/ por Chico Jarpo
Capitulo IV: contra el padre
Se nos objetará que hemos intentado hacer salsa con las pepas del tomate. Que elaboramos una teoría grandilocuente a partir de fotogramas insignificantes y desapercibidos para un espectador común. Vale, no tenemos problemas en admitir nuestra afición por las filigranas. Miremos entonces algunas de las pilastras argumentales que sostienen la serie: a) el estado experimenta con la utilización de drogas lisérgicas en busca de un arma que neutralice la amenaza comunista; b) descubren que una de las prospectas está embarazada y deciden continuar las investigaciones con el feto en gestación; c) años después, durante la última década de guerra fría, las cosas se descontrolan y el proyecto termina por ser mucho más peligroso que el enemigo que se intentaba contrarrestar.
Esas líneas generales ya hablan de algunos énfasis que buscan tensionar la época en la que transcurre la serie. De un lado está la absoluta derrota de la contracultura yanqui de los sesenta y setenta que aparece acá manipulada por los científicos durante la legislatura conservadora de Ronald Reagan. Luego, tenemos la explotación de la figura infantil que encarna la protagonista, que quizás debamos leer como símbolo de un reclamo adulto que reflexiona sobre su propia niñez como elemento de propaganda del consenso cultural en torno al sueño americano. Ese es por cierto el mejor atajo para descifrar el nombre de Once. Llegaremos a eso. Por último, las consecuencias de una guerra fría en materia de política exterior que llevaron a desatar monstruos mucho mayores que la fantasía del enemigo soviético.
Como se ve, hay harta invectiva al interior de la trama de Stranger Things. Los ochenta aparecen ahí muy alejados del arrobador aire nostálgico con el que se quiere digerir la serie por estos lados (dudo que los gringos lo estén haciendo mejor, embobados como están con los protagonistas). Sin embargo, su verdadero valor en términos políticos radica en su impronta antipatriarcal. No encontraremos en ella sino lo elemental de un discurso que cuestiona la superioridad de la masculino en tanto construcción cultural que moldea individuos nefastos. Si miramos a los padres que intervienen en la producción de Netflix encontraremos un puñado de seres despreciables. Para empezar, está el padre de Will; truculento, insufrible, egoísta, por algún tiempo empeñado en que su hijo adopte una personalidad tan farsante como la suya para, una vez fracasado el intento, abandonarlo sin remordimiento. Está también el de Mike, otro que bien baila. Acá tenemos la antípoda del anterior. Se trata de un padre de familia que ejerce un rol meramente accesorio. Abúlico, incapaz de conectarse emocionalmente con su entorno, su papel se limita a endilgar toda la carga familiar a su esposa. Pero no es sino en “Papá”, el maquiavélico funcionario de Estado, donde se encuentra la personificación de la maldad al interior de la serie. Manipulador y frío, el doctor Martin Brenner reúne todas las características que elevan al patriarcado a un nivel ideológico abyecto y destructivo. Reagan y He–man nos vuelven a parpadear muy rápido en la retina ante su intrigante presencia.
Esta perspectiva se atempera de manera inteligente por medio del personaje del policía. Su rol, a simple vista signado por rasgos de una virilidad algo estereotipada, está matizado por una sensibilidad honesta. No por nada es, junto al profesor de ciencia de los cabros chicos, el único adulto que no es padre (el duelo parece ser la característica que logra trastocar la impronta de género). Por supuesto, la esperanza en este mundo patriarcal y autoritario recae en los niños de la serie. Sensibles y nerds (casi un tributo al Óscar Wao de la novela del dominicano Junot Díaz), su condición de excluidos no les impide reproducir por un breve instante las estrechas convenciones sociales que los impulsan casi de manera instintiva a rechazar a Once (del mismo modo como ellos son marginados en su escuela). Lucas, el integrante de la pandilla más reacio a integrar a la niña al grupo, parece estar obsesionado con el imaginario bélico estadounidense (no hay que olvidar que son los ochenta de Rambo y Rocky también). Su padre, aunque no aparece en la serie, combatió en Vietnam, lo que parece un dato a considerar al interior del mundo que despliega la serie. No está demás anotar que esta inclusión del personaje afroamericano, que ha pasado desapercibida por los críticos, sería una aparición de lo más curiosa puestos a hurgar en la filmografía de los ochenta. Su novedad recalca la visión contemporánea que inspira la producción.
