/ por Chico Jarpo
Parte II: los abuelos de la nada
Hay algo profundamente contradictorio en mirar una película de superhéroes cuando se está resfriado. La pantalla enmarca la maciza musculatura de los protagonistas mientras a uno le silba el pecho. Frente a la firme complexión del tórax el enfermo tose y se le suelta la flema. El cuerpo debilitado se aterciana, y observa no sin una dosis de saña (macilenta, es cierto, pero saña, al fin y al cabo) la figura invencible y diestra que de modo invariable representa los ideales de justicia que prescribe la cultura dominante.
Esta asimétrica relación entre espectador y producto, esta vez fuera de los rediles de la gripe, debiese posicionarnos ante la mitología del súper héroe de una forma a lo menos incómoda. Trastabillar una y otra vez contra este tipo de representaciones que ordena y determina las potencias maniqueas del bien y el mal al interior del imaginario estadounidense globalizado, podría permitirnos observar los nudos que aseguran la coherencia ideológica detrás de su exitosa industria. En algún punto de esa reflexión debiésemos admitir que toda nuestra estructura social se ve un tanto palúdica frente al imponente universo cinematográfico que ha desplegado Hollywood en torno a las figuras basadas en cómics.
Este año, sin ir más lejos, cada una de las franquicias que disputan a esa apetecida audiencia, que no pocas veces abarca dos y hasta tres generaciones, estrenó lo que bien podría considerarse como su arsenal nuclear al interior de la contienda (y por los palos se les coló un sorpresivo Deadpool, al que le dedicamos la primera parte de este tríptico). Se trató de Batman versus Superman del lado de DC y Capitán América Civil War por parte de Marvel. Ambas basadas de forma muy parcial en la más reciente reinvención de la novela gráfica, optaron por una estrategia que de tan similar parecía plagiada. Ésta tenía como novedad (si es que se puede tildar de novedosa una estructura cuyo desenlace se puede adivinar sin mayor dificultad desde la sinopsis) plantear la cisura dentro de los personajes heroicos principales de sus respectivas firmas.
Los casi octogenarios Batman (1939) y Superman (1938), son dentro de la cada vez más prolífica fauna de personajes de comic llevados al cine, veteranos por derecho propio. No sólo por esa impresionante capacidad de adaptación a los gustos de las distintas generaciones de consumidores, sino porque fueron los primeros en vislumbrar la fructífera alianza que sostendría la historieta y el soporte audiovisual. Series de televisión, como la de los sesenta protagonizada por Adam West en el papel del súper héroe, acompañado de un mítico guasón interpretado por el actor de ascendencia cubana César Romero, o la taquillera saga de Superman en los ochenta, con Cristopher Reeve, y ni hablar de las versiones de Batman a cargo de Tim Burton a comienzos de los noventa, son prueba suficiente de aquello.
A la figura del hombre–murciélago[1] convendría hacerle una que otra disección. Para empezar, habría que decir que su principal influencia proviene de la novela negra (no por nada DC, es la sigla de detective comics). Lo que conserva de aquel modelo es la estampa del héroe trágico, solitario (al menos en un comienzo), profundamente desencantado con un medio social que es, paradójicamente, el factor que determina su carácter. Al igual que el detective, Batman, se revela frente al entorno hostil que lo rodea, no sin antes tomar conciencia de que para hacerlo debe comenzar por reconocer que está, de una vez y para siempre, habitado por ese mismo furor ciego que repudia. Por otro lado, si observamos el carácter privado del oficio de un personaje como Philip Marlowe, escrito magistralmente por Raymond Chandler, podremos notar la construcción de un sujeto que funda su carácter excepcional en esa relativa autonomía que consigue al operar al margen de las fuerzas estatales del orden.
