todo el cosmos que había dentro nuestro. Nos dejó callados como con sus obras, que eran más que espejo, que eso queda para los narcisos, sino tajos en uno mismo para poder mirarte donde nunca lo habías hecho. Su muerte es otro silencio que nos deja. El más crestón de todos, pero no el último. Nosotros celebramos su existencia, don Juan Radrigán.
Perfil del autor/a:
hermoso, hermoso……