a la Rosita
Este 28 de agosto se cumplió un año desde la sorpresiva muerte de Juan Gabriel. De los últimos días del divo de Juárez, de su corazón despachurrado contra el embaldosado suelo del baño y de la importancia musical de sus composiciones en la historia de la canción latinoamericana contemporánea se habló y se hablará por mucho tiempo más. Sin embargo, visto en retrospectiva, su último año de vida artística merece por lo menos algunas lecturas críticas. No hace falta decir (y eso siempre se dice cuando es nada menos que imperativo aclararlo) que, de algún modo, la desaparición de la icónica figura mexicana fue, junto al fallecimiento de Fidel Castro, el obituario doble que pareció marcar a fuego el primer año de vida de nuestra revista digital. La cultura y la política latinoamericana pulsaban a través de ellos sus inesperados y desafiantes bemoles.
Gracias al sol o el arcoíris oculto
Entre los proyectos que Juan Gabriel logró concretar hacia el final de su carrera figura una versión personalísima de “Have you ever seen the rain” de los Creedence, titulada “Gracias al sol”. El coro de la canción original apostrofa al auditor. Dice: “quiero saber / si has visto alguna vez la lluvia / cayendo en un día de sol”. La letra habla de una persona sin suerte que sin embargo logra experimentar la plenitud; ya no cuando el cielo escampa (pues sabe bien que eso es una ilusión), sino cuando aun lloviendo sale el sol. De cierta forma, la letra del grupo californiano habla de la posibilidad de un arcoíris, es decir, de la visión profunda y poética que expresa su símbolo, pero sin tener que mencionarlo ni una sola vez en la canción (soslayando el cliché no con poco oficio). En la versión de Juan Gabriel desaparece la interpelación. Menos fatalista y, no obstante, sin modificar la premisa del texto original acerca de la prominencia de la tristeza y el dolor que encarna la lluvia, enfatiza en cambio la inmensa felicidad que siente el intérprete aquellos días en que el temporal da una tregua. El estribillo dice: “Ahora no / no ha llovido el día de hoy / no hace frío ni calor / hace buen tiempo / gracias al sol”. Mucho más reconciliado con la vida, “Gracias al sol” es una canción deliberadamente crepuscular, pero que no admite una sola gota de melancolía en su interpretación.
Es por esto que los cuatro focos que iluminan el set del video con que se promocionó el single tienden a reventar en un tono amarillo menguante que emula al ocaso. La elección de la tonalidad bermeja que irradia la última hora del día resulta lógica dentro del pesimismo alegre que asume esta filosofía del aguacero, pues sólo al final de la jornada diurna se está en condiciones de “agradecer al sol” por su constancia. El Divo sale rodeado de un grupo de chiquillos morenos que podrían tener la edad de él cuando comenzó su carrera. Así que, de cierto modo, la función de los músicos en el encuadre visual es la de espejear su juventud.
Juan Gabriel tiene unos lentes de sol rojos con monturas ovaladas. A veces aparece con una guitarra colgada al hombro por una gruesa correa rosa. Lleva una camisa negra y un Spencer sobrepuesto con franjas como de aguayo que, en el ribete interior, tiene los colores de la bandera mexicana y, en el exterior, líneas blancas que separan dos hileras paralelas de brocados con flores de tallo verde y botones rojos. La plácida escena crepuscular está ornamentada con explosivas buganvilias y geranios, tal como el arreglo hecho por el cantante a la letra original. No deja de llamar la atención que, a pesar de la evidente evocación de un lugar paradisiaco, el video no caiga en la tentación de hacernos creer que ese espacio es una locación real. De hecho, se niega con vehemencia a ser leído de ese modo: la plataforma cubierta de arena sobre la que están los músicos, los reflectores flanqueando los ángulos, la frondosa vegetación que circunda el cuadro, todo es categóricamente antimimético. Una puesta en escena donde lo artificial satura por efecto de realidad.
