/ por Chico Jarpo
Capítulo VI: continuidad de los onces
Y bien, hasta aquí hemos descendido a lo que, creemos, son los yacimientos de sentido de la serie. Ambiciosos Pirquineros, ahora nos preguntamos si es posible jugar con los elementos que conjuga el material analizado; extraemos la piedra y ahora nos gustaría forjarla con nuestras propias herramientas. Nos gusta pensarnos en el paradigma desarrollista, incluso cuando hacemos crítica cultural. A partir de acá nos internamos en los desafiantes terrenos de la metacrítica (no confundir con las exhaustivas tesis de la metacumbia, o las embriagadoras del metatinto, ambas disciplinas respetables como cualquiera).
Regresemos a lo nuestro. Si consideramos la interpretación del nombre de la protagonista que acabamos de proponer en el capítulo anterior, entendiéndola como una solapada referencia al 11 de septiembre gringo, ello nos permite hacer una nueva lectura, esta vez localizada. Esta debiese contrapuntear esa matriz simbólica metropolitana a través de la compaginación de nuestro 11 de septiembre. Esos dos hitos, interpelados apenas en su composición audiovisual, integrantes ambos de memorias traumáticas en donde el ícono se enreda de forma inexpugnable con lo cinético, poseen una apabullante semejanza. Ahí las imágenes de los aviones atacando edificios emblemáticos, el sonido de su vuelo rasante, la estridencia sorda de las explosiones y, un momento después, las mudas rondas del fuego con el humo apretando el fatigado hormigón conforman una continuidad de registros que impresiona. Un paso afuera de esas representaciones documentales, y se levanta colosal el puño indolente de Estados Unidos, la aciaga maquinación de su política exterior (e interior).
Puestas este puñado de piezas en posición, habría que decir que los ochentas que nos describe la serie son susceptibles a una reapropiación por nuestra parte. En ella sería legítimo constatar ese momento en que el imperio nos puso de cabezas ese tablero en el que, con toda la juventud por delante, habíamos apostado por nuestro futuro. Vivimos hace cuarenta y tres años en ese “otro lado” de la historia, conviviendo con nuestros proverbiales monstruos, muchas veces sueltos e impunes, respirando el aire nocivo de la catástrofe irresuelta y, por tanto, irredimible de nuestro tiempo expoliado. ¿Pero acaso no son las madres también, en Chile y en Latinoamérica, las inmensas, las fuertes, quienes no cejan en alzar su desgañitada e incansable voz, recordándonos el furor del padre violento y fatídico?
Y otro tanto habría que decir sobre el Plan Z, esa infame mentira de la estrategia castrense, que supuso la apertura de enormes portales para que escapara lo más pútrido y bajo de la condición humana local. Esa calculada pantomima, la teoría del enemigo imaginario, de manera similar a lo que propone la serie, terminó por arrasar al pueblo (sin embargo, aquí se nos corre un punto en el tejido, puesto que nuestro concepto popular de pueblo espejea débilmente aquel de pequeña comarca que durante los ochenta fílmicos ocupó el centro de las fantasías del cine comercial estadounidense).
Ahora bien, cuando al comienzo acusamos de soslayo cierto abuso de una lectura infantil de los productos culturales, lo hicimos manifestando la desidia de cierta práctica particular, de una pose de espectador de primer mundo que nos resulta siempre odiosa. Una actitud pasiva y consumista que nada tiene que ver con la aerodinámica de una infancia que inventa con las piezas que tiene a su disposición las reglas de un juego que no teme ensuciarse las manos con las cuarteaduras del territorio. Pues aun suponiendo que nuestra generación tiene una tendencia irrefrenable por las figuras infantiles o por los productos que forman parte de ese universo (quien no se comunique con ese espacio primordial arriesga una existencia miserable; Gabriela, la más maciza montaña de nuestra geografía literaria lo expresó sin aspavientos: «Eso de haberse rozado en la infancia con las rocas es algo muy trascendental»), nos es preciso buscar otras formas de habitar esos paisajes interiores. Por lo pronto, propongo rememorar el ojo aguzado, las rodillas peladas, ninguna cadencia artificial, jamás un jingle, sólo el rodar de la pelota plástica por un pasaje lleno de amigos. Sólo así es posible que el consumo pasivo se torne productivo, anti–hegemónico, zarpao. De esa forma podemos acceder a la contemplación directa de los monstruos propios. Saldar las cuentas con la historia, tal como lo ha hecho, como espero haya quedado expuesto en esta columna con ínfulas de ensayo, la serie.
