/ por Camilo Valdés
«Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que
ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales.
Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de
algo estoy seguro: no saben nada de fútbol»
Eduardo Sacheri
Cada vez que juega La Roja esta larga y angosta franja de tierra se vuelca sobre la entrega en cada balón disputado, en cada barrida o situación de gol. Es cierto que Chile difícilmente podría ser representado por un solo significante. Sin embargo, desde la llegada de Marcelo Bielsa, La Roja se ha trasformado en un significante vacío, es decir: un significante que hegemoniza las aspiraciones de determinada demanda colectiva y que representa sus emociones más viscerales. El fútbol, eso sí, a diferencia de la política, lo podemos jugar de entrada todas y todos.
Cuando ganamos somos iguales, no hay diferencias. Al fin y al cabo, todos y todas nos reunimos a celebrar en Plaza Italia. Asistimos a ese encuentro festivo en automóvil, en metro, en micro o incluso lo vemos por televisión (¿cuántos televisores sintonizan TVN sólo para presenciar el relato centralista de la celebración?). Bajan los ricos del Olimpo de sus privilegios y los pobres estallan en felicidad, pues ven en el futbolista que proviene de sus barrios el reflejo de su propia imagen. Quizá más de alguno pueda leer entre líneas cierto resentimiento social, porque después del pitazo final seguiremos pateando piedras. Y cuando perdemos, volvemos a ser el mismo país de mierda posdictatorial.
Chile es un espejo fragmentado. No es lo mismo jugar en una cancha del sur o en una cancha de tierra en el norte. Aun así, la convocatoria a una pichanga permanece intacta, ya sea jugando a 3° en Magallanes o a 32° en una población de La Perla del Norte. Estas realidades tan diversas tienen pese a todo ciertas similitudes: quienes participamos del juego e intentamos acariciar a la redonda, después de terminar la terapia catártica (esto es: no pensar en nada más que ganar, analizar la mejor estrategia para mandarla a guardar, frustrarse por no haber dado lo mejor, salir y volver al partido, correr, chocar, sudar, caer y levantarse) obligatoriamente debemos volver después al día a día. Y volver al día a día en Chile es empezar otro partido perdiendo por paliza.
Y es que la vida cotidiana también tiene algo de fútbol. A diario nos enfrentarnos a un partido extremadamente difícil de jugar: pagar las cuentas con el sueldo mínimo, angustia continua por el horizonte previsional, trasporte público en hora punta, salud pauperizada, accesos miserables al agua (basta preguntar a los vecinos de Petorca), sin viviendas dignas, con un apartheid de educación para ricos y para pobres, una ultra derecha creciente, desengañados, «apolíticos», Paty Maldonado cada mañana en la televisión, Piñera presidente y toda esa fatídica fauna de la dictadura que se pasea impunemente por el espacio público. Por otro lado, los amigos de infancia perdidos en la pasta base, la mala vejez de madres y padres, la montonera de machistas, arribistas, conservadores y burocráticos: todos esos que dicen que da lo mismo quién esté en el poder, pues mañana tendrán que salir a trabajar igual. Pero no da lo mismo quién esté en el poder. Y esa es otra enseñanza del fútbol.
El fútbol es poder. Un poder extraño, pues ser futbolista puede sacarte de la extrema pobreza y convertirte en un excéntrico millonario. Sin embargo, el poder fáctico en el fútbol –la FIFA, los grandes capitales– está muy lejos de ser algo que ilusione y que nos pueda traer alegría: corrupción, tráfico de influencias, cohecho, fraudes, malversaciones, boletas falsas, paraísos fiscales, colusiones, VAR, turbios negociados, etc.
Todo esto me lleva a pensar en aquel fatídico 2 de julio reciente. Valparaíso, nublado. Un frío que se convirtió por minutos en llanto y desolación, y que luego se tornó en frustración cada vez que los cómputos mostraban la fidelidad del voto de derecha en Chile. Si bien contra Alemania perdimos por un error puntual, el trabajo colectivo del equipo estuvo a la altura; el problema es que las finales son siempre terra incognita, y se gana con resultados, no con buenas intenciones. Chile jugaba entonces un partido casi tan importante como aquella final perdida ante la Alemania de Löw. Signo y presagio, presenciaríamos otra derrota de la izquierda: el Frente Amplio, al igual que La Roja, haría un buen partido, pero sin poder finiquitar. Lamentablemente, los resultados dijeron que estamos muy lejos de articular un discurso que convoque a las masas disconformes. Incluso la izquierda ni siquiera pudo ganar el partido más accesible, el de posicionarse como primera opción en el hibrido político del FA. Como una relación tormentosa, aquí, otra vez, fútbol y política: no se puede aspirar al poder sin tener claro quiénes son nuestros amores.