Por otro lado, sería un error pensar que la versión del Divo se niega a dialogar con la lírica de “Have you ever seen the rain”. Hay de hecho un detalle formal que permanece inalterado en ambas canciones: “Gracias al sol” también escamotea la palabra arcoíris. El video musical, por el contrario, resiente su ausencia y refiere su imagen, subrayándola incluso a través de una toma a los apitillados pantalones del ídolo mexicano. Aparecen ahí en primer plano, interrumpiendo la narrativa visual del clip, rutilantes e inconfundibles, los colores del arcoíris. No necesito decir a qué colectivo representa esa específica combinación cromática. Una vez más: lo que se ve no se pregunta.
El video completo, visto hoy, a un año de su intempestiva muerte a los 66 años, tiene algo de irrevocable despedida. También el año pasado, antes de comenzar la gira durante la cual fallecería, el ídolo mexicano liberó una entrevista entre Juan Gabriel y Alberto Aguilera (su hasta hace poco desconocido nombre de pila) en la que, a ratos, no es sencillo discernir quién era el alter ego de quién. Tal como en el video clip, la máscara, el artificio, el juego y la simulación, al decir de Sarduy, encarada sin cinismo, parecen ser una marca de estilo identificable. El primero, en el estudio de grabación, vestido de recalcitrante negro, respondió las preguntas que le formuló el segundo, que llevaba puesta una chaqueta clara, anteojos de sol, un abanico con varillas de madera y un pañuelo de seda arrebozado al cuello. “Yo sin ti no puedo vivir”, le confesó Juan Gabriel a Alberto Aguilera. “Yo sin ti me muero”, le contestó Alberto Aguilera a Juan Gabriel en esa oportunidad.
El último viaje del Divo de Juárez
Un texto aparte merecería Hasta que te conocí, la serie sobre su vida que produjo el propio cantante y que fue emitida el año pasado por distintas señales en la mayoría de los países de la región. Protagonizada por el colombiano Julián Román, el programa de 13 capítulos relató la vida y trayectoria del Divo. El show de televisión dibujó un melodrama sincopado, a través del que se reveló una picaresca sudaka tanto más atractiva cuanto que estaba basada en hechos verídicos. Así, representación y realidad volvieron a traslaparse bajo el signo del cantante y compositor, sobre todo dentro de las circunstancias que debió sortear el artista en un país donde la virilidad se había codificado de forma concluyente desde los héroes revolucionarios hasta los muralistas, y desde estos hasta los galanes del cine mexicano. Por eso es tan inútil como caprichoso intentar establecer un límite claro entre esferas que no sólo se comunican, sino que jamás se manifiestan aisladas la una de la otra.[1] Si se puede decir algo de la expresión americana es eso: que no pierde el tiempo distinguiendo planos de un fenómeno que vibra siempre en conjunto. Visto así, se mantiene vigente en la creación de Alberto Aguilera/Juan Gabriel lo dicho por Alejo Carpentier en el prólogo de El Reino de este mundo acerca de aquel “estado límite» que nos favorece con una percepción ampliada de “las escalas y categorías de la realidad”.
La facultad de alterar voluntariamente sus formas es, en este sentido, una facultad que Juanga y Mackandal tienen en común. Su último trabajo musical da fe de ello. Si miramos Los dúo, editado también el 2016, podemos ver a un artista que no sólo domina las reglas del mercado de la música actual, sino que encara sus exigencias de tal forma que logra torcerlas a favor de una propuesta artística personal. Juan Gabriel ve en el afiebrado auge de las colaboraciones (featuring en fruncido anglosajón) una oportunidad para elaborar dúos que, apreciados en su conjunto, exploran a través de dinámicos arreglos musicales (muchos de ellos a cargo de instrumentistas clásicos) nuevas modulaciones a las más importantes composiciones del autor. El trabajo en ese sentido no sólo comprueba exitosamente la vigencia del genio artístico del cantautor latinoamericano, sino que además propone la actualización de sus sonidos mediante una cartografía de la música hispanoamericana contemporánea que hoy adquiere un valor testamental.