Capítulo VII: El Monstruo
¿Qué motivo hay ya para ocultar lo evidente? Que este texto se ha convertido en algo monstruoso (nuestro dulce y violento Caliban se nos columpia insomne en la sangre). Perseverar por última vez en su instinto teratológico debiese ser una buena manera de cerrarle por fin los brazos al engendro. Volvemos entonces a proponer el ejercicio del contrapunteo. Porque, cuando hablamos de los ochenta de Stranger Things, nos invade una incómoda interrogante: ¿son estos realmente nuestros ochentas? Es decir, ¿dónde están las casas pariás, las bombitas de agua, el rasmillón y las costras, la artesa y su breve, pero inmenso, mar de lavazas?, ¿dónde el chalequito de lana tejido por la abuela, la mamá o la tía (una vez más las figuras femeninas fuertes y protectoras)?. Pues bien, este punto no es tan obvio como parece. Lo son y no lo son, la complejidad de la cultura global es así de paradójica. Lo son en cuanto compartimos un archivo audiovisual común; no lo son porque su repertorio es unívoco: la calle que proponen tiene una sola dirección.
Pero a pesar de todo, la representación posee sus pasadizos secretos, sus inesperados atajos. Traslademos una vez más un vaso conductor de la serie a nuestra realidad política. Ahí está la “desaparición de un niño a manos de un monstruo, cuyo origen es el producto de un Estado que podría ser tildado de terrorista” o, más preciso aún: “los funcionarios siniestros que, con tal de liberarse de la amenaza comunista, desatan un monstruo sediento de sangre que no pueden controlar”. Los “onces”, ya se sabe, se traslapan. Bien, pues ahí está Rodrigo Anfruns, quizás el más emblemático de todos, con esas fotos que develan un niño qué, irónicamente, posee un corte de pelo y unas tenidas notoriamente estadounidenses. Pero también Carlos Fariña Oyarce, asesinado de dos tiros por la espalda a la edad de 13 años. Un cabro pobre, cuyas osamentas recién fueron encontradas el año 2000. O en Coquimbo, Jim Christie Bossy, de 7 años, junto a su amigo Rodrigo Javier Palma, de 8, alcanzados por balas del ejército cuando jugaban en una calle aledaña a unos gaseoductos custodiados por los milicos. Y, todavía, en la población San Gregorio, a poca distancia de donde escribo esto, Jeanette Fuentealba, de 10 años, alcanzada por un proyectil arrojado por uno de los Hawker Haunter que se dirigían a la Moneda.
Monstruos, monstruos, más que monstruos, bípedos con ojos y narices normales, que tuestan el pan y le echan un chorrito de leche al café. Los peores monstruos.
No seré yo, querido lector, el promotor de ningún sosiego. A estas alturas ya lo deberíamos tener claro: el pasado resuella sus infecciosos vahos sobre el presente. El Demogorgón sigue aquí. Leamos a Once por última vez: víctima de un Estado negligente, desatadora de un monstruo que parece venir de otra dimensión, pero que no es más que la consecuencia de la fría ferocidad del sistema. Traslademos su figura a nuestra realidad. Podríamos imaginar acaso alguna otra situación que no fuese la de los niños del SENAME, marcados a fuego por la defección, víctimas de un estado negligente, expuestos a improvisados experimentos de inserción; muertos de rabia y de miedo, violentos porque cualquier otro lenguaje les parecer brutalmente ajeno, obscenamente extranjero, impúdicamente extraño.
Esta sección de La Raza Cómica se titula “Las entrañas del monstruo” y está inspirada en la célebre frase que Martí anotara durante su trabajo como corresponsal en New York. Quizás sea tiempo de modificar el enunciado y decir que de lo que se trata hoy es de plantearnos el problema mucho más obtuso y urgente que supone vivir con el monstruo en las entrañas.
Demás está decir que no creemos en el vómito. O lo metabolizamos o nos convertiremos en él.
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