/ por Rodrigo Karmy Bolton
A veces, hay interpretaciones que se ponen de moda. En Chile, un país muy dado a las modas de todo tipo que hace honor de ser la “copia feliz del Edén”, ha surgido la moda de decir que Michel Foucault se habría sentido “atraído” por el neoliberalismo al haber dictado su curso de 1979 en el Collège de France titulado El nacimiento de la biopolítica. En su columna del 3 de enero del 2017, publicada en CIPER, Arturo Fontaine reseña el excelente libro compilado por Gonzalo Bustamante y Diego Sazo, Democracia y Poder Constituyente, sugiriendo en varios pasajes la supuesta “atracción” foucaultiana por el neoliberalismo. Tal hipótesis sigue la recepción del tema que ya había hecho Eugenio Tironi en Sin miedo, sin odio, sin violencia. Una historia personal del NO, donde el sociólogo se comparaba con Foucault por haber sido un intelectual de izquierdas que, como el francés, habría terminado por sentirse enormemente atraído por el neoliberalismo sin renunciar, supuestamente, a sus principios políticos.
Fontaine hace dos gestos: en primer lugar, intenta mostrar la atracción foucaultiana al neoliberalismo como una renuncia a sus posiciones de izquierda y, en segundo lugar, pretende advertir que la izquierda sin gubernamentalidad (que para él es equivalente a neoliberalismo) simplemente no podría gobernar. La operación de Fontaine intenta despojar a las izquierdas del nombre Foucault para mostrar que la gubernamentalidad de la izquierda, en rigor, no era más que la de la derecha (y de la derecha neoliberal, por cierto). Si gubernamentalidad y neoliberalismo se identifican (es lo que hace Fontaine), entonces las izquierdas –si no quieren replicar a Podemos o a Maduro, dos figuras que Fontaine identifica como equivalentes– deberían dejar el “populismo” y asumir la necesidad de ejercer una gubernamentalidad neoliberal.
La operación de Fontaine –pero, de algún modo, también la de Tironi– no deja de sorprender, aunque se arraigue en una lectura que proviene de algunos autores franceses cuyos trabajos han aparecido en los últimos años. Me refiero a dos comentarios a las famosas lecciones de Foucault de 1979 que intentan explicar esa “atracción”: la de Geoffroy de Lagasnerie y la de Daniel Zamora.
Para de Lagasnerie, Foucault se habría sentido atraído por el neoliberalismo puesto que su modelo le habría permitido adoptar una analítica más allá del modelo político–estatal: “Foucault vio en los conceptos de «mercado», «racionalidad económica», homo oeconomicus, etc. instrumentos críticos sumamente poderosos que permitían descalificar el modelo del Derecho, la Ley, el Contrato, la Voluntad General, etc. Ese paradigma abre paso a la posibilidad de hablar un lenguaje que no sea el del Estado”.[1] Según él , Foucault habría encontrado en el neoliberalismo un paradigma que le posibilitó pensar más allá del léxico político–estatal. Su hipótesis no plantea que Foucault haya abrazado ideológicamente al neoliberalismo en contra de la izquierda, sino tan sólo que lo habría adoptado estratégicamente “contra la sociedad disciplinaria”, en orden a elaborar nuevas prácticas de “desujeción”. En este sentido, diremos que de Lagasnerie sostiene que la atracción foucaultiana por el neoliberalismo habría sido una “estrategia” para re–inventar a la propia izquierda, pero en ningún caso suscribiría el que tal estrategia terminara en una adscripción ideológica.
En una posición levemente más radical, Zamora afirma que la atracción foucaultiana por el neoliberalismo no sería una simple “estrategia”, como plantea de Lagasnerie, sino que constituiría una adscripción mucho más de fondo. Dice Zamora: “Foucault estuvo altamente atraído al liberalismo económico: él vio allí la posibilidad de una forma de gubernamentalidad que era mucho menos normativa y autoritaria que la de la izquierda socialista y comunista, a la que él veía como totalmente obsoleta. Él vio especialmente en el neoliberalismo una forma de política «mucho menos burocrática» y «mucho menos disciplinaria» que aquella ofrecida por el estado de bienestar de la posguerra […] Nuestra perspectiva es que él lo usa (al neoliberalismo) como más que sólo una herramienta: él adopta la visión neoliberal para criticar a la izquierda”.[2]
Digamos que ambas lecturas (la “estratégica” de Lagasnerie y la “ideológica” de Zamora) obliteran una referencia foucaulteana clave: Nietzsche. Cuando Foucault propuso en sus lecciones de 1976 la famosa “hipótesis Nietzsche” para ir más allá de los análisis “hobbesianos” del poder (contractualistas y orientados al problema de la soberanía) transversales al liberalismo y al marxismo, a diferencia del planteamiento de de Lagasnerie y Zamora, no esperó a Hayek ni a los ordoliberales, ni a Friedmann y los neoliberales para asestar un golpe a la sociedad disciplinaria.