Esa es por cierto la percepción profundamente pesimista que la novela negra proyecta respecto al capitalismo de comienzos del siglo XX. En un mundo en que el dinero devora la humanidad de quienes lo codician (y según esta tesis todos en mayor o menor medida estamos expuestos a esa paulatina pero irrefrenable degradación), la fuerza policial que prodiga el estado no es solo insuficiente, sino que en ocasiones se revela intrigante, negligente o desalmada. En ese universo surge el detective privado para, en su ínfima parcela de acción, hacer las cosas bien (resolver el caso y pedir una remuneración justa y proporcionada por hacerlo). Ser incorruptible en un mundo corrupto parece ser la pequeña e inútil ofrenda con que honra a aquellos que no consiguen sobrevivir en él. Pero no encontraremos atisbo de superioridad moral en esta proeza. La ejecución del trabajo se lleva a cabo no sin una cuota de hedonismo, que es la expresión nihilista e impotente de un individuo que se descubre vinculado de modo inextricable a su medio.
En Batman en cambio, si bien se conserva la esencia de este personaje maldito, cuyo principio trágico consiste en aceptar que para enfrentar a sus enemigos debe dejarse consumir por parte de esa materia aborrecida que los constituye (y bajo esta lectura Ciudad Gótica mella el alma de sus ciudadanos de forma ineluctable), el dinero desaparece como símbolo explicativo de la debacle. De hecho, no solo desaparece de esa función, sino que además se desplaza sublimado al centro de las características que posibilitan la emergencia del súper héroe.
Pero si se elude el elemento que articula la abyección ¿cuál es el sustituto que lo reemplaza? Esto se resuelve a través de la mistificación de la maldad por medio del discurso psiquiátrico. Los villanos en este universo son sociópatas, mucho más obsesionados con sus extravagantes delirios que con el botín que puedan obtener de tal o cual delito. Lo privado bajo estas condiciones adquiere un tamaño colosal y definitivo. ¿Quién nos protegerá de los monstruos que crea el capitalismo? La respuesta hoy más que nunca debiese parecernos chocante, a saber: el empresario. Extrañamente la acumulación monstruosa de ese otro engendro es percibida de forma benigna. El codiciado playboy, el magnate sin escrúpulos, posee el secreto de aquello que como sociedad no hemos logrado resolver. Porque si la economía salvaje del capitalismo es desprovista del carácter gravitante que cumple en la devastación de la estructura social, la delincuencia se torna monumental (y un tanto misteriosa, tal como, irónicamente, se concibe la riqueza extrema, que es, después de todo, su reverso espectacular).
El hombre murciélago, perdido en la noche de su fortuna, ciego ante el brillo metálico de sus tesoros, trasmutados en tecnológicos chiches de acción, no ve los estragos que produce la propiedad privada. Por más que se desgaste combatiendo a sus esperpénticos antagonistas, nunca podrá escapar de la imagen del anodino asaltante que asesinó a sus padres. Gótica es una ciudad condenada, su héroe nació de esas ruinas para reinar sobre sus oscuros escombros.
Por último, habría que referirse a este rasgo de ser el primero y probablemente el más icónico de los personajes sin súper poderes. Esa sola característica, que por cierto lo diferencia de la mayoría de sus congéneres en el mundo del cómic, pareciera otorgarle un curioso salvoconducto ante sus críticos, como si en el panorama contemporáneo ser multimillonario no fuese lo más cercano a un don sobrenatural.
Como se ve, Trump hace bastante que merodea el imaginario imperial. La diferencia tal vez estriba en que el nuevo presidente electo de los Estados Unidos consiguió sintetizar al murciélago y al guasón. En un tiempo más quizás sea posible afirmar, no sin un dejo de horror, que el sueño de la cultura metropolitana produce monstruos.
Continuará…
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[1] La traducción al español es deliciosa por torpe, por arrastrar de forma ingenua, ausente de cualquier malicia deliberada, la dignidad del héroe a los escarpados paisajes de la parodia. Así el mote de “hombre murciélago” en algunas producciones, como la serie de los sesenta, era pronunciado exclusivamente por los peyorativos labios de los villanos. Me gusta pensar que la lengua castiza fue desde un comienzo refractaria a la nominación solemne de los personajes heroicos metropolitanos.
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