/ por Flavio Dalmazzo
Creo que son tres las canchas de fútbol que he tenido más cerca durante mi vida. A la primera, la más grande de todas, la llaman “La Poza”: ahí íbamos a hacer educación física a veces, porque nuestro colegio, la Junior, quedaba al frente y en su pequeñez no contaba con espacio suficiente; recuerdo el trote y las estelas de polvo en el aire, el frío y la niebla de las 8 am, las bolsas endurecidas por neoprén seco dispersas en las esquinas, la historia de la avioneta estrellada y los rumores sobre el diablo que supuestamente aparecía bajo un eucalipto inmenso a medianoche. La segunda es la multi, a la entrada del 5to Sector: emblemas de la lógica concertacionista, febles, cínicas y noventeras, las multicanchas de población fueron una foto perfecta para alcaldes de turno y cosas ruinosas e incluso mortales con el paso de los años, de tan pura cáscara que fueron, con sus fierros oxidados y mallas maltrechas, con sus bancas rotas y los arcos y aros de basquetbol caídos; como sea, en la multi me vi alucinado junto a otros cabros pelusas del cerro, trepando como monos–araña, diría Carrasco, y más tarde bajando cajas de vino en la penumbra o pichangueando mal algunos domingos por la mañana. Por último, está la cancha chica, mi verdadera cancha: un trozo de tierra baldía cercano al block, en realidad un lugar para estacionar vehículos, donde transcurrió buena parte de la infancia. Jugar fútbol en canchas así es toda una proeza: siempre alerta al paso de los autos, en pendiente, con maleza, piedras y hoyos enormes, era además difícil que la pelota no diera contra las ventanas de algún vecino o se nos fuera boteando cerro abajo. Por cierto, en Playa Ancha están también las canchas del Alejo Barrios, del DPA y el glorioso estadio del Wanderers. Pero rara vez bajábamos a ellas. La vida de cerro es así.
Confieso que si aludo a estos recuerdos para comenzar a hablar de Calle abierta* es por intentar enlazarlo con algún tipo de experiencia porteña. Otra manera habría sido tomar el verde nada azaroso de su portada y pensar entonces la relación fútbol/poesía a la luz de estos señeros versos de Rubén Jacob (por lo demás un wanderino consumado, de quien dicen que se conocía casi todas las formaciones históricas del equipo y que eligió nada menos que el estadio de Playa Ancha como sitio donde esparcir parte de sus cenizas): “Los jugadores de fútbol sufren / Y corren en el pasto de los estadios / Ahí en esos recintos amurallados / Los aclaman como a héroes / Y también los vilipendian y escarnecen / Como a empedernidos criminales”. Pero si opto por lo primero es porque me parece que la operación predominante en Calle abierta quizá sea esa: a partir de retazos de barrio, imágenes de infancia, lecturas y experiencias en gran medida inscritas en clave futbolística, ir montando una trama identitaria donde poder reflejarse, reconocerse.
“Canchas de tierra”, el primer poema del libro, cifra sin más esta tentativa cuando dice: “A nosotros nos tocó el dolor compartido / jugar a la pelota en las tierras baldías”. Algo cimbra en estos versos, algo se anuda. Efectivamente, los derrotados de siempre, los olvidados de siempre, esa gente que ya no aguanta más, puede que para definirse sólo cuenten con el dolor que les ha tocado y que comparten: fragmentados, inconexos, huérfanos en el eriazo histórico que les legó el pasado siglo, moverlos a jugar sin embargo el partido en estos paisajes de la derrota acaso sea lo que proponen los poemas de Contreras. Para eso naturalmente se necesita táctica, estrategia. Para eso es necesario reconocerse primero, e imaginar y construir un nosotros: hacer que emerjan y vibren pedazos de pueblo, comenzar a balbucearlos, a decirlos, a articularlos en una lengua severa, en prácticas discursivas. Porque lo popular no es algo que esté dado de antemano o por allí escondido a la espera de ser representado. Un pueblo no se describe, se construye. “Tal vez si tuviéramos identidad […] pero nada de eso, sólo el desastre”, leemos en otro pasaje del libro. De aquí entonces el fervor y la insistencia en el arte del balompié: religión y fiesta y guerra de barrios, el fútbol es uno de esos pocos espacios donde aún se juegan pasiones, identificaciones y sentidos. Es decir, políticas. Sólo en la marea de la hinchada cabe sumarse a la caravana y “ser un verso más”, porque “a mí también me duele”, dice el hablante, y porque pese a que en estos peladeros la avaricia devora todo vorazmente, hay en el fútbol algo que resta, ciertas zonas de resistencia, cosas que jamás podrán negociarse (“Gol de Aránguiz” es un poema ejemplar en este sentido). No por nada Eric Hobsbawm leía en los cambios experimentados por el fútbol durante las últimas décadas una figura decisiva para comprender el mundo en la era del capital transfronterizo y la crisis de las identidades del siglo XX.
