/ por Chico Jarpo
Capítulo I: la pupila y la papilla
Hay muchas cosas que funcionan bien en Stranger Things, la serie que se ha convertido en el último éxito de la plataforma de streaming Netflix. De ellas, la menos importante, y no por eso la menos prolija, es su ambientación ochentera. Esta sola característica, que ha sido la principal estrategia de difusión del nuevo contenido (incluido el regreso de la Winona), de una forma algo “extraña”, casi como emulando de manera inconsciente el nombre de la producción, se transformó en una suerte de santo y seña para hablar o, incluso, para reseñar el efecto cautivante de la producción. Tanto así, que pareciese como si la conmoción que causó en nosotros, su público, fuese producto de una impresión puramente icónica, cierto inexplicable embate superficial que nos impide una lectura compleja de la serie, como si un masticable no fuese una caluga frutal de colores chillones, dulce y empalagosa, sino sólo la estrambótica tipografía de su envoltura.
Netflix echó a rodar los dados del marketing con apetito de tahúr (y su ambición fue recompensada con creces). Eso sí, hay que reconocerle que fue detallista. La secuencia de apertura, por ejemplo, es un trabajo de orfebrería. Vemos en ella suaves líneas de neón recortadas contra un fondo oscuro. Para cuando comenzamos a adivinar las letras que más tarde formarán el título, unas comparsas de siniestros sintetizadores han conseguido crear un clima sencillo y, sin embargo, rotundamente evocador.
Es lamentable que ese trance hipnótico nos haya impedido observar los elementos que pone en juego la serie. Porque algo anda mal en nuestra capacidad de dialogar con las estructuras narrativas si nuestro argumento para explicar la atracción que nos provoca Stranger Things (o “cabra chica rara”, como apócrifamente la traduje) se limita a reproducir aquello que de antemano pone en evidencia algo tan elemental como un tráiler.
Una de dos: o somos analfabetos visuales o, estremecidos en lo más profundo de nuestra memoria emotiva, una vez más, hemos dejado que nuestro tan consentido niño/a interno se apropie del juicio. Lo preocupante: si leemos tan pobremente una serie, ¿qué podemos esperar de nuestra capacidad para decodificar nuestro contexto (me refiero a esa específica dimensión que atañe al orden simbólico dentro de un sistema que abusa descaradamente de la representación como instrumento de manipulación ideológica)? ¡Y con qué dedicación mimamos a esa criatura, licuándole los significantes visuales hasta formar una papilla indiscernible!
No deja de ser sugerente en ese sentido que, tal como me comentó un amigo hace poco, pareciese que en tiempos que exigen decisiones adultas, un segmento importante de nuestra generación busca ficciones desarrolladas a partir de la mirada de sujetos infantes. Quién sabe, tal vez bajo ese avatar se oculte la proyección de fragilidades que describen un sentimiento de desamparo general frente a un sistema indolente. Sin ir más lejos, esa podría ser una clave de lectura para entender el fenómeno de la denominada “literatura de los hijos”.
Cabe advertir, antes de comenzar, que no creemos en las iluminaciones (mucho menos en los iluminados). Perplejos al igual que todos por la serie, nos dispusimos a leer nuestra propia fascinación. A medida que avanzábamos nos convencíamos de que la hermenéutica ensayada era diametralmente distinta a la labor del crítico profesional. Rehuíamos de un ejercicio solitario, onanista, sobre todo por considerarlo poco apropiado para analizar un producto que tiene este nivel de impacto global. Descubrimos algo así como un imperativo político: la apremiante necesidad del diálogo con los y las amigas.
Se nos ocurre una especie de arte poética de la crítica cultural. Creemos que no es suficiente describir o adelantar posibles hipótesis que funcionen sólo en el ámbito de la ficción. No atreverse a jugar con los contextos –tal como nos consta que ya de por sí lo hacen los propios productos culturales– es limitarse a ejercer la labor del publicista. Ese juicio que se supedita al producto hasta el punto de ser una especie de anuncio con visos de experto debe ser reformulado, subvertido incluso. Reservamos serenos, sin ojeriza, esos altares a los críticos de series que continúan esa línea, como Hermes el Sabio. O a quienes han utilizado la producción como eslabón perdido para comprobar la autenticidad de ciertas teorías noventeras acerca de nuestras inclinaciones culturales y, de paso, canonizarse como figuras proféticas, tal como lo hizo recientemente Alberto Fuguet.
Les deseamos suerte (¿por qué no habríamos de hacerlo?, en este país todos los que nos dedicamos a la cultura merecemos tenerla). Pero no es lo nuestro.
Capítulo II: The 80’s
La primera pregunta que debiese formular un análisis de una serie como Stranger Things es la siguiente: ¿qué temporalidad estética está representada en su composición visual? La respuesta no es tan sencilla. No basta con decir: la década de los ochenta. Es ese automatismo el que requiere ser desprogramado o, al menos, puesto en entredicho.
Partamos por determinar qué significa esa específica porción de tiempo a la que alude la producción: ¿desde dónde se proyecta? ¿quiénes la administran? ¿quién establece, por ejemplo, que esas líneas de neón sean reconocidas desde esa emotividad que nos predispone a adoptar una irresistible candidez frente a ellas? (y no se nos escapa que la elección de figuras infantiles como protagonistas logra explotar de una forma arrolladora ese recurso).
Para empezar, hay que reconocer en los ochenta el triunfo indiscutido del imaginario estadounidense a nivel global. No es ocioso describir a grandes rasgos los elementos que componen ese universo referencial. Se trata de un periodo que comprende la comercialización masiva del VHS, el primer reproductor de películas casero, el apogeo de las máquinas de vídeo y de flipper y, que, en resumidas cuentas, describe el arco de su parábola desde la consolidación de MTV a la cautivante Blade Runner. En términos de productos culturales, es probablemente la última fase análoga del capitalismo tardío. Me refiero a un momento en que el ámbito de lo cibernético y lo digital era apenas intuido. En otras palabras, el peso de la materialidad de los productos; su tacto, su olor, el sonido de sus piezas al ser manipuladas, cargaba de un aura voluptuosa a los objetos tecnológicos.
Esa profusión de materiales audiovisuales pronto alcanza un potencial político que dará inicio a un ciclo de sobreexplotación de la imagen, ciclo que de forma paulatina terminará por mancillar la artificiosa inocencia que signó sus primeros impulsos. No hay que olvidar que, a la mediatizada y espectacular caída del muro de Berlín, le siguió la televisación de las maniobras en la Guerra del Golfo cuyo colofón, doce años después, fue la transmisión del ataque a las torres gemelas (ya volveremos a este punto de inflexión en la historia norteamericana reciente). Por el momento, basta señalar que la ejecución del atentado supuso una conciencia superlativa de la importancia que tiene el símbolo audiovisual dentro de la cultura estadounidense contemporánea ‒y, por extrapolación lógica, en todo el ámbito global.
El exceso de referentes fílmicos en la serie ayuda a clausurar la época sobre sí misma e impide cualquier fuga que se precipite hacia una temporalidad ulterior capaz de perturbar la pureza de la ficción. De esta forma, se configura en ella una suerte de “edad de la inocencia”, algo así como una belle époque posmoderna, en la que el futuro de aquel momento, que no es otro que nuestro presente, se encuentra sólidamente tapiado. Así, la transición entre los ochenta y nuestros días (con todo lo que ocurre desde el 2001) desaparece como posibilidad estética y narrativa.
Pero, ¿cómo esta focalización recargada en un periodo específico, que una mala lectura podría acusar de abusiva o saturada, consigue no sólo eludir los pozos de la caricatura, sino que resiste la tentación de sucumbir a la parodia? Esto último, a pesar de que el material con que se trabaja consista en un conjunto de signos que han llegado a configurar nada más ni nada menos que una constelación visual completa y suficiente. Ese es sin dudas el mayor mérito artístico de la serie. Sin embargo, tampoco nos enceguece la indiscutible brillantez del trazo. Creemos entender la estrategia. Aún podemos explicar la cultura hegemónica.
Pero concluyamos acá dilucidando al menos la atracción casi unánime que produjo la serie. ¿Cuál es entonces la razón de esta identificación a quemarropa, que nos pilla medio inermes ante el estímulo? Su respuesta nos devuelve de golpe [sic] a nuestros ochentas. Es en ese “otro lado” del periodo donde debemos ser capaces de leer nuestra particular y violenta inserción en un proceso neoliberal galopante. Uno en el que, por ejemplo, los imaginarios latinoamericanos fueron sistemáticamente arrasados (incluidos, muchas veces, sus creadores) y ese universo de referentes ocupó una parte relevante de nuestro imaginario infantil. Esa identidad emotiva, intensa, absolutamente cautivante, es la que nos fulmina de una forma tan contundente que nos impide observar la estructura subcutánea, por decirlo de algún modo, que la serie propone.
Tampoco hay misterio aquí. ¿Qué son los efectos especiales sino una técnica dedicada a complacer los apetitos colosales de la fantasía infantil? Me atrevería a decir que el éxito de la cultura estadounidense, su rotunda estatura imperial, se funda en esa misma prerrogativa estética: desde Chaplin a Walt Disney, de Spielberg a Pixar. Lo suyo parece ser trabajar con los insumos de la niñez como concepto universal de identificación. Analizar el imperialismo y su respectiva colonización de imaginarios de una forma aguda pasa por reconocer esa mella que moldea nuestra estructura de sentimiento. Bajo esta perspectiva, el consumo, esa categoría fría y un tanto inhóspita, despachada casi siempre con cierto facilismo por la crítica cultural masiva, adquiere su peso gravitante en el estado actual de nuestra idiosincrasia globalizada.
Capítulo III: gallina McFly
Hasta el momento, la “crítica” en torno a la serie se circunscribe a la realización de compulsivos listados, más o menos ingeniosos, de películas que han inspirado a los creadores. De cierta forma, lo que se hace aquí no es más que pasarle la lengua a la tapa del yogur; es decir, relamerse en la libre exploración de la forma, dejando intacto el fondo. Este ejercicio, además de revelar una tenaz domesticación del ojo, pasa por alto aquellos aspectos a través de los cuales los realizadores saldan cuentas con su propio periodo.