Los adolescentes, en tanto (“juventud, divino tesoro” –feat. R. Darío–), también bracean en contra de las pautas sociales impuestas por el sistema. Jonathan, el hermano mayor de Wiil, el niño desaparecido, parece haberlo conseguido. El precio que paga por subvertir los modelos vigentes son la introspección y la soledad. Todo indica que los “extraños” son apartados y, sin embargo, son los únicos capaces de comunicarse a través del amarillo misterio de la luz. Steve por otro lado es un personaje interesante ya que logra redimir su posición en el universo referencial ochentero. De su afiliación “popular” (entiéndase este término en su acepción del winner en la cultura juvenil yanki), a partir de la cual muchos adivinamos que sería el último bocado de la criatura, logra pasarse del lado de los jóvenes protagonistas. Literalmente “borra” su actitud altanera de la marquesina del cine del pueblo. Él, junto a Lucas, interpretan a dos personajes imposibles de encajar en la tipología que legó el cine gringo de los ochenta. En esas anomalías descansa otro aspecto de la originalidad de la serie.
Capítulo V: la niña calva
Como se ve, existe una articulada y fundada inquina contra la figura del padre en cuanto símbolo de poder, tradición y autoridad al interior de Stranger Things. Pero nada de esto adquiriría un peso determinante y un volumen contundente si los roles femeninos no revelaran una alternativa distinta al orden patriarcal. En ese sentido, Joyce, la madre de Will, sobresale con mucho dentro de los personajes adultos que propone la serie. De clase trabajadora, madre soltera, y desde el primer capítulo con los nervios triturados por la desaparición de su hijo, su fortaleza es todo lo que el poderío ciego y ruin de “Papá” se encuentra imposibilitado de ofrecer. La fuerza inagotable de Joyce no ahoga ni subyuga, proviene de la sincera empatía, y por lo tanto es indistinguible al amor. A través de ella volvemos a comprender aquella “rareza” que es la responsable de las masculinidades “anómalas” con las que son percibidos sus dos hijos varones. Es la transmisión de esa fortaleza, imaginativa y sensible de Joyce, la que permite a Will parapetarse en el refugio al “otro lado” y, al mismo tiempo, posibilita la comunicación entre ambos por medio de las luces. Leída de esta forma la fortaleza adquiere ese otro significado que designa aquella construcción capaz de ofrecer una guarida ante el ataque de enemigos. Esa conexión profunda es a fin de cuentas la que permite que el niño sobreviva.
Nancy, el personaje adolescente de la serie, también revela un espíritu decidido y fuerte. Para ella la experiencia sexual será determinante en este tránsito hacia la madurez (lo que no deja de ser complejo en una lectura de género, pero, como dije, la industria masiva funciona con ideas generales que no por eso son del todo insulsas). De cualquier forma, su papel tiene una evolución que quiebra la monotonía del mundo juvenil en la que por momentos se entrampa la producción.
Pero si Joyce disputa frente a “Papá” modos radicalmente opuestos de concebir las relaciones sociales y Nancy negocia con el estratificado mundo adolescente/adulto en busca de un lugar para expresar su singularidad, es en Once donde desborda una originalidad gravitante (y, ahora sí, absolutamente extraña al cine de los ochenta). Salvo la teniente Ripley en Alien (1979), quien es la única capaz de proporcionar una ascendencia fílmica al personaje de la niña con poderes telequinéticos, la pequeña protagonista de Stranger Things es quizás el más grande acierto de la serie.
Otro poco habría que decir de esta convención del pelo cortado al rape para identificar personajes femeninos que subvierten la mistificación de la supuesta fragilidad intrínseca de las mujeres. Al hacer una arqueología de los íconos cinematográficos de las últimas décadas, no parece desatinado achacarle a la aguerrida tripulante de la nave comercial Nostromo un sitial señero en la constitución del arquetipo. De hecho, tentados de nuevo a jugar a las referencias, hay una directa relación de esta última franquicia con el reparto de la serie. De Evey de V for Vendetta a la reciente Furiosa en la aplaudida Mad Max, fury road (película que al reinventar un clásico de los ochenta a través de un discurso de género establece un parentesco de primer orden con la serie de Netflix), la ausencia de cabello parece ser la única forma con que Hollywood ha conseguido que el espectador comprenda y acepte, al interior de algo así como un pacto de verosimilitud argumental, personajes femeninos que desestructuran su eterna subordinación al hombre en términos de fuerza. Romper con el pelo largo como símbolo de una femineidad supeditada al deseo y a la construcción de la supremacía del varón, es hasta el momento un método efectivo (y esperemos que no efectista o anquilosado) de marcar una distancia elemental con la representación de la mujer en el mundo blanco y patriarcal de la industria cultural hegemónica. No tenemos forma de comprobarlo, pero quizás perseverar en la normalidad de aquello que la norma considera anómalo o extravagante sea una genuina estrategia para socavar su espurio predominio. Eso, suponiendo que todos los realizadores y los espectadores fuesen conscientes del recurso (lo que, desde luego, nos permitimos dudar).
Regresemos a Once. Alrededor suyo se aglutinan, convergen e imbrican todas las personalidades “anormales” que propone la serie; la de la madre soltera sutilmente cuestionada por la desaparición de su hijo; la de los niños percibidos como extraños por salirse de la estricta norma patriarcal; la del autodestructivo policía asediado por el doloroso recuerdo de su hija. Si volvemos a mirarla como el vórtice del huracán, veremos que Once es niña, es mujer, es hija y es espectacularmente poderosa. En otras palabras, lo que la filmografía ochentera resolvió dotando de una humanidad redentora a un personaje extraterrestre (E. T.) –y tanto allá como aquí con la niñez como punto de intersección– Stranger Things lo hace por medio de un personaje infantil.
El enigma de su nombre, por otro lado, merece al menos recibir una provocación. En él pareciese resonar una alusión al 11 de septiembre gringo. Reverbera en aquel número, elevado a la categoría de símbolo, sino acaso de acelerado mito, el núcleo antagónico que define el conflicto político central de la serie. A saber: las consecuencias de los siniestros planes llevados a cabo por los departamentos secretos del Estado que, bajo el pretexto del ataque enemigo, terminan por desatar una amenaza mucho peor que la que intentaban combatir en primer término. Esa premisa argumental posee una vigencia que no es para nada casual. En ella habría que observar un guiño a la tesis del auto–atentado. Es decir, un soterrado espaldarazo a la teoría que denuncia que detrás del ataque terrorista a las torres gemelas se esconde una maniobra urdida por el propio gobierno estadounidense. Vista de ese modo, “Once”, la pequeña víctima de un Estado autoritario y conservador durante los ochenta, parece prefigurar, mediante este viaje en el tiempo de la representación, que las administraciones de estos últimos treinta años, desde Reagan a Obama, no han hecho sino perpetuar la proliferación de monstruos surgidos a partir de la excusa de la defensa contra un enemigo mucho más imaginario que real.
Coda
En conclusión, el impacto de la serie a nivel mundial responde a aquellos parámetros que apelan a una subjetividad contemporánea global y no, como se piensa, a una nostalgia fulminante y adiposa. Que esa otra lectura más bien superflua haya acaparado la crítica no hace sino advertirnos acerca de los peligros de la publicidad como piedra de toque de la interpretación.
Aún queda mencionar apenas una apostilla dedicada a los espectadores. Me refiero a esa experiencia placentera (y acá no hago otra cosa sino desdoblarme) que afecta a quienes hemos visto la producción de Netflix. Supongo que parte de esa satisfacción tiene que ver con este cúmulo de valores culturales actuales que la serie transvasa hábilmente al mundo infantil de los ochenta, del que muchos y muchas provenimos. Imaginar la niñez desde la perspectiva del sistema cultural formado en la adultez, con sus horizontes de realización social, es el secreto de cualquier narración que tenga la figura del infante como protagonista. Prueba de ello es que esta serie hubiese sido insoportable si hubiese intentado remedar punto por punto el argumento y los personajes de las películas de la era Reagan.
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