Editorial: Puros monos
/ por La Raza
Démosle cuerda a este mono por última vez. Enero: ¿el mes más olvidado (y olvidable) del año? De ser así más vale apretujarnos con todos los monos a esperar que este abrasivo y monótono calor nos calcine sin culpa. Mes de las agendas nuevas, con un montón de monitos adhesivos para pegar en todos lados. Y cómo no, si el 2016 aparentemente arrasó con cualquier certeza, no nos vendría mal fijar la bitácora de los días por venir (después al menos sabremos dónde fue el punto exacto del cual surgió el golpe de timón, el motín o el naufragio).
Con una pecera llena de simonkis bajo el brazo viajaremos a través del tiempo en búsqueda del Ejército de los Doce Monos para advertirles de su necesaria radicalización. También insistiremos acerca de la urgente articulación con otros movimientos dispuestos a derrotar a los gorilas que se adueñaron del poder. En el año del mono (culiao, para algunos) se abren los portales que nos permiten dar con el momento exacto en que se esparcieron el virus Zica y el racismo por Latinoamérica. Desde el futuro en el que al parecer todos podríamos tener microcefalia, y ni Charlton Heston nos podría salvar de nuestra propia extinción, comenzamos a darle una vez más cuerda a este último mono.
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Por fuera de todo este afiebrado monólogo está la cultura china y su volátil bestiario recientemente mudado en pelajes de fuego. Porque Latinoamérica y Asia por momentos se espejean. Es, en principio, la migración masiva de trabajadores orientales (culíes) que llegan mediante fórmulas de enganche a deslomarse en los cultivos de caña que abandonan los ex esclavos apenas se decreta la manumisión (estas son, por cierto, las execrables consecuencias del monocultivo). Es también, de manera más sutil, la primera gran máscara impuesta a nuestra región. Tenga presente, monono lector, que el distraído de Colón se arranca con los monos y comienza aquella sostenida superposición del imaginario oriental sobre el territorio recién “descubierto”. Lo no occidental es construido una y otra vez en el imaginario colonizante de los imperios europeos y, dado que la literatura de viajes era el netflix de la época, el genovés leía una y otra vez el territorio y sus habitantes a través de lo descrito en los fantásticos viajes de Marco Polo a Oriente.
La cosa es que el Almirante se vio en la obligación de dibujarles un mono a los Reyes Católicos del lugar al que había llegado, para lo cual apenas contaba con los recursos de su propia imaginación, que desbordaba tiempos y lugares. Mucho antes que “América” (y quienes la habitaban) apareciera en el mapa señalando una forma de otredad (una de nuestras monadas), dicen los textos bíblicos que la tierra se pobló a través de la diseminación de las 12 tribus de Israel: dos de ellas formaron el reino de Judá y mantuvieron una historicidad común; las otras diez se perdieron, dando pistas en los lugares más recónditos del mundo de su supuesta migración. Por ahí, no fueron pocos los que pensaron que los moradores del Nuevo Mundo eran una de las tribus perdidas; así se explicaba la presencia humana en una tierra tan lejana a Europa. También así se explicaba la relación filial con la concepción teológica que poseían estas “personas”, y es a través de aquel mito que vieron liberado su parentesco con los primates.
Quién sabe si esto fue así, ni a dónde fueron a parar los doce monos, hijos de papá mono. Sólo conocemos sobre ellos algunas peregrinas señas: impulsivos, reactivos, instintivos, caóticos pero domesticables. Susceptibles a los sedantes, en caso de poner en peligro los protocolos de control. Con estas características podemos pensarnos en todos lados; muriendo y matando en Medio Oriente o apedreando la metrópoli, tomando las calles de alguna urbe sudaca o comprando en cibermonday. Porque, eso sí, aunque la mona se vista de seda, mona se queda: ¡no nos veamos la suerte entre macacos!
Teoría monástica: algunas precisiones
Monada, así sin tilde, significa, entre otras cosas, un gesto que causa gracia. Algo así como una morisqueta que provoca simpatía a un espectador que ansía desesperadamente ser divertido. Mónada en cambio, así con tilde, es como el filósofo alemán Leibniz describió la unidad elemental, indivisible (de seguro europea) y dotada de voluntad que compone el universo en su totalidad. Es decir, en esa tilde parece jugarse toda la circunstancia de la materia, desde su grave y ligera comicidad hasta el misterio esdrújulo de su partícula ínfima. Ahora bien, hablando ya de una vez por todas de monos (Darwin estaría encantado con este razonamiento, muy evolucionado por lo demás) hay que decir, evitando de ser posible los monosílabos (porque sí, el prefijo mono también expresa una categórica individualidad, y hasta cierto punto un anacronismo en lo que a sistemas de sonido se refiere) que estas fechas también presentan un estrecho vínculo con este vocablo.
Pues además de ser este año que termina el año chino del mono (y el de los monopolios, habría que agregar) nuestra cultura popular desde tiempos remotos acostumbra terminar el fin de año entonándose con un brebaje conocido vulgar y doctamente como Cola de Mono. Trago mestizo por convicción, su textura dulzona es el resultado de la mezcla de leche y agua ardiente, además de un puñado de otros ingredientes que varían de receta en receta. Preparado casi siempre en un fondo inmenso, requiere de una extrema vigilancia en su cocción, de lo contrario se arriesga “cortar” la despaciosa síntesis de sus líquidos. El o la responsable debe adquirir secretos de alquimia para conseguir que la calcárea tesis láctea se ayunte con la terrosa antítesis del licor. Si todo resulta bien, siempre encontraremos a un familiar que, muy a la usanza de las bodas de Canaán, reparta infinitas botellas con el preciado caldo. Si no, es probable que, de forma agorera, comencemos el año andando con los monos.