Como filósofo del presente, Foucault no se siente “atraído” por el neoliberalismo, sino por la mutación en los regímenes, constatando una discontinuidad en la historia de las prácticas gubernamentales: el capitalismo europeo está transformando al Estado de bienestar en un Estado subsidiario, articulado en base a un modo de acumulación flexible que inaugura otro “régimen de veridicción” en el que será la economía y no el derecho, el problema del éxito y no el de la legitimidad lo que dé la medida. A esta luz, Foucault es fiel a la discontinuidad de las racionalidades políticas, advirtiendo a la izquierda de su tiempo que los problemas no pasan necesariamente por una crítica al fascismo de Estado sino, más precisamente, por trazar una crítica a la nueva articulación gubernamental de corte neoliberal.
La operación puesta de moda por cierta intelectualidad chilensis intenta llevar a Foucault al confesionario: le incita a decir la verdad de sí mismo, a confesar lo que supuestamente es y sujetarle a su poder. El sintagma “Foucault neoliberal” no dice más que la marca de una identidad respecto del pensador que, precisamente, puso en cuestión los dispositivos por los que tal marca podía funcionar. “No me pregunten quien soy –decía un joven Foucault hacia el final de la introducción a la Arqueología del saber– ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir.” Resistente respecto del saber–poder que orienta sus garras hacia la captura de los cuerpos, la escritura foucaultiana se sustrae a la economía de la confesión con la que funcionan gran parte de los dispositivos (jurídico, médico, psicológico, mediático, etc.) en la modernidad, llevando a esas formas de identificación que subrayan la figura del autor hacia su ruina. Como una experiencia radicalmente singular, la escritura se resiste a responder a la demanda de la confesión de una determinada identidad. Porque nada hay “detrás” del nombre Foucault, nada hay “detrás” sino un “desgarro” en el campo del lenguaje –para decirlo en el léxico de Las Palabras y las Cosas–, una discontinuidad en el flujo discursivo.
Frente a los diferentes intentos pastorales por neoliberalizar a Foucault –como aquellos que intenta Fontaine–, quisiera reivindicar un Foucault an–árquico, en el sentido de constituir un pensador que articula una operación riesgosa, que consiste en asumir radicalmente al pensamiento después de la consigna nietzscheana sobre la “muerte de Dios”. En efecto, como ocurría con el Nietzsche de Georges Bataille, Foucault se reduce si se lo piensa al interior del clivaje moderno del humanismo. Que el pensamiento sea an–árquico significa que la verdad no es más que un conjunto de procedimientos, que el sujeto es un efecto de superficie y la historia un conjunto de fuerzas singulares exentas de principio o final. No hay sujeto, no hay fundamento, no hay principios: el pensar foucaultiano se mueve, pues, como experiencia. Sin fondo y, sin embargo, con una voz, Foucault resiste todo juego de saber–poder cuya vocación se apreste a capturar a un nombre, cuerpo o fuerza. No puede haber sido “atraído” por el neoliberalismo, sino, más bien, fue concernido por la fuerza del acontecimiento. Por la mutación que está teniendo lugar, por la singularidad de un ensamble gubernamental que está horadando desde dentro a los diversos y clásicos ensambles disciplinarios del Estado de bienestar.
Tras lo singular. Foucault y el ejercicio del filosofar histórico de Tuillang Yuing es un libro clave en este sentido. Contra la operación de Fontaine, que hace de confesor para tranquilizar a las buenas conciencias diciendo, en el fondo, que Foucault no era más que lo que nosotros, los neoliberales, ya habíamos descubierto, Yuing, en un gesto clave, nos propone otra operación: detengámonos, escuchemos a Foucault y veamos cómo su extraña articulación entre filosofía e historia redunda en una experiencia acerca de nosotros mismos. “La permanente referencia al presente –dice Yuing– permite dar cuenta de uno de los propósitos más gravitantes del filosofar histórico: hacer de la historia algo útil, específicamente, algo que contribuya a modificar el modo en que los sujetos habitan su propia actualidad” (370). No se trata de un filosofar histórico recluido en los cuadrículos de una academia destruida internamente, sino de una reflexión cuya articulación arqueológica o genealógica traza los contornos de una ontología acerca de nosotros mismos, en la que el pensamiento desactiva la idea de que habrían “grandes problemas” que aquejarían a los hombres desde el principio de la humanidad para devenir en una filosofía de lo singular orientada a dilucidar la inmanencia de las prácticas.