Porque si bien la serie se ambienta en la representación cinematográfica de los ochentas, a cada tanto aparecen pequeños mensajes cifrados, casi como si los estuviésemos recibiendo por un woki–toki chicharriento, de cómo esa época nos condujo a esta (nos incluyo porque la globalización lo hace). Tomemos como ejemplo la escena en que Once sale de su escondite para recorrer la casa deshabitada. Las gruesas cortinas no son capaces de frenar la luz solar, que cae pesada como chuzo e ilumina algunos ángulos de la casa en penumbras. Ese pequeño viaje por los curiosos objetos de la casa (el sillón reclinable, el teléfono) concluye frente al televisor. Es en ese instante en que la protagonista enciende la tele y recibe el primer destello catódico sobre la cara, en el que podemos acceder a una especie de síntesis que nos permite penetrar la urdimbre abisal de la serie.
Por un lado, el crudo reflejo de los colores del televisor en los ojos de la niña es capaz de volver a exhibirnos una escena cotidiana de nuestra propia infancia, es decir, nos permite revisitar un rito común de nuestra niñez (ya desde el sonido de la perilla debiésemos experimentar una nostalgia analógica punzante). Incluso ahí se encuentra una clave que trasciende la simple acumulación de referencias en la que se han empantanado los colegiados críticos de series. Por otro lado, los contenidos que Once mira en la pantalla son capaces de articular un incisivo mensaje dirigido al contexto actual. Porque, aun cuando la estética de los ochenta se encuentra clausurada, todos los significados que desarrolla la serie son contemporáneos. De ese modo, se puede observar a través de los ojos de la protagonista esta sugerente sintaxis de contenidos: un mensaje de Reagan acerca de Siria (lo que remite a la crisis de refugiados que afecta a Europa, a partir de la cual los creadores han resuelto empujar a la política exterior de su país al estrado); un extracto (para nada inocente) de He–man y una tanda de comerciales más bien sedantes, los cuales conducen a una colorida publicidad de coca–cola que propiciará un flashback que nos remitirá a un nuevo episodio en la narración de la vida de Once. No está de más señalar que ese último enroque, el de la bebida de fantasía con el pasado del personaje, también debiese lograr sincronizar nuestro reconocimiento personal de la marca, gatillando así nuestro propio y contradictoriamente íntimo, a la vez que masivo, flashback. En ese preciso punto es donde podemos medir en toda su extensión y potencia esta “identidad global de consumo” sobre la cual construye su mundo ficticio la serie. Si pudiésemos imaginar su rostro, me pregunto si acaso no imaginaríamos la efigie de un monstruo tan tierno que sus fauces semejaran una flor de pétalos muy abiertos.
Volvamos a la tele. Reagan, el presidente que alguna vez fue actor de Hollywood, habla sobre Siria; a continuación, He–man, ese musculoso, ario y, sin embargo, siempre bronceado mono animado, apoya la espada contra su morrudo pecho y grita: “¡yo tengo el poder!”; por último, la publicidad se nos abalanza con su musiquita pálida y deslavada, para recordarnos su rol omnipresente en la cultura impuesta por el capitalismo tardío. El discurso político (ya atravesado por la industria cultural y encarnado en el mandatario–actor) junto con la animación, entendida como ese espacio que acapara la mirada infantil, tiene al elemento publicitario como última hebra para rematar una trenza de signos que configura la mirada crítica de un adulto respecto al periodo. Los dibujos animados y los comerciales, que constituyeron el universo exclusivo y cautivante de la niñez, ahora deben lidiar con el factor disruptivo que impone el mensaje presidencial. Esa brusca yuxtaposición incinera cualquier lectura pueril, y frente a ella el conjuro muscular y testosterónico de He–man adquiere connotaciones políticas solventes.
Regresar a los ochenta a partir de la mirada del niño/a que fuimos supone el imperativo ético de visibilizar aquello que el ojo no atrapó. Todo eso que se miró pero no se vio. Por eso, si se nos requiriese en el abigarrado juego de las referencias, diríamos que la única película que sirve para tender un puente entre la forma y el fondo es una que, paradójicamente, se encuentra escamoteada de los principales guiños que propone la serie. Hablamos de Volver al futuro. Es en esa premisa argumental, en la que el viaje al pasado permite deshacer los errores cometidos, en la que cabría compaginar el esfuerzo de Stranger Things. La dupla que la dirige, oculta bajo el seudónimo de Duffer Brothers (o “hermanos amermelados”, según traducción personal), bien podría llamarse los “gallinas McFly”.
Así las cosas, desde ahora nada nos impide soñar con un futuro en el que seamos capaces de reconocer los viajes a través del tiempo de la representación mediante el anómalo avistamiento de un brusco discurrir; ya sea las llameantes marcas de unos neumáticos en el pavimento o bien un hilo de sangre oscura manando de la nariz.
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