Ahora bien, jugar en la cancha del siglo XXI supone tácticas audaces y estrategias claras. Tal vez por esto en Calle abierta son varios los textos que abordan cuestiones de poética y que se preguntan por la posibilidad de una poesía política escrita, como diría Celan, bajo el agudo acento de lo actual. Es posible que me equivoque, pero considero que la estrategia de Pato Contreras en este libro pasa por entender al lenguaje como materia prima cultural, como disputa por un sustrato donde las mayorías puedan identificarse, recordar, resistir y hasta articularse en una voluntad colectiva. La poesía como una puesta de lenguaje en común donde se sedimentan pasiones: dolores y alegrías, carnaval y memoria, diálogos y rupturas con la tradición. La poesía como esa aduana que separa –y junta, habría que añadir– literatura y realidad. Poemas como estallidos negros que desbaraten los cimientos de la realidad y dobleguen la lengua de los farsantes: con los pies en la calle, sin rodeos, diciendo las cosas por su nombre.
Por otro lado, audacia de las tácticas. Hay un movimiento en los textos de Calle abierta según el cual el ego es interrumpido y habita una encrucijada: aparece y desaparece, se afirma y deshace, es tomado por un proceso incesante de resurrección y muerte, y luego surge críticamente como pura vanidad y coqueteos en el espejo o bien como el producto de genealogías –familiares y literarias– que dan cuenta no tanto de las tramas emotivas de un sujeto, sino más bien de ciertos lazos de clase. Pero hay también, a contramano, el atisbo de una inclinación a decirse por otros, a ensayar tonos en destiempo o a incorporar derechamente otros registros, injertos, parches escriturales. A la manera de Yanko González, Jorge Torres, Jaime Pinos o Gloria Dünkler, poesía surgida no desde la construcción de un yo que padece la historia, que la enuncia o contempla, ni mucho menos que la redime, sino un montaje de voces discordes y fragmentos de lo real, una urdimbre llena de pliegues y aspereza. Aunque leve, algo de esto se percibe en Calle abierta. De manera que hay afirmación y negación del ego, y la voz permanece en ese trance, sin resolución. En poesía, se sabe, todo es cancha.
Hay por último una idea a la que Patricio vuelve en este libro y que me gustaría subrayar: se trata del fin de la racha, de la fiesta que acaba mal, a balazos. Me quedo pensando en la persistencia de esa imagen latente en varios poemas. Me pregunto si ella, en las placas tectónicas más profundas de la memoria, acaso no sea un rescoldo del trauma histórico, de esa fiesta que fue una vez este país hoy partido en pedazos, interrumpida por el crimen y la cobardía. Me pregunto si no hay en el retorno de esa imagen el presentimiento de algo por venir: una fiesta nueva donde, tras los balazos, nos toque celebrar hasta el amanecer.
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Este texto fue leído en la presentación del libro Calle abierta (Balmaceda Arte Joven Ediciones, 2016) de Patricio Contreras, durante el mes de mayo de 2017 en La Sebastiana, Valparaíso.
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