El sintagma “ontología acerca de nosotros mismos” trastoca lo que habitualmente entendemos por “ontología”: no se trata de una disciplina orientada a indagar el carácter perenne del ser, sino de una experiencia que, tal como funciona en las genealogías, intenta dilucidar el modo en que nos hemos constituido en sujetos de saber, poder y agentes morales. Pero, ¿por qué sería relevante una operación como esa? Ante todo, porque sólo si sabemos cómo nos hemos constituido, podemos comenzar un “trabajo de recreación infinita de nosotros mismos” en el que podamos devenir otros, en orden a mostrar la fisura de una forma de sujeción y plantear la posibilidad de no ser gobernados de esta forma.
Por cierto, la ontología histórica foucaultiana se trata de una forma de “ilustración” (Aufklärung) que no se reduciría a ser una época histórica determinada, orientada al “uso de la razón” por parte del experto que habla bajo la estridente bota de Federico II, como ocurre con Kant, sino mas bien constituye la actitud de un “coraje de la verdad” expresado en la arremetida de un cuerpo indócil que, como el de los cínicos (es la figura que Foucault usa en su último curso de 1984), desafía al nómos de la ciudad. Ahí donde los defensores de la ciudad pretenden encasillar, clasificar, cesurar la vida entre el ámbito privado y el público, el filósofo ejercerá su “decir veraz” bajo el riesgo de su cuerpo que se resiste a ser encasillado, clasificado y cesurado. El cínico funciona en Foucault como quien ejerce esa actitud transhistórica contra los poderes de turno.
Lectura de un cierto Sócrates materialista (a contrapelo del Sócrates espiritualista adjudicado a Platón), por cierto, que se orienta a transformarnos a nosotros mismos y a promover el cuidado de sí antes que el conocimiento de sí. Y un cuidado de sí jamás puede ser asimilado a la figura del empresario de sí fomentada por el discurso neoliberal. El primero implica una estética de la existencia orientada a transformarse permanentemente, mostrando el carácter no sustancial del sujeto; el segundo, supone subjetivarse única y exclusivamente bajo la forma empresa. Cuidado de sí no puede ser una figura del empresario de sí. Más bien, la figura de un Sócrates materialista desafía la lectura clásica de Kant: de un modo inverso al pensador de Königsberg, Foucault hace de la filosofía una experiencia de transformación de nosotros mismos, situando no a la razón, sino al cuerpo; no al experto, sino al parresiasta (aquél que dice la verdad) que desactiva las pretensiones de los poderes establecidos. El pensamiento –insiste Yuing– se articula en Foucault por la “gramática que le asigna su época”. En eso consiste el talante de su historicidad, el peso de su “actualidad”. Porque lejos de implicar una simple determinación histórica, en Foucault el pensamiento se escombra justamente cuando una época no puede de sí misma, abriéndose en el abismo entre los cuerpos y la historia.
Así, el pensar es un gesto an–árquico que abraza la discontinuidad de lo singular, de lo histórico si se quiere, ahí donde sus tramas no pueden apelar a un origen al que volver, ni a un principio sobre el cual fundamentar. Sólo superficies, abiertas de carne en carne, lejos del discurso universitario que, en su permanente vocación pastoril, intenta identificar quién es Foucault. La importancia del libro de Yuing reside en atender la “atracción” foucaultiana por lo singular, no por el neoliberalismo. En ese sentido, Foucault es lo que jamás calza con Foucault, lo an–árquico por excelencia.
Tras lo singular. Foucault y el ejercicio del filosofar histórico
Tuillang Yuing
Cenaltes, 2017
Ensayo, 388 págs
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[1] Geoffroy de Lagasnerie, La última lección de Michel Foucault. Sobre neoliberalismo, la teoría y la política, FCE: Buenos Aires, 2015, pág. 97.
[2] Daniel Zamora, “¿Podemos criticar a Foucault? Foucault como neoliberal” en Ando en Pando.
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