/ por Cristián Pacheco
y Gustavo Ramírez
Dos adolescentes periféricos entran a un minimarket, desactivan la alarma y con tranquilidad roban plata de la caja, algunos cigarros y dulces que se tiran de un pasillo a otro así como jugando. En un segundo plano, del otro lado del ventanal, en el estacionamiento del servicentro aparece un grupo a rostro cubierto para robar el cajero. Los pinganillas se dan cuenta de lo que pasa cuando la camioneta revienta el vidrio y se activan las alarmas. Arrancan por una salida trasera, pero un trabajador de la bencinera atrapa al más chico. Con sirenas y balizas de fondo, los protagonistas del alunizaje escapan con el botín. El más grande de los cabros rescata a su compañero y luego de un entuerto con el bombero termina reducido, con la mejilla contra el pasto, gritando: «¡Corre! ¡Corre!».
La escena que introduce Mala Junta (2016) es cautivante y prometedora. La primera película de Claudia Huaiquimilla posiciona su discurso en las contradicciones de clase y con gran calidad cinematográfica nos presenta al Tano (Andrew Bargsted), un adolescente capitalino que corre el riesgo de quedar en custodia del Sename por su mala conducta. Cansada de estas situaciones, su madre lo manda a vivir con su padre hasta entonces ausente (Francisco Pérez–Bannen), otro santiaguino refugiado ahora en los bosques de San José de la Mariquina, con quien Tano mantiene una relación tensa. En este escenario conoce al Cheo (Eliseo Fernández), un joven mapuche tímido y algo ingenuo que sufre el abuso de sus compañeros winkas del liceo, personaje que transforma la marginalidad del Tano en el drama de un adolescente apático que toma conciencia del mundo que le rodea al observar las injusticias que sufre su conocido, luego cómplice y finalmente yunta. Como telón de fondo se entrelazan el amor reprimido entre la madre del Cheo y el padre del Tano, y la empresa celulosa, paisaje recurrente del capitalismo salvaje en ese territorio. De esta forma, la película instala la pregunta que guía al espectador durante toda la historia, ¿quién o cuál es la mala junta?
De que tiene ritmo, la película lo tiene. Avispados travelling, bonita fotografía, un paisaje gris que se tutea con el tono ceniza de las temáticas que intenta esbozar. A veces el pito de una tetera, el vapor cortando la atmósfera de una fría casa en el sur. La tele chica encima del refrigerador. Las noticias de algún canal: desmanes en la Araucanía. Un barullo indiscernible de consignas. Barricadas y palos ardiendo. La tetera está hirviendo, la tele también. Otras tantas, la escena es un camino polvoriento y una animita al costado. Un niño que se detiene frente a ella.
En un comienzo, los primeros veinte minutos tal vez, las imágenes son así de meticulosas y delicadas. Todo está en su sitio, deslizándose calmo por el ojo del espectador, como una corriente de agua a la que se le pueden ver muy claras y pulidas las piedras al fondo. Nada de esos típicos planos fijos que suelen estancarse en un paisaje visualmente mudo, sólo con la intención de avisarnos que esta que estamos viendo no es una película comercial. Y no es casual que esa primera muestra de destreza cinematográfica sea la que narra al Tano, el protagonista de la película, pues en cuanto la historia comienza a penetrar el sur cercado y sangrante –la complejidad de la situación histórica y actual del pueblo mapuche–, el conjunto de la propuesta fílmica flaquea. Se pasa entonces de esa brillante secuencia del asalto lumpen al comienzo, filmada con una soltura frenética y verosímil, donde la cámara logra hilvanar el precioso y plácido robo de los niños al local de la estación de servicio con el sorpresivo desjarretamiento del cajero y la acelerada captura del Tano, al crudo simbolismo del bosque en el que talan un árbol en lontananza.
Esa forma en que la directora tantea lenguajes fílmicos para encontrar la expresión exacta que sea capaz de retratar todo lo que entraña el antagonismo entre el Pueblo Mapuche y el Estado chileno es la que hace que la película se extravíe en una recursividad que a ratos parece vacía. De la televisión prendida frente a la tetera hirviendo, es decir, de esas destrezas, se pasa a recreaciones de protestas televisadas, o escenas de actos públicos con fugaces fotogramas de una comunidad que aparece como extra. Todo se torna menos sutil, más ansioso y, por momentos, torpe. Como si en algún momento la película abandonara toda densidad a cambio de la utilización de escenas artificiosas, colmadas de texto y lugares comunes sobre el conflicto, que terminan en la extensión de un discurso televisivo y no en la complejización de la relación clase/raza que prometían sus primeras escenas. Pese a todo esto, el argumento no sufre un daño irreparable y se mantiene certero: el conflicto atraviesa a los personajes y los interpela. Con la realidad en la cara, el Cheo pasa por un proceso de transformación y conciencia que lo obliga a posicionarse; para el Tano, involucrarse o no es una decisión.
Por otro lado, poco y nada ayuda el casting total con que la, eso sí, virtuosa directora, parece querer decirnos aquello que logra enunciar durante los primeros minutos de la película: que se puede hacer un cine interesante sin tener que apostar por la opacidad y lentitud de uno contemplativo. Entonces, quizá para enfatizar el punto, figuran en él una pléyade de personajes icónicos del cine y la televisión contemporáneas. Está Machuca, Violeta se fue a los cielos, el Maicol de El Reemplazante y Francisco Pérez–Bannen escorando hacia el lado de la tele (a quien le falta la pura hacha para rescatar a la abuelita de la caperucita). Y, sin embargo, Tano (Andrew Bargsted) es un acierto mayúsculo. Sin él es probable que la película no hubiese podido sostenerse hasta el final, arriesgando hacerse añicos en el trayecto. La misma pretensión de intentar abarcar la marginación –no ya la marginalidad– en el espacio urbano junto a la confrontación en Wallmapu es posible leerla desde esa totalidad de referentes que parece querer acaparar el elenco. Irónicamente, la película trastabilla de forma tan notoria en su desarrollo que le resulta inevitable acudir en el cuadro final a la toma silenciosa y facilistamente simbólica de aquel cine chileno del que en sus mejores momentos se logra distanciar.
Este primer largometraje de Claudia Huaiquimilla es una promesa, no tenemos la menor duda sobre eso. Porque el arrojo con que realizó su debut en el cine es a ratos su mayor virtud, pero también su más tenaz defecto. Mala Junta porta consigo todas las contradicciones de ese entrelugar complejo denominado mapurbe por el poeta David Añiñir, y luego apunta meticulosamente; pero falla al disparar con las armas del imaginario nacional. «Espero remecer corazones más que conciencias», dijo Huaiquimilla en una entrevista, y sin duda lo logra. Por eso Mala Junta es una apuesta prometedora, mientras esperamos por un cine que nos revuelva las tripas, y que haga de tripas corazón.
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