No todos fueron aciertos. Con Wisin, por ejemplo, el “No tengo dinero”, que pudiese haber quedado mucho mejor con J. Balvin [2] o incluso, si la intención hubiese sido cargar las tintas con un urbano sudaka, con Bomba Estéreo. Por otro lado, el dúo con Marc Anthony da en el clavo con la balada bailable de tonos asalsados. Consiguen llevar ahí la interpretación vocal de “Yo te recuerdo”, a un nivel tan alto como los registros de ambos. El tema con Andrés Calamaro supone el necesario reconocimiento de una veta sentimental del rock argentino al cancionero del Divo, y el resultado está a la altura del propósito. “Ya no vivo por vivir”, el dúo con Natalia Lafurcade, es, por último, de tal calidad que no sería exagerado decir que sobrepasa a la original (y eso es un mérito que muy pocos trabajos de este tipo pueden ostentar): por sí solo sería suficiente para demostrar la riqueza de legado artístico que deja la obra de Juan Gabriel a los artistas jóvenes.
El aura que rodea al disco, el concepto detrás de su creación, deja abierto el juego potencialmente infinito de imaginar posibilidades alternativas de resolver dúos: “Querida” con Vicentico, el “Noa Noa” con Miranda o esa inminente colaboración que grabaría con Mon Laferte cuya realización truncó de forma definitiva el coincidente y trágico (o trágico por coincidente) deceso de Alberto Aguilera y Juan Gabriel a los 66 años de edad.
El arte que acompaña este último disco también merece alguna atención. Todas las imágenes que conforman la propuesta gráfica consisten en fotografías donde el cantante aparece acompañado de una maniquí (literalmente, una muñeca de tamaño humano): abrazando al Divo de espaldas al mar, en el asiento de copiloto de un Cadillac celeste, vestida con un traje folclórico, perdida en un segundo plano respecto a él, difuminada dramáticamente como si fuese esta la portada de un famoso folletín reimpreso o, incluso, reducida a nada más que una espigada extremidad que besa caballeroso el artista en la contratapa.
“El arte es femenino”, declaró enfático el artista durante una entrevista grabada el 2002. Mirar algunas de estas láminas es corroborar estéticamente esa hipótesis. La polisemia de esta serie fotográfica desafía una interpretación unívoca. Remite en primer lugar el eterno femenino que acompaña toda la creación del mexicano. Pero la muñeca multiplicada en cada encuadre parece ser también un trasunto irónico de la figura pública del propio cantante. El resultado entonces podría ser leído como un guiño a una vida artística rodeada de especulaciones acerca de su sexualidad; una referencia al constante acoso mediático frente al cual el mexicano siempre sostuvo una indiferencia estoica. Pero por sobre esa lectura circunstancial, asoma una vez más el arte poética de Juanga. Uno en que lo artificial llega a erosionar el ámbito de lo “real”, relevando el carácter eminentemente ficticio detrás de las convenciones que elevan al segundo término por sobre el primero. Lo en apariencia vacío y superficial que evocaría comúnmente la imagen del maniquí, adquiere bajo esta perspectiva una excepcional densidad semántica.
En la carátula de Los dúo, su último disco de estudio, se le puede ver al volante de un auto clásico que lleva inscrito en la matrícula el nombre del álbum. El lujoso modelo llamado “el dorado” –nombre convenientemente sudaka– está estacionado en medio de un paisaje tropical. Los filtros del lente recrudecen el verdor de la escena. La rutilante carrocería celeste de mediados de los cincuenta contrasta con la lozanía musical que ofrece Juanga en esta producción. El mensaje es claro: el tiempo no puede sino realzar el estilo de la máquina musical del artista. A un año de su muerte, es difícil no ver este trabajo como la generosa herencia en vida que dejó para el desarrollo de la canción popular latinoamericana. En la foto el Divo de Juárez se ve altivo, con esa satisfacción de haber finalizado el trayecto extenso de su flamante vida artística. Pero también con la confiada expresión de comenzar otro: el de su leyenda musical.
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[1] Por esto es importante no separar a Juan Gabriel de Fidel Castro en una posible lectura política de la cultura latinoamericana contemporánea. El pensamiento de las izquierdas latinoamericanas emergentes tiene el deber de volverse espiritista y acostumbrarse a sostener conversaciones regulares con los muertos de su cultura y su época.
[2] De cualquier modo, se puede escuchar esta colaboración en uno de los cortes más experimentales del disco. En “La Frontera” no sólo participa el artista colombiano, sino también el intérprete de música regional Julión Álvarez. El tema podría incorporarse sin inconvenientes al amplio catálogo de canciones dedicadas a abordar la diáspora sudaka a los EE. UU.
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