/ por Daniela Catrileo
Voy leyendo Inflamadas* en el baño, en mi pornotrabajo, en la sala de la universidad, mientras un profesor recita casi de memoria la Crítica de la razón pura. Voy leyendo Inflamadas en la calle, en el metro, en la micro. Los ojos ajenos comienzan a incomodarse, a revolverse inquietos, a mirar con saña. Advierto sus movimientos. Levanto el libro con sus arrugas y sus grises. A veces leo palabras en voz alta. Pliegues de carne a contraste, una escala de opacidades en el relieve de la imagen. Pienso en la quema de libros. En aquellos tránsfugos intersticios de nuestra fisura histórica, como una grieta en la mirada, donde la narrativa prohibida se convierte posibilidad en medio de la censura. En un disfraz de portadas, travestida la imagen y la inscripción del nombre. No sólo las redes sociales tachan nuestra contraguerra, también la mirada inquisidora de los pasajeros que perturbados corren la vista con desprecio a nuestra voracidad: un manto de vergüenza que vela la posibilidad de resistir.
Las composiciones del desgarro que se entretejen en este textil son un manojo de palabras que se ofrecen, se lamen, adornan. La escritura es aquí un querer, un desearlo todo. Un hambre que adereza y un territorio que ambiciona colmar/exhibir la cicatriz con sus tajos abiertos, como una operación en salud pública. Un habitar torcido de la estancia, que con su plasticidad puede transformar la cartografía. Este mapa es una isla, un hospital, una marcha. Es una cama salivando fluidos donde escribir semen es cosa poca, pues la escritura está atravesando cada molécula de un cuerpo colectivo: organismos cuyos procesos políticos se aferran a un desarraigo en tránsito, suspendido, desmembrado entre citas y contracitas.
Una geografía pende de un arrecife. Ese pedazo de nosotras se esconde entre marañas para dar nacimiento a un manifiesto anarco–barroco en composición de virus, de fiebre, de boca y anos de cyborg cholitas. Dibujando la frontera con piel morena, en potencia hacia la multiplicidad kuir, desde Puente Alto a Dominicana.
Escribimos una tecnología, escribimos el duelo, escribimos la ciudad. Hablamos desde el reboso que destila un flujo constante de nuestra mirada, porque se puede escribir con y desde las cuerpas humeantes en su ardor. Se tira una cuerda para subvertir la ventana del chat, con porno incendiario y feminista, donde las limitaciones del cuadro se desbordan hasta gemir. Porque acá nada puede ser un ángulo recto, sino circular, arrugado. Un pliegue dentro de otras rugosidades para dar paso al ano que propaga la fermentación de la lengua.
Leer Inflamadas es dialogar con otras escrituras para reflexionar sobre una poética decolonial que arrase la dimensión binaria. Es abrir un portal a la posibilidad prismática, contaminada. Nuestra necesidad es comprometernos radicalmente a la amistad y a abrir un portal de historicidades. Reivindicar políticas heterogéneas que, desde su articulación feroz y desnaturalizada, irrumpan en la creación. Reivindicar, en suma, prácticas críticas al discurso que nos enseñaron toda la vida. Por ello tenemos un deber con la promiscuidad, una deuda con el torrente de pulsiones.
Hay que pensar un malestar, una náusea respecto a la narrativa higiénica. Personalmente, me dificulta comprender feminismos que no sean champurria. Prefiero el rebose de categorías, el encuentro en el torbellino del cauce. Ser híbridas hasta la médula, sucias de tanto mezclarnos en el límite de la frontera, como cholitas rizomáticas en su cotidiano movimiento: ñañas, mestizas y negras. Salir de un contrato de reconocimiento en clave heteropatriarcal y entrar en un territorio donde el reconocimiento se da de otra manera: en horizontal, en todas las direcciones, como una tela de araña.
Se trata de leernos y mirarnos, simplemente para reconocernos animalmente, fuera de categorías que nos localicen. Con ternura, desear una colectividad donde las miradas se den de manera no jerarquizada y sin privilegiar sectores. Se trata de acompañarnos, pero en distancias de caminos que recorre cada una. De eso se trata cuando se escriben los personajes del block, los samuráis, los arrendatarios, las amadas que tanto nos han enseñado. Se trata de un devenir Ekeko, donde nuestro consumo son las palabras. Se trata de un amor vegetal donde lo prohibido se vuelve visible. Todo arroyo a contra luz. Una teoría y una disidencia sexual que no se aleje de la praxis. Nadie podría definir estas escrituras que se fracturan cada vez que una filosofía, una literatura, una biología intente fijarlas. La estancia se habita y se abandona para abrazar la migración como posibilidad, como crisol que va fundiendo la intensidad de grises hasta que sus matices se trastocan en viaje.
Una crisis nos lleva a bailar por la catarsis, mientras el refugio retorna imágenes desde la trinchera disidente. Todo se vuelva hacia la danza y los gritos, hacia la danza y la barricada, hacia la danza y la interrupción. El lugar donde las pasiones se aferran a este soundtrack de habitación adolescente que cobija la memoria. En un instante estoy con The Smiths, con bachatas, merengues y Nina Simone. Ya nunca más sola. Hay una gran mesa con las vecinas del barrio, con todos sus nombres escritos en el mantel plástico y floreado, pues cualquier cosa podría suceder a la hora del té en Latinoamérica, en la población, en la calle. Cualquier cosa, como nuestra guerra, nuestra urgencia. Como incluso nuestra revolución.
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[Portada] Fotografía de Diego Argote
* Este texto fue leído en la presentación del libro Inflamadas de retórica. Escrituras promiscuas para una tecno–decolonialidad (Desbordes, 2016) de Johan Mijail y Jorge Díaz, durante el mes de diciembre de 2016 en la Galería Metropolitana de Santiago.
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