/ por Nicolás Lazo Jerez
Debo reconocer que, a estas alturas, quizás no vale demasiado la pena recordar las dificultades que emergen al representar la experiencia material a través de un texto. Sin duda, otras y otros las han señalado ya de un modo mucho más elocuente y completo que como lo haría yo. Únicamente me permito subrayar este aspecto y añadir que cuando se trata de designar lo que se conoce poco, tales obstáculos se tornan aún más difíciles de sortear: si referir la realidad por medio de palabras es de alguna manera traicionarla, menudo desafío el de narrar a tientas aquello de lo que apenas se tiene noticia.
Con esto quiero decir que, así como la condición de turista impone límites insalvables al conocimiento cabal de la tierra visitada, escribir al respecto parece implicar una doble mediación o, lo que es lo mismo, una doble trampa. En consecuencia, no le resta al afuerino otro imperativo más que hacer estallar la burbuja que lo sigue a todos lados, evitar los transfers y los city tours, volverse un peatón más y caminar con los ojos bien abiertos; exactamente lo que intenté en mi breve estadía en La Habana, Cuba, durante la segunda quincena de febrero de este año.
Lo que alcancé a ver fue un pueblo dueño de una serenidad que, si bien algunos interpretarán como resignación ante una serie de privaciones, yo más bien atribuyo a una profunda paz interior, debida, en parte, a la desinhibición de sus sentimientos. Es probable que esta percepción contribuya al prejuicio sobre la pasividad de esa tantas veces comentada detención aparente del tiempo, manifiesta, por ejemplo, en la arquitectura colonial, los automóviles turísticos de los 50’s y una televisión estatal cuya estética resultaría obsoleta para nosotros, como si el Museo de la Revolución trascendiera sus muros y se hubiera apoderado de la ciudad y las pantallas. Sin embargo, los cubanos están colmados de energía, con la única y fundamental diferencia de que la despliegan libres de nuestras urgencias y, sobre todo, libres de algunas de nuestras violencias.
Asimismo, vi actividad en el plano del pensamiento crítico, lo que, nuevamente, contraviene la caricatura de una población muda y adormecida. Conscientes de sus carencias, creí percibir que entre los cubanos destacan, de forma paralela, ciertas ventajas comparativas respecto a sus países vecinos, asociadas a un principio de solidaridad mucho más arraigado. Ya veremos si la historia efectivamente absuelve a ese mesías verde oliva que se mantuvo en el poder hasta que ya no le quedaron fuerzas. Por lo pronto, los hijos de esta revolución de medio siglo siguen con particular atención el curso de los nuevos acontecimientos. No sabemos a cuántos de ellos los anima el anhelo de transitar hacia otra cosa, aunque sí es perfectamente posible que no todos sueñen con una refundación absoluta.
“¿Qué piensa de la transición que atraviesa Cuba?”, le pregunté en una oportunidad a Óscar Naranjo, un profesor universitario de historia que exponía su trabajo de artesano autodidacta todos los domingos en el Paseo José Martí, a través de lo cual, según sus palabras, “hacía ciudadanía”. Ante su mirada de desconcierto, me apuré en resumir todo lo que ha sucedido últimamente. “Ninguna transición”, replicó entonces, muy seguro de sí. “Lo que nosotros estamos viviendo es una actualización de nuestro propio modelo, nuestro propio proceso”.
El 14 de agosto de 2015, el entonces Secretario de Estado de los Estados Unidos, John Kerry, reabrió oficialmente la embajada de ese país en Cuba, tras una ruptura en las relaciones diplomáticas que llegó a durar 55 años. En marzo de 2016, el presidente Barack Obama llevó a cabo una histórica visita a la isla y, en noviembre del mismo año, murió el comandante Fidel Castro. De fondo, cimbra el anuncio de que, en 2018, su hermano Raúl abandonará definitivamente el poder ejecutivo. ¿Qué les espera a los cubanos? Casi con certeza, una apertura inhabitual a los vicios y virtudes del autodenominado “mundo libre”. En tanto, persiste la interrogante sobre la forma en que los líderes siguientes administrarán dicha porosidad.
Sobreviviente a muchas batallas y no pocas amenazas, Cuba permanece en pie, porfiadamente digna. Su presencia nos recuerda la vieja tensión, a menudo llena de trucos argumentativos, entre igualdad y libertad, así como su indiscutible vigencia en pleno 2017, cuando el continente y el mundo entero son todavía testigos de una obscena injusticia social. Del mismo modo, sigue ahí para advertirnos sobre la complejidad inherente al ejercicio siempre inacabado de (auto)representación nacional. Contradictoria y fascinante, incómoda y excepcional, Cuba es un relato singular en el corazón de la geografía humana.
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