Hace tres años falleció Stuart Hall (10 de febrero, 2014). El escritor, intelectual, político y profesor jamaiquino, fue director de la New Left Review por más de medio siglo, miembro del Centre for Contemporary Cultural Studies (CCCS) y luego de la Open University. Dio un giro en la crítica cultural marxista, reuniendo tradiciones teóricas y metodologías de investigación que corrían de espaldas. Su heterodoxia y lucidez lo convierten en una de las figuras más relevantes del pensamiento contemporáneo, cuyo legado en estas latitudes todavía se encuentra en plena construcción.
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Existen momentos en el mapa del pensamiento contemporáneo que constituyen cismas, fracturas irremediables cuyas remociones desafían las certezas con que la historia se movía hasta ese entonces. La migración masiva de intelectuales caribeños después de la Segunda Guerra Mundial hacia los centros metropolitanos fue una de aquellas. Jóvenes escritores y estudiantes que provenían de un Caribe anglófono todavía colonial atraviesan los confines antillanos para instalarse en Inglaterra, trabajar, estudiar y crear, impulsando una interacción que transformaría el panorama cultural de esa parcela del mundo. Fue un desplazamiento alterno por el Atlántico. Si antes el barco esclavista había trasplantado desde las costas africanas a las latitudes de la plantación gran parte de la que hoy constituye la diáspora afrodescendiente, a mediados del XX esos afrocaribeños protagonizaban otro de los desplazamientos significativos en la historia de la modernidad colonial.
Stuart Hall (1932–2014), escritor, intelectual jamaiquino y una de las figuras más interesantes del marxismo de la segunda mitad del siglo XX, ha sido uno de los analistas centrales de esos procesos, incluso uno de los promotores de la tesis de que el Caribe sería un nudo de tales configuraciones globales, un epicentro de sujetos cuyas biografías dan cuerpo a una larga historia de intrincadas migraciones. Su familia, de triple ascendencia (africana, portuguesa e india), era parte de esos silenciados trayectos que él mismo continuó: en 1951, al igual que muchos jóvenes de su generación, llega a Inglaterra a estudiar literatura en la Universidad de Oxford. La exploración de esa promesa de lo nuevo (que dice haber sentido en el impulso del jazz de Miles Davis) comienza en Oxford, sigue en la New Left Review, luego en el Centre for Contemporary Cultural Studies (CCCS) Birmingham y en la Open University, donde adquiere forma en una crítica cultural contraria a los concensos de la ideología y un compromiso político con el hacer que recorrió infatigablemente su escritura, sus clases y también su aparición en las pantallas. A tres años de su muerte, volver sobre la interpelación de sus interrogantes quizás sea el mejor homenaje para quien hizo del pensamiento el permanente despliegue de un espacio creativo, transitando las distintas veredas de las izquierdas “realmente existentes”.
Y es que la escena cultural y política que vivió Stuart Hall continuaba el impulso de una generación que descubrió una voz colectiva (como la negritud en los años treinta) cuya expansión permeó los cánones narrativos, las instituciones de pensamiento, la política y la industria cultural. Memorable es por ejemplo la emisión de Caribbean Voices de la BBC, al aire entre 1943 y 1948, y donde convivieron figuras antillanas como Una Marson, Samuel Selvon, Edward Kamau Brathwaite, V. S. Naipaul, Derek Walcott.
La llegada de Hall a Inglaterra coincide, además, con el rearme de la izquierda internacional y la pregunta, en particular, de una “nueva izquierda” sobre qué hacer en un contexto donde las respuestas a dicho qué hacer estaban desgastadas y anunciaban su desplome. Se celebra el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956 y las malas noticias que provenían de la desclasificación de los archivos del estalinismo, sumadas a la invasión de Hungría, comienzan a ser el separador de aguas de un proyecto que corrió a paso firme por décadas (escrito aparte merecen las seguidillas de cartas de renuncia al Partido Comunista, muchas de ellas cuyo valor intelectual y político mantiene hoy plena vigencia). El fantasma, ahora, del por qué la revolución no se desarrolló en la Europa occidental se hacía sintomático; el mismo que corrió por la obra de Gramsci, que recién comenzaba a leerse en la Inglaterra de esa década. Sintonías, coincidencias, destiempos que hacen de esta una coyuntura excepcional para comprender los giros del marxismo, pero también sus nuevas rutas (es la década que inaugura el ciclo de la descolonización del Tercer Mundo, de la gestación de los movimientos de liberación nacional y de la Revolución Cubana).
