/ por Daniela Machtig
La experiencia de amor maternal/filial es una de aquellas cosas que atropelladamente asumimos como un valor universal. Los más culturalistas se detendrán a pensar que, quizá, la figura maternal en Latinoamérica –paradójicamente, un lugar marcado por el lastre del machismo más brutal– tiene un rol fundamental. Por lo menos, podemos afirmar que muchos de nosotros –la mayoría, probablemente– amamos a nuestras mamás por sobre todas las cosas del mundo. Eso no nos hace especiales en lo absoluto; quien se enrede en la infructuosa tarea de poner en palabras todo lo que significa su mamá en su vida seguramente terminará lateando al interlocutor y frustrado por los mezquinos límites del lenguaje. En esta difícil proeza, Las canciones que mi madre me enseñó (Víctor Ortega, 2016) se presenta como una propuesta que no entra en la competencia del manjar Colún, sino que más bien es una entrada a la relación de madre e hijo cuyo eje está puesto, sobre todo, en lo simple e íntimo en que se desarrolla el vínculo, haciendo también un recorrido por lugares y personajes que marcaron la formación propia. Si bien es un libro muy personal, no es un mero ejercicio de autorreferencia; es una acción que pone en valor la narración y los nexos e identidades que se construyen al calor de esta. La evocación a la cotidianidad de la sobremesa, los comentarios que interrumpen el programa de televisión o los trayectos a casa representan la profundidad de la figura materna en la experiencia vital del autor, sin necesidad de mayor explicación. El carácter autobiográfico preponderante –y transversal en el libro– interpela al lector en sus afectos más profundos sin necesidad de recurrir a empalagosas alabanzas. El diario vivir es un lugar común suficiente por sí mismo.
Formalmente, el libro es una colección de “momentos” que, de antemano, nos sitúa en la relación de un hijo y su madre. Sin embargo, en una primera hojeada al volumen, caemos en cuenta de que no son exclusivamente relatos sobre ella; desde los primeros pasajes se entremezclan descripciones pueblerinas, escenas y personajes que habitan el pasado nostálgico del autor y que ponen en diálogo la figura materna con todos aquellos elementos forjadores de la identidad de un sujeto. En ese sentido, el conjunto de cuentos opera más bien como un álbum de fotos en el que podemos encontrar recuerdos fundamentales como postales que parecieran tener más sentido para el compilador que para el lector. Es uno de los peligros, o de las riquezas –según el punto de vista–, de invitar al baúl de los recuerdos a un otro; son cuentos anclados en una temporalidad, una territorialidad, una vinculación a una clase y una forma particular de relacionarse con el entorno. Las numerosas referencias puntuales que cita Ortega (oriundo de Malloco) ponen en funcionamiento una serie de lugares comunes de la cultura popular chilensis de los últimos veinticinco años, pero desde un lugar tangencial al centralismo; son las rutinas de quien vive en un pueblo cercano a la gran ciudad, de quien decide vincularse a un club de fútbol “chico” por razones sentimentales, un personaje al que la globalización le permite conectarse con referentes musicales y cinematográficos occidentales sin renunciar a las dinámicas locales.
El libro toma el carácter de un collage, cuyos fragmentos no siempre establecen un diálogo directo con lo que uno espera, a priori, del libro. Así como no todos los pasajes involucran a la madre en un rol participativo (no es un libro exclusivamente “sobre-su-mamá”), también podemos encontrar escenas que parecen sueltas, pero que luego dialogan con otras. Incluso, hay un par que parecen no hacerlo tan directamente. El orden del supuesto desorden no es algo antojadizo; los textos que abren el libro hacen referencia a la sobremesa y a la relación de dos personas que construyen su universo en el mero acto de “contar”, donde el caudal de referencias no distingue entre las verdades y las mentirillas, las confesiones o los comentarios al azar. Sin embargo, al poco andar hay un punto de inflexión en que el autor confiesa un cambio de rumbo hacia una mayor intimidad. Tal cual, como en una conversación con quién recién conocemos, decidimos tomar más confianza.
Lo que a primera vista puede resultar desconcertante en términos estructurales (lo que esperamos de un “cuento”), el paisaje general que configura este collage de casi cincuenta postales, devela la multidimensionalidad del espacio materno en la experiencia vital del autor, cuya motivación por narrar nos invita a hacer lo propio también. Y, por si no se entendiera, la propuesta del relato fragmentario se manifiesta con toda su fuerza en el texto que da el nombre al libro: “Las canciones que mi madre me enseñó son recortes de diario, revistas misceláneas, jugos de frutas. Son crucigramas, partidos de fútbol por la TV, idas al estadio, idas al restaurant favorito, idas al café Paula, cortes de pelo y frutos secos. Son cosas que no se cuentan, y otras que sí se cuentan, son salidas de malandra con los amigos y promesas de amor que no resultan. Son un collage de cosas musicalizadas con canciones que se reproducirán mil millones de veces en cualquier lugar del mundo, en donde a raíz del todo y de la nada, tu recuerdo aparezca en mi mente y empiece en la sala de cine de mi cabeza, una nueva película del pasado que nos unió de por vida” (62-63).
No es sólo una esquematización de recuerdos (ficcionales o no) lo que construye este conjunto de relatos cortos; la misma forma en que se presenta se proyecta como una metáfora del acto de recordar y enfrentar la ausencia de un sujeto clave en la formación personal. El deambular de la rememoración y la narración toma caminos propios, que pueden ser poco convencionales y hasta incómodos para un lector habituado a la forma más tradicional del concepto de “cuento”. Con esto, propongo e insisto en una forma particular de lectura del libro de Ortega, la de un álbum fotográfico literario.
Las canciones que mi madre me enseñó
Víctor Hugo Ortega
Barravento Editores, 2016
Narrativa, 140 págs
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