/ por Andrea Sato
En un escenario donde observamos que el capital y el patriarcado se han potenciado para mantener en una doble explotación a mujeres y lesbianas, es nuestro deber como feministas cuestionar los nuevos fenómenos que se dan en el mundo del trabajo y que se presentan como “oportunidades” para convertirnos en súper mujeres –madres, esposas, trabajadoras, cuidadoras– que cumplen con todas las labores históricas que se nos han impuesto.
Tras la 2° Guerra Mundial, el mundo entra en un proceso de expansión económica. La gran característica de este periodo es que se consolida la división sexual del trabajo. Esta se observa en el centro de la familia nuclear y en su reproducción de roles de género. Se posiciona al hombre–marido como único sostenedor de la familia a nivel económico y a la mujer–esposa–madre como el ama de casa, cuidadora de hijos/as y, por supuesto, también del marido. Esta estructura se reconfigura con la recesión económica de los años 70’s, desde entonces la participación femenina en el espacio laboral remunerado ha incrementado de forma significativa. El aumento de la participación femenina en el espacio laboral ha coincidido con su creciente flexibilización. La existencia y disponibilidad de una nueva fuerza de trabajo percibida como dócil y barata ha sido una de las piezas clave de la apuesta neoliberal de precarización del empleo en nombre del libre mercado, la competitividad global y la “eficiencia económica”. Las mujeres y lesbianas como mano de obra precarizada son las sujetas perfectas para ocupar los nuevos puestos de trabajo que entrega el escenario laboral, sin gastos extras para el capitalismo y con un muy bajo costo, ya que las mujeres tenemos una menor cualificación, menores niveles educacionales y menores salarios.
Esta incorporación masiva de las mujeres al mercado del trabajo durante las últimas décadas debe ser analizada de forma cautelosa, ya que las modalidades en las que se nos incluye en el espacio laboral son en condiciones de precariedad y sobreexplotación violentas. Sumado a que esto no ha supuesto un abandono (total o parcial) de nuestras labores domésticas y responsabilidades de cuidados para con los otros, de hecho, nuestra jornada laboral (remunerada y no remunerada) aumenta mientras nos incorporamos al mercado.
La posición secundaria de las mujeres y lesbianas en el mercado laboral, así como la vulnerabilidad y precariedad que caracterizan su presencia en él, encuentran su raíz y coartada en la persistencia de su identificación social como responsables de la reproducción, un rol que por consenso satisface tanto al capitalismo como al patriarcado. En este marco, el mercado laboral no ha asumido responsabilidad alguna por el vacío de presencia y de cuidado que la feminización del empleo de las últimas décadas ha generado. Los mercados, cuyas lógicas en realidad no han cuestionado nunca las construcciones patriarcales de la familia (tampoco van a hacerlo), no tienen intenciones de modificar su matriz ni organización productiva para favorecer a las mujeres y lesbianas asalariadas. Comprendemos entonces que la familia nuclear heterosexual es funcional a la explotación femenina tanto dentro como fuera del hogar.
La flexibilización laboral ha adoptado un discurso falso que invita a las mujeres y lesbianas a conciliar trabajo asalariado y tareas domésticas en pos de su “realización personal”. Pero en realidad, se fomenta el trabajo femenino a través de flexibilización y precarización. Esto ha promovido, en definitiva, la opresión de las mujeres en el ámbito de lo público para dejar su opresión privada lo más intacta posible.
En este escenario, donde las mujeres estamos desvalorizadas y cargamos con pautas culturales que parecen infranqueables, debemos poner atención nuevamente a cómo el sistema capitalista y el patriarcado se imbrican para fomentar nuestra opresión. Las mujeres trabajadoras y dependientes en áreas feminizadas están siendo explotadas a través de distintos mecanismos, ya que por una parte se les relega a espacios laborales con menor prestigio social, menores salarios y en condiciones de pauperización; y, por otra parte, se mantienen las labores históricas asociadas a lo femenino. Esto se ratifica con la encuesta de «uso de tiempo»[1] publicada este año, lo que nos demuestra que la incorporación masiva de las mujeres al mundo del trabajo no tiene un correlato en disminución de horas de trabajo no remuneradas, sino que se mantienen.
Como feministas la discusión es amplia y no acaba, ya que las trasformaciones en el mundo del trabajo son constantes. Sin duda, son estas reflexiones las que deberían guiar nuestro actuar: ¿queremos ser mano de obra barata para el capital?, ¿queremos seguir fomentando la estructura de familia tradicional y jerárquica que nos explota?, ¿hasta cuándo reproduciremos los roles impuestos desde el patriarcado para la mantención del capital? La respuesta no es la flexibilización para que las mujeres podamos rendir en el hogar y en el trabajo, probablemente la respuesta sea romper con cualquier relación de dominación y opresión. La autonomía de las mujeres y lesbianas tiene que ir por otro carril distinto al del capitalismo, porque en este sistema no sólo nos matan por ser mujer, sino también nos explotan por ello.
–––
[1] El 77,8% de las mujeres destinan 3,9 horas para realizar trabajo doméstico no remunerado entre lunes y viernes y un 31,8%, unas 2,6 horas para el cuidado de personas en el hogar. En el caso de los hombres, es de 2,9 y 1,6 horas, pero con tasas de participación muchísimo más bajas (40,7 y 9,2%, respectivamente) Fuente: INE
Perfil del autor/a: