/ por Chico Jarpo
Si existe alguna lógica estética detrás de la fotografía[1] que explique, al menos en parte, su poderosa expresión, esa es la posibilidad que tiene de capturar tiempo y luz. El efecto de ese cautiverio es que la foto no puede negarse a narrar (no pocas veces, tal como la literatura, narra su narración). Es verdad que esto sucede porque nosotros como lectores tampoco podemos resistir la suspensión de la imagen sin preguntarnos por la intención del enfoque, la luz, la inclinación y, antes de darnos cuenta, comenzar a narrárnosla.
No me parece mal pensar estos tiempos de “bajo neoliberalismo” como un período particularmente fotográfico. La tecnología y la acelerada democratización del consumo (la única democracia que nos puede ofrecer este sistema) hacen que la cultura cibernética, la de los smartphones y las teles digitales abarquen incluso a una generación que nació a mediados del siglo XX. Del daguerrotipo al meme, la foto nunca se ha rezagado de la experiencia moderna (o de eso que hay, o podría haber, después de ella).[2]
Digo todo esto para proponer que la fotografía puede ser una clave de lectura de estas semblanzas televisivas hechas a los candidatos presidenciales que compiten en las primarias de sus respectivos bloques. El lenguaje de la campaña política es un lenguaje sencillo y complejo a la vez. Se trata de una estructura audiovisual más bien rígida y, por lo mismo, siempre presionada a renovarse. De ahí que fotografiar el primer día de las franjas nos pueda servir para analizar en detalle de qué forma han decidido presentarse los candidatos al televidente; qué enfoque priorizaron dentro de sus proyectos cuando se narran en cadena nacional por primera vez. Y para poder observar también aquello que se dice sin gritar, eso que se expresa con imágenes, con música, con una simple y veloz escena.
CHILE VAMOS (pa’ dónde y cómo)
Piñera, the Big Boss
Por qué volver a liderar un país con tantos problemas
y una política tan amarga […] en esta campaña
los candidatos van a prometer lo humano y lo divino,
pero hay una diferencia: yo fui presidente.
Piñera apostó casi todo su discurso en esa entelequia que llaman experiencia. Sentado frente a la cámara como si ya fuese presidente (y recordándonos en cada fotograma que efectivamente lo fue), su campaña jugó con la puesta en escena de una cadena nacional. Lo sabemos bien: Seba sufre de trastorno obsesivo compulsivo, tal como pudimos observar de forma sintomática con el papelito de los mineros. Hito que, por cierto, incorporó en su franja, intercalando veloces escenas de la cápsula Fénix y editando con bisturí a Lawrence de Arabia, para magnificar la ruta del chilean way que es, en una de esas, el universo paralelo desde donde el candidato observa la inmensidad de la vía galáctea [sic].
Un rápido pestañeo a un banco de plaza ardiendo en una protesta busca sin amagues a su elector reaccionario. Dos grandes comodines de la derecha chilena aparecen delineados con trazo firme: el trabajo y la delincuencia. Ninguna sorpresa ahí, pero tampoco hay que engañarse: esa es la estrella de la muerte. Un paneo aéreo a un estadio de fútbol repleto combina el triunfo deportivo de la selección chilena con el futuro del post–neoliberalismo (tan parecido al anterior que cuesta trabajo distinguirlos); un símil que al menos debiésemos reconocer a los publicistas a puertas de jugar la copa confederaciones (acaudalados profesionales en estos momentos). Terremoto y marepoto con música de emprendimiento, que es como de Teletón con cómputo final. El chileno resiliente (entiéndase: el que no veranea en Caburgua) del borde costero, visto desde una toma aérea por un económico drone que sobrevuela las zonas afectadas. ¡Cuánto sabes, Tatán!
De nuevo otra alusión a la delincuencia o la “seguridad” de los chilenos, un eufemismo adorable de facho reinventado, a través del cual el comando parece haber encontrado su estribillo de campaña. En resumen, a pesar de los constantes guiños a su anterior gobierno, donde la casaca roja indicaba compromiso y calle, Piñera cambia de estrategia y renuncia a intentar desplegar un carisma inexistente. En ese sentido, la lección de la campaña de Trump está plenamente incorporada: yo no soy su amigo, soy su presidente. La síntesis del discurso de las imágenes: Let’s Make Chile Great Again (como en mi gobierno).
Ah, y claro, están las letras recortadas de su logo delante de un paisaje cordillerano nevado. ¿Se acuerdan del iceberg que envió Chile a la Expo Sevilla en 1992? Pues, montañas cubiertas de ese hielo (y no del otro que recordó el coronel Aureliano Buendía el día de su fusilamiento) refulgen en el fondo del diseño del primer ícono de campaña.
Felipe Kast, el pequeño saltamontes
La justicia es posible, aunque no marchen.
El rubio natural se pregunta al principio: “¿Cómo hacer de Chile un mejor país?” Mientras, un primer plano sutilmente sepia le enmarca los ojos, oscureciendo el azul alberca del iris. Enseguida, se precipitan imágenes veloces que nos debiesen comunicar el dinamismo de un candidato joven, fresco, que no permanece sentado, sino que recorre el país frenético, alcalino, y que “lucha por los invisibles; por los que no marchan”. Un time–lapse de nubes que se suceden rápidas en el cielo. Tiros de cámara, edición parpadeante y percusiones apuradas musicalizan las escenas. La narración quiere adquirir la agilidad de un instructivo sobre cómo gobernar en equipo. Kast, el candidato joven, apela de este modo a la añeja fórmula de la tecnocracia (una ideología en sí misma, aunque casi todo su paradigma se basa en negar tal condición). La idea del texto–imagen se afianza hasta conformar un ritmo. Todo es presentado en lenguaje conativo: ¡trabaja!, ¡madruga! El espectador debe entender que el servicio público es una labor incesante para el candidato y su infatigable equipo. ¡Invita a alguien rápido para pensar! Aparece entonces Sebastián Keitel en la puerta de la oficina apuntándose con el dedo, como preguntando: ¿me hablaban? “No tan rápido”, corrige Kast (humor de rubios).
Y continúa: “¡Piensa en medidas para frenar la delincuencia!” “Se requiere una reforma del Estado en serio”, opina una lumbrera de su equipo. No se diga más. Otros eslóganes igual de peregrinos: descentralización, igualdad de género (en los sueldos). ¡Qué equipazo tiene Kast! Y, cómo no, el candidato es amigo del grupo que lidera, pero también se chorea: “Los niños primeros en la fila,¡ahora!”, les conmina a unos empleados (fe de erratas: colaboradores) en la mesa de trabajo.
Entre todas estas medidas, sorprende una que, en apariencia, divide las aguas con Piñera, pero al final no es más que un señuelo vacío, como la mayoría de los temas que el candidato pone en la mesa de estética claramente cuico–juvenil: reconocimiento institucional a los pueblos originarios.Dicho así, al voleo, bien podría consistir en una sola denominación de origen otorgada al café de piñones. Mención honrosa tiene en este tráiler de Trainspotting cuico la inclusión de imágenes del reciente ataque en sufrido por Kast en Providencia. ¡Aquí nada se pierde!
El gato chino de la suerte con su espasmódica pata es el símbolo con que el candidato expresa a las pymes, que en su gobierno ya no estarán abandonadas a la fortuna. En este punto se ralentiza el estilo. Decanta así, por fin, la gran línea de campaña de Kast, y deja de ser un joven candidato de video clip para hablar a las masas. Un simple detalle como su corbata marca esta inflexión. Banderas ondeando y palabras dirigidas a la mesocracia emprendedora que los medios llevan hace rato elevando al status de mito (neo)originario de la idiosincrasia chilena. Por último, un singular mensaje a los empleados públicos para que voten tranquilos por él, pues no piensa despedirlos.
En síntesis, cuando despiertes, el dinosaurio todavía estará allí. El despotismo tecnócrata se (auto)tuneó y nos volvió a predicar su credo: todo para el pueblo, pero sin el pueblo.
Ossandón por Ossandón (o la distopía)
Miren la sencillez de lo que les estoy diciendo,
simplemente un Chile más humano y más justo.
El ex alcalde de Puente Alto no se complicó y recurrió a las fórmulas clásicas: un jingle con visos populares (es decir, esa estética con que la UDI –y Mega y Chilevisión, hay que agregar– imagina lo popular) y un gesto de manos que puedan hacer los adeptos para identificar su preferencia. Lamentablemente, no calculó bien la mímica, porque la “O” de su apellido es fácil de confundir con el gesto peyorativo que expresa el “como el hoyo”, toda vez que no nos resultan los trámites. Pero concluido el optimista preludio (como la canción que refuerza a los personajes de lucha libre), la música cambia y vemos a Ossandón de perfil, recibiendo una luz crepuscular que lo claroscurece de forma melodramática,[3] y con las yemas de los dedos en actitud reflexiva (y piadosa, apuntemos también) comienza la narración que sostiene a su franja. Esa sola imagen espejea un sentir: podemos ser ignorantes, pero no hueones; también nos importa el país.
El resto es la puesta en escena de un candidato cercano, en terreno, que viste camisa abierta con chomba. A ello sigue la sencilla apelación a una clase trabajadora que demanda ser escuchada en al menos tres ejes: salud, seguridad y previsión. Sordos proyectiles hacia su rival y archienemigo moral (pues ya dejó en claro que Kast no lo es), en los que le recrimina esa forma de hacer política que sólo se ocupa de índices macroeconómicos y no de la gente real. Comienzan entonces a proyectarse tomas que refuerzan esta idea: lo vemos en la calle, posando en fotos con transeúntes o algunos ferianos. Es interesante notar cómo el grueso de la gente que aparece en el video pertenece a la tercera edad. Ossandón puede ser ignorante, pero sabe bien quiénes votan. Y eso, querido lector, es un dato técnico. No hay que cometer el error de despreciar la importancia de Puente Alto, la comuna más poblada de Chile.
En otra imagen vemos al candidato hablando con los pacos. Una pareja de carabineros, hombre y mujer, para ser más precisos. Ese cuadro basta para notar qué entiende Ossandón por igualdad de género, o paridad, mejor dicho. Pero se puede ver aún más. No los abraza, tampoco los saluda en el desarrollo de alguna actividad; simplemente está explicando algo o compartiéndoles con mucho respeto alguna inquietud cívico–metafísica. En ese tipo de gestos mecánicos la psiquis de Ossandón se desnuda.
El candidato decide no perder el tiempo en este primer trabajo de presentación mediática, y habla sobre el emprendedor, pues él es el emprendedor. Ossandón se mueve, hace, ejecuta, actúa (que para la televisión significa ser), camina, entrega folletos. Los neumáticos le pasan por encima del empeine machucándole los huesos de los pies. Pero él no ceja, qué importa, el servicio público es una forma de sacrificio. El candidato no dice, no alude al mito del pequeño empresario como lo hace Kast; él emprende esta campaña.
Y luego, más calle, más saludos, que son después de todo las principales líneas de este desabrido retrato. Si Kast incluyó la contingencia de su exagerada conflagración en Providencia, Ossandón incluye su desastroso desempeño televisivo, parafraseando la rutina de Yerko Puchento: “Más de alguna vez he metido las patas en una entrevista, pero nunca, nunca las manos. Y si a alguien le molesta que hable con la verdad, le ofrezco mis disculpas”. Lo dice con tono de huaso… pero de huaso de Pirque. Para finalizar, un clip cojo del candidato consultando a la gente de la calle se nos presenta como un anexo que da la impresión de estar pegado con moco en el epílogo de la campaña.
Si algo hay seguro en su debut es que Ossandón escribe sus propios guiones. Allí reside el valor superlativo que adquiere su franja como objeto de análisis cultural. Y es que en los matices de ignorancia que describen el trayecto de la parábola de la derecha actual, es esta y no la del pequeño saltamontes, en mi opinión, la que augura la próxima mutación amenazante del conservadurismo neoliberal chileno.
Quizá no todavía, pero llegarán los días en que la derecha chilena experimente su última y esperpéntica transfiguración (cuánto sabía Donoso): otro Golborne, otro Ossandón se nos podría presentar con Morandé como el don Francisco oficialista (aunque ahora se declare piñerista) y Cathy Barriga en un ministerio. La izquierda debe prepararse para ese invierno.
Esa posibilidad es la principal razón por la que concentrarse con energía desmedida en la vía electoral es siempre muy riesgoso.
FRENTE AMPLIO: un aguafuerte de las primarias
Beatriz Sánchez: el laberinto del carisma
Me enfrenté a lo que significa ser mujer en Chile,
la criminalización del aborto,
cómo los hijos definen qué somos y qué podemos hacer,
cómo somos ciudadanas de segunda clase.
Esa fue mi primera rebeldía.
Desde que su sector la proclamó en el Frente Amplio, esta campaña no podría diferente de lo que ha sido. Y eso porque la de Beatriz, desde un principio, fue una candidatura dispuesta a ganar en el ámbito de la política tradicional. De esta forma, no puede existir otro camino que no sea el de la autobiografía para comenzar a construir su figura mediática.
Ahora bien, para no caer en los vicios de la fórmula, es necesario procurar para una franja electoral que la candidata vaya poco a poco encarnando las problemáticas del país que busca transformar. La de Beatriz Sánchez comenzó así con destacar su origen regional (porque ahí donde la izquierda podría exigir procedencia de clase, la provincia es capaz de suplir esa certificación), los años de universidad en Concepción, su vocación periodística, su pareja y la primera guagua. Tomas de la candidata caminando lentamente por el campus de la universidad penquista, archivos personales que ilustran su historia de vida, dos, tres escenas más y ya tenemos un primer vector definido y sólido: ser mujer en una sociedad como la nuestra. La temática de género se anuncia desde un lugar eficiente y transversal. Después, una breve explicación de su acercamiento al Frente Amplio y enseguida el imaginario de la marcha como lugar de origen (aquí Kast aparece como el candidato de Chile Vamos que antagoniza de forma directa con este discurso).
Un corte y comienza una historia. Unos niños tirándose los granos de los cartones en un bingo a beneficio. De pronto, hay una mirada entre ellos, algo más que serio, profundo. Logran transmitir al espectador que han pasado del juego a la consciencia, saben que están ahí para juntar plata y pagar con ella los tratamientos de salud de uno de los dos. La escena es silenciosa, bella y triste. La casilla B4 en que se acomoda el poroto de la lotería se troca en prolepsis por el número de una sala de espera en un hospital. Vemos al niño ahora adulto (el actor, de morenitud rampante, es quien interpretó al tremendo Claudio en la serie El Reemplazante) junto a la que podríamos asumir es su hija. La niña pregunta a partir de la historia quele acaban de contar:
— ¿Por qué no la llevaron al hospital no más?
— Bueno, porque en esa época si tú sufrías de algunas enfermedades, tenías que conseguir la plata como fuera para mejorarte.
— ¿Juntaron la plata?
…
Este fue, en términos televisivos, el mejor momento de la primera franja de Beatriz. Emotivo, sencillo, contundente. Mostrar más que narrar(se) de manera resuelta. No por nada es la única franja que, saliendo del cliché de la guagua en brazos, acudió a la representación de la infancia como metáfora tanto del provenir, en la niña que espera su turno de atención, como de la imperiosa necesidad de cambiar el sistema del bingo, en la dolorosa niña del bingo. Se enfatiza, además, a través de estas figuras infantiles, el género como piedra angular del cambio propuesto.
Para Beatriz es la salud el tema que articula la hipótesis de esta primera franja. Así, se explica el miserable gasto que hace el Estado en este derecho social. Pero no sólo eso, también se nos señala cómo los pocos recursos que se destinan van en su mayoría hacia los ciudadanos de más alto ingreso y apenas una fracción hacia los de menores. La candidata es tajante: en Chile “hay una salud para ricos y una salud para pobres”. Quien haya visto el filo de la guadaña afeitar regularmente la posta, lo sabe. Y en seguida, la propuesta: con el 7% que aportamos en salud se proyecta crear un seguro universal y solidario.
Por último, como Beatriz es la candidata del carisma, en una franja donde ese rasgo escasea de manera dramática parece lógico que la campaña no desdeñe el jingle. No soy experto en música, pero pegadizo como que no era (y no me refiero a Fonsi/Daddy, sino a “Qué micro toma Tomás” o algo así), aunque era visible el intento de hacer que la canción de campaña tuviese un coro semejante al desgañitado cancionero de las marchas. La pregunta es si acaso esa estrategia, la del carisma y de la tradición visual, que en primera instancia pareciera caer de cajón, no es a la larga contraproducente. Esto considerando que la escisión ya no sólo de ideas, sino respecto a aquella percepción aurática que se tiene de la figura presidencial (una percepción que comenzó a fraguarse en torno a Bachelet, y de la que se nutre hoy la imagen presidenciable de Piñera para plantear la insalvable distancia entre autoridad y encanto) termine afectando la búsqueda de un electorado masivo. Es obvio que se trata de una polarización patriarcal. Incluso Lagos la intentó imponer en su momento. Ante esto, hay que mantenerse atento, en gran medida debido a las para nada despreciables corrientes de antibacheletismo que cruzan el humor de la población, y que, más encima, no son de sencilla identificación en el espectro electoral. Es importante comenzar a tener en cuenta estas aparentes minucias si se está dispuesto a bajar a la arena política tradicional, a su sarta de encuestas, debates, y sociólogos chascones. No tanto para someterse a sus horrendas leyes, sino para jugar con la dialéctica de sus premisas.
Es cierto que es improbable pretender mermar el carisma de Sánchez, pero puede atenuarse. Mostrarla más elemental, menos biográfica. La imagen tiene razones que la razón no entiende. Y, por lo pronto, hay que devolverle los collares colorinches y los anillos gigantes de fantasía. Un candidato del siglo XXI, como la posicionada periodista de la nueva era que Beatriz es, debe poseer un estilo que la imposición de normas tradicionales, por más que se esté dispuesto a meterse en sus caudales, no debiese arrastrar.
Mayol: me verás volar en la ciudad de la furia
Sé que no lo entiendes, pero lo verás.
Alberto Mayol comienza por entregarnos un dato que podría definir los futuros anales de la meta–franja: hace exactamente 29 años se estrenó otra franja política, la que daba inicio al plebiscito del SÍ y el NO. Su padre, confiesa (porque hay un discreto, pero innegable cariz confesional en el tono), dirigía entonces la campaña del SÍ. A partir de ahí Mayol asume un discurso que se revela contra la ley del padre y, a través de ese gesto liminal, nos propone que leamos la evolución que representa en la izquierda chilena. Algo de la estructura de esa galaxia muy, muy lejana donde el hijo derrota al padre se puede barruntar en esta pequeña introducción. Y es que matar al padre es un tema que, al parecer, nunca pasa de moda.
Por extraño que parezca, el candidato no sólo hace una analogía con las impugnaciones de caos social que debió enfrentar el NO concertacionista (nombrando, sin más, uno de los grandes resquemores que provoca el Frente Amplio en la izquierda que no ha querido militar en sus filas, a saber: que su conglomerado se convierta en una versión renovada de la Nueva Mayoría), sino que las actualizas argumentando que hoy por hoy el Frente Amplio es hostigado por el mismo “viejo argumento para meter miedo”. Es cierto, se le reprocha a la Nueva Mayoría su ausencia en el espacio democrático que supone la franja, pero queda suspendido en el aire el murmullo de si acaso son entonces Mayol y compañía quienes van reemplazarla o si son una fuerza política distinta.
Con todo, en este primer devaneo con la cámara, es notorio cómo la pelota retórica se enreda en las concienzudas fintas que elabora el candidato para presentarse. No ayuda en nada que las lea con poco desplante y que base su introducción en las metáforas del linaje y la redención.
A continuación comienza una letanía que tiene como puntal la frase: “No has entendido nada”. La primera es así: “Si lo tratas a él de maricón y a ella le dices negra de mierda: es porque no has entendido nada”. El principal problema con esta alocución es que está formulada mediante la exclusión, y en ocasiones en una confusa interpelación tanto a la sociedad en su conjunto como a sus rivales políticos. El equipo de Mayol revela así algo que también responde a un soterrado resquemor con el Frente Amplio: su simiente universitario–mesiánica. Sobre todo, en aquel momento en que hace suya una urticante frase que nuestra generación escucha cada tanto cuando se pretende hablar de política en los círculos que se alejan de las clases de lucha y penetran las complejidades de la lucha de clases: “Si piensas que da lo mismo quedarse en la casa y no ir a votar para cambiar a los mismos de siempre” es porque, claro que sí, “no has entendido nada”. Y el candidato profesor nos dice: no entendemos nada, en una larga exposición del cúmulo de problemas que padece el país. Esto irrita. Sin embargo, no descartaría que todo se tratase de una estratagema avanzado, de raigambre psicoanalítica tal vez, en que se busca deshacer de un plumazo la interdicción y los temores que lastran el discurso de este filón del Frente Amplio, consistente en exteriorizar el síntoma traumático en voz alta: somos universitarios y la Nueva Mayoría es un referente a trascender.
De forma paradójica, la franja de Beatriz, con jingle y todo, se parece mucho más a la campaña del NO que esta de Mayol. Queda la impresión, de todas formas, que en este primer asalto el comando del candidato del Frente Amplio “no ha entendido nada” de la TV.
La marcha, por otro lado, emerge de nuevo como el punto de partida de la aventura del Frente Amplio, y es absolutamente necesario que así sea, pues es un patrimonio político que al menos en este ínfimo y truculento mundo de la captura de votos alude a un símbolo que “les pertenece”.
Por último, puesto que el manejo escénico de Beatriz frente a Mayol es sustantivo, el candidato haría bien en proseguir por el camino que tomó el segundo día de franja, donde, tal como el Mago de Oz, decidió ocultarse tras el cortinaje para desplegar desde ahí las ideas que conforman su proyecto de forma precisa. Mientras tanto Beatriz, esta vez sin biografía ni escenas, recurrió a los “rostros” novísimos de la nueva comedia chilena y se sumergió un centímetro más en los esquemas y fórmulas que más le convendría reinventar que simplemente imitar.
La franja sigue y, a veces, si uno baja un poco el volumen (o si lo sube mucho también), parece un corto de Ruiz. Puede ser que con esta foto hayamos capturado un cuadro relevante de esa película.
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[1] Desde los expresivos ojos del suplicio chino en el flagelante cuadro con que se obsesiona Bataille hasta la inmensidad y el yermo en las fotos de Rulfo, la fotografía parece no sólo ser capaz de capturar el territorio y las tripas de lo humano, sino que es capaz de encuadrar además ese instante de su perpetua comunión.
[2] Y bueno, está ese otro contratiempo con el obituario del pensamiento occidental que decreta eso de que la experiencia también ha muerto.
[3] En Latinoamérica popular poco y nada se puede decir de lo dramático a secas. Como género, el melodrama sudaca es tan determinante en la creación regional que no podemos describir la estética del recurso en base a la primera categoría: el melodrama exaspera el elemento pasional hasta volverlo artificioso, ornamental, maravilloso, y por lo mismo real, en los términos dialécticos que propone el barroco latinoamericano como expresión artística.
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