La sociedad chilena ha depositado en La Roja deseos y obsesiones. Después de sacarse el traje del triunfo moral y conocer la gloria, es difícil no querer volver a ella. Aun así, es necesario aprender los gestos del extranjero –como Camus– y notar que la negación del saludo a Piñera por parte de Marcelo Bielsa abrió un camino para pensar otra forma de ver nuestra sociedad. Quizá a muchos les molestó o no pudieron comprender lo que hizo el rosarino, pero a veces los antagonismos deben llegar a tensiones irreconciliables y hay que agruparse con quienes estén de tu lado. En ese gesto, Bielsa nos recordó que nuestra sociedad no debe ser cínica con el poder político–empresarial, y combatirlo como colectivo: como Vidal trancando con la cabeza, como la tapada de Bravo al Kun Agüero en el minuto 119 de la Copa Centenario, como el penal a lo Panenka de Alexis Sánchez a Romero, como Medel contra Messi y Cristiano; pero también como la Mistral en las escuelas rurales, como los poemas de Pablo de Rokha, como el discurso de Miguel Enríquez en el Caupolicán, como los Vergara Toledo en dictadura, como la performance de Pedro Lemebel y Pancho Casas, como la resistencia de Matías Catrileo, como el 2011; y como todos esos anónimos que se levantan temprano, que viven con lo mínimo, que aceptaron al extranjero en su población y aprendieron su lenguaje; como ese que se rehabilitó de la pasta y dejó de ser domestico, como todos los gritos de “campeón” que no se concretaron en las finales del 79’ y el 87’. Porque nunca estamos determinados totalmente, y en las suturas se (re)construyen nuestras historias.
Creo en Marcelo Díaz, por más lastimero que suene su discurso: “levantarse es obligación”. Como una invitación al bar, es necesario dejar por un momento nuestro pesimismo habitual, porque esa Copa Confederaciones no era la Copa del Mundo, y a veces decidimos mal. Sino pregúntenle a Pizzi (y en él, a nosotros mismos) cuántas veces hemos repetido la frase “nunca más”. Hay que pensar políticamente lo que queremos construir como sociedad, y el fútbol, también bálsamo de penas y frustraciones, tiene mucho que enseñar en este sentido: un grupo de jugadores pobres, mapuches, discriminados, extranjeros, delincuentes, alcohólicos, drogadictos, choros o endeudados dejando todo en la cancha, dando la vida por ganar. ¿No fue algo como esto el aprendizaje más profundo que nos dejó la experiencia de la Unidad Popular?
Hoy, es necesario construir otro país: donde los Alexis no mueran a pipazos en el desierto, donde la valentía de los Vidales no muera por plomo, donde no se trafique en la calle de los Medeles, donde los Boses haitianos y mapuches no sean discriminados. Para eso hay que posicionarse tanto en la cancha como en la política.
A veces la emoción tomará por arrebato a la razón, y esa dialéctica nos puede trastornar dentro del partido. Sin embargo, la radicalidad del trabajo en equipo puede más que cualquier tótem o campeón mundial. Chile lo hizo una vez, y acá no hablo sólo de fútbol. Quizá sea hora de radicalizar posturas, darlo todo, pues aún no salimos del horroroso Chile: la Ley de Pesca, la corrupción en carabineros, el Milicogate, las redes de prostitución y pedofilia del Sename, todo ello está ahí para recordárnoslo.
Todo tiempo es difícil y violento, y nacimos escuchando que estábamos en crisis. Quizá no sea un desacierto volver estratégicamente al Príncipe, pero esta vez no al enorme Charles Mariano, sino que al clásico de Maquiavelo. La política, al igual que el fútbol, y sea el partido que sea, es algo abierto, no se decide hasta que se acaba completamente juego; pero en este juego lo importante es dejar de jugar aleatoriamente por cualquier banda. La nuestra es por donde corre Beausejour, y en su tiempo Caszely: siempre por la izquierda.
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