Tal como la obra de Gramsci, la de Hall es una obra contextual y dispersa. No escribió un volumen que comprendiese su teoría general de la cultura y la política, como sí lo hicieron otros de sus pares de Birmingham, por ejemplo Raymond Williams. Y es que entre uno y otro se inscribe un quiebre interno de los estudios culturales con respecto a la noción de sujeto y experiencia. Pero también una ampliación de aquella insistencia por hacer del análisis cultural un panorama de las transformaciones en curso que comprendiera a los sujetos como una permanente negociación entre lo que son y los significados culturales que ello trae consigo. Es la “experiencia vivida” de Hall con respecto al colonialismo, un anclaje ineludible para disputar el universal colonial e interceptar su monolingüismo. Muy lejos, por lo demás, de posiciones anti intelectuales que promovieran el paternalismo o exotizaciones al servicio de la dominación.
El impacto de la figura de Hall es colosal y tardío, quizás como lo fue la lectura de Gramsci en los cincuenta, cuando el valioso tesoro que guardaban esos cuadernos escritos a lo largo de su presidio comenzaron a ser traducidos. Mucho queda por hacer todavía en el trabajo de leer, integrar y valorar esta obra asistemática producida por más de medio siglo. La labor de Eduardo Restrepo, Catherine Walsh y Víctor Vich, entre otros latinoamericanos, ha sido fundamental en esa dirección: traducir, rescatar y poner diálogo un pensamiento que en apariencia resulta esquivo.
Desde este extremo sur de América Latina, pienso que todavía no son suficientes los esfuerzos por dialogar con Hall. Hall debiese leerse con más insistencia desde las ciencias sociales y las humanidades, también desde las pedagogías. Y más allá del currículum, incorporarse en los debates sobre el sujeto en un contexto donde las arrogancias del pensamiento único –como diría Aura Cumes– asfixian el debate político.
Ese hacer de la heterodoxia “una revolución permanente” es uno de los aportes más significativos de la actualidad de Hall. Desde allí existe una perspectiva para ver problemas de antes, pero con nuevos ojos. Problemas de larga duración −como el colonialismo, el racismo, el patriarcado− que hoy son ineludibles en el debate público, y que exigen una mirada política y posicional que desde Hall es posible encarar. Las tramas medulares de su pensamiento otorgan un andamiaje productivo para enfrentar ese resbaladizo terreno que conforman, por ejemplo, las identidades y el debate sobre los “esencialismos estratégicos” anclados en el género, la raza, la clase; tan necesarios en las luchas políticas de hoy y que para él, en el contexto de hegemonía del thatcherismo, fueron de suma urgencia –y que para nuestro panorama de colonialismo interno también lo son. Reflexiones que en Hall son más que meros conceptos: exudan una reflexión desde los movimientos, donde la política se entiende como la punta de lanza de las transformaciones. De allí que, como dice en ese contundente documental biográfico The Stuart Hall Project, su mirada hacia el feminismo no haya sido, a su decir, una incorporación de las ideas feministas a un corpus teórico, sino un hacer de las ideas un quiebre significativo con las herencias intelectuales del pasado.
El mayor legado de Hall reside en la fuerza movilizadora con que su pensamiento abordó esas interrogantes:
“Lo importante son las rupturas significativas: donde las viejas líneas de pensamiento son interrumpidas, las constelaciones más antiguas son desplazadas y los elementos —viejos y nuevos— son reagrupados en torno a un esquema distinto de premisas y de temas. Los cambios en una problemática transforman significativamente la naturaleza de los interrogantes formulados, las formas en que son planteados y la manera en que pueden ser adecuadamente respondidos […] proporcionan al pensamiento, no una garantía de “corrección”, sino sus orientaciones fundamentales, sus condiciones de existencia.”[1]
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[1] Stuart Hall, Sin garantías: trayectorias y problemáticas en estudios culturales, Envión Editores: Instituto de estudios sociales y culturales Pensar, Universidad Javeriana, Instituto de Estudios Peruanos, Universidad Andina Simón Bolívar (sede Ecuador), 2010, pág. 33.
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