La noticia de la muerte de Fidel me llegó en la soledad que regala el insomnio. Reconozco que me dejó perpleja, confundida, con una sensación de impotencia por no poder verbalizar un análisis claro y articulado. Al transcurrir los minutos sólo atiné a escribir brevemente en una red social “Sabíamos que iba a ocurrir más pronto que tarde, pero aquí estoy, a las 4 am totalmente conmocionada. No es sorpresa, sino la conciencia de que nos faltará vida para analizar el significado, la complejidad y la envergadura de Fidel Castro para América Latina y el mundo. Esa condición gravitante se impondrá, hoy o mañana, a la denostación y al endiosamiento. Hasta siempre Comandante”.
Lo que vino con las primeras luces del día era tan predecible, al menos en Chile. Tanto que ni siquiera vale la pena resumir los términos del seudo debate donde los herederos de ese crimen colectivo que fue la dictadura fascista se sienten con el derecho a decirnos nuevamente que estamos obligados a asumir su total predominio, por las buenas o por las malas. Por eso tal vez llamó la atención en este fin de mundo que las reacciones de los líderes mundiales se inclinaran por el respeto y el reconocimiento. Y era lógico, porque ¿cómo no despedir a una de las figuras más importantes del siglo XX? ¿Cómo no reconocer que Fidel representa una parte de nuestro devenir colectivo, tanto para los que se empeñaron en combatirlo como para los que nos sentíamos representados por su arrojo y porfiada resistencia?
La conmoción que reconozco es aquella que remueve los afectos, no sólo por la persona (aunque también por la persona) sino por los procesos colectivos de lucha, por los pueblos que las han protagonizado, por nosotros mismos, por los que en este continente y en el mundo hemos sido aplastados una y otra vez durante siglos, a quienes la persistencia del pueblo cubano nos brinda algo de dignidad y de orgullo.
Un hecho como la muerte de Fidel Castro encierra una densidad histórica tan grande que se resiste a las explicaciones simples o a la indiferencia. Lamentablemente, en el caso de las fuerzas sociales que promueven la transformación social se ha cometido a menudo esa injusticia: suscribiendo de manera cuasi religiosa la revolución cubana y la figura de Fidel, o bien, denostando completamente el proceso por no responder a desafíos que hoy se nos aparecen con claridad, precisamente porque existió un pueblo que a partir de 1959 los enfrentó con aciertos y desaciertos que hoy conviene analizar pero en ningún caso desconocer.
¿Qué actitud tomar desde esta vereda, léase la izquierda o las izquierdas? La revolución cubana lleva años recibiendo críticas, algunas merecidas y otras injustas. Mi opción es tomar distancia de ese desapego que confluye sospechosamente con el capitalismo liberal que supuestamente combatimos, también de la crítica ahistórica que condena a los líderes de la revolución cubana por no haber concedido prioridad a problemáticas que nosotros mismos no veíamos hasta hace diez o quince años. Siento que me corresponde por ahora reconocer, homenajear y agradecer la determinación de esos hombres y mujeres que en 1959 transformaron la historia de este continente y lo pusieron en el mapa del mundo con una dignidad nunca vista, permitiendo que viva la utopía negada a los pueblos pobres y pequeños de ser libres y definir su destino.
Nos tomará mucho tiempo calibrar con justicia el proceso cubano, la figura de Fidel y todo ese huracán de historia que se desató desde el Caribe hacia América Latina y el mundo. La tarea es desafiante, pero para iniciarla es condición necesaria superar la aceptación incondicional y la descalificación absoluta, no para derivar en análisis que apuestan por el empate ideológico hipócrita, sino para reconocer la dimensión inherentemente humana que con frecuencia se olvida. Porque eso era Fidel y –antes de él– el Ché, Haydée y Martí, seres humanos tal y como lo fueron todos los revolucionarios y revolucionarias de este continente, en cuyos aciertos nos reconocemos y de cuyas cegueras hemos aprendido o deberíamos haber aprendido. Digo esto porque sigue siendo fundamental una memoria de la revolución en América Latina, sigue siendo indispensable reconocernos en los proyectos que pese a todo y contra todos lucharon por la igualdad y la justicia. Pero una memoria que dé paso a la historia y no a la mitificación paralizadora.
Pensar la revolución con Fidel y más allá de Fidel es una tarea necesaria para movilizar productivamente su enorme legado: su anticolonialismo, su antiimperialismo, su anticapitalismo, su internacionalismo expresado tantas veces en una solidaridad conmovedora, su tercermundismo y su nacionalismo en tanto práctica de la nación como ese lugar de todos y para todos que puede ser apropiado y refundado. También pensar esas dimensiones de la opresión que fueron omitidas o escasamente consideradas en esta y en otras revoluciones, puntos ciegos que deberían dar lugar a un debate fresco, comprensivo y con capacidad para desafiarnos en lo cotidiano (para mí al menos, lo impresentable es que movimientos sociales actuales hagan oídos sordos a las problemáticas del género, la raza, la clase y aún de la dimensión cultural, que se imbrican en los procesos de dominación).
Sobre este acto de pensar entendido como una tarea revolucionaria impostergable, Fidel señaló hace cinco años “Sigo y seguiré siendo como prometí: un soldado de las ideas, mientras pueda pensar o respirar” (22 de marzo de 2011). Y eso precisamente es lo más difícil, pensar y crear la revolución que necesitamos, una revolución que responda a nuestra singularidad y a los desafíos actuales, reconociendo el invaluable aporte de los movimientos precedentes, entre los cuales la Revolución Cubana ocupa el sitial más destacado, porque la mayor soberbia es suponer que la historia parte de cero. Ese es el mejor homenaje que podemos hacerle a Fidel y al pueblo de Cuba que ahora despide sus restos. Por este motivo, vocifero y repito: Gracias y hasta siempre Comandante.
Perfil del autor/a: