/ por Gaspar Peñaloza
La cosa comenzó así: una tarde llegué por casualidad al lanzamiento del libro publicado por Ceibo Ediciones Un paso al frente, la historia personal sobre el FPMR que desarrolla Mauricio Hernández Norambuena, más conocido como Ramiro. Acostumbrado a lanzamientos de libros de poesía donde asisten algunos desperdigados, o libros académicos donde asisten unos poquitos zalameros y uno que otro interesado, o libros de narradores top llenísimos de gente donde todas las palabras nacen de la boca para afuera (en los que se percibe cinismo e ironía), me sorprendió entonces la masividad solemne y comprometida afectivamente con el acto que se estaba llevando a cabo. En la mesa había cuatro ex frentistas, un escéptico Patricio Mans y otro sujeto que me llamó la atención. Su discurso era: estuve en la resistencia chilena, fui a cooperar al frente Tupac Amaru en Perú por tres meses y terminé treinta años preso en Puno, pero hoy estoy aquí de vuelta y creo que el presidio es sólo otro momento de la práctica revolucionaria; la contingencia política sigue, este es año de elecciones y hay que estar atento. Después sabría que se trataba de Jaime Castillo Petruzzi, exiliado en su juventud, retornado del MIR, participante de Neltume y finalmente preso en Perú, acusado de traición a una patria que no era la suya. En fin, todo esto para mí, un niñito de la postdictadura chilena, era mucha realidad. No tenía plata. Un amigo me prestó diez mil (que aún no le devuelvo), compré el libro y me fui. Su lectura más tarde fue lo mismo de ese día: pura vitalidad, que contrastaba con la lectura de poemas y ensayos. Pasa eso con la historia, con el documento: te conmueven su inabarcabilidad y los detalles que resisten a esa proliferación tiránica de nuevas formas de vida, de nuevos hechos políticos en el desarrollo de la historia que tornan finalmente a la memoria un ejercicio impotente para reconstituir la densidad del pasado. De esta experiencia personal aparece la convicción sobre la necesidad que tenemos de hacernos cargo de la historia reciente desde la lectura, la afectividad, el pensamiento crítico y la escritura.
Más allá del análisis crítico que podrían hacer algunos más experimentados y maduros que yo respecto al testimonio de Ramiro, hay dos cosas que me llamaron profundamente la atención. En primer lugar, la insistencia en usar el término “condiciones subjetivas”. Él nunca aclara a qué se refiere con eso; pareciera ser una especie de fuerza misteriosa en la que se confía que aparezca. Se entiende como aquello que no se puede planificar y que depende exclusivamente de la determinación con que el sujeto militante se desempeñe, cómo su acción puede generar un punto de inflexión en la operación en que se está involucrado. Lo segundo que me llamó la atención fue que al comienzo del libro se hace referencia a varios insumos estéticos que fueron importantes en la decisión de formar el FPMR, en ese entonces Frente Cero. Entre ellos destaco La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, novela cuyo foco es claramente relatar la manera en que diferentes elementos van fortaleciendo la moral del guerrillero hasta que ese énfasis subjetivo encuentra un correlato en las masas. Pero incluso antes de ese objetivo último e ideal, el fortalecimiento de la moral tiene un impacto en las condiciones subjetivas, en las capacidades individuales de los primeros combatientes. Si contrastamos el uso constante del factor condiciones subjetivas con la novela de Omar Cabezas, podemos observar que esas condiciones sí responden a algo misterioso, en el sentido de que son las posibilidades de acción que están más allá del hombre, pero que acaso sólo un hombre puede llevarlas a cabo de la manera extraordinaria en que lo hace. Ello se debe a que hay un entrenamiento basado en el sacrificio que predispone el cuerpo y los sentidos para que tales condiciones subjetivas aparezcan. Es lo que describe Piglia y lo que más tarde, en su ensayo “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, nombra como el ascetismo del guerrillero.
“Guevara registra en su diario […] «La tropa está quebrantada moralmente, famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que les resta de calzado. Están a punto de derrumbarse. Sólo en las profundidades de sus órbitas aparece una débil y minúscula luz que brilla en medio de la desolación». Parece un apunte de Tólstoi, y a la vez se encuentra en la escena algo que se repetirá luego: el sacrificio y el exceso, la ruptura del límite como condición de la subjetividad política […] Aparece ahí por primera vez la idea de la construcción de una ética del sacrificio con el modelo de la guerrilla, la construcción de una subjetividad nueva. Y es lo que parece haber quedado como condición de la victoria y de la formación de un cuadro político”.
Ricardo Piglia, “Ernesto Guevara, rastros de lectura”
La historia de la lucha armada chilena comienza con algunos participantes en la guerrilla boliviana y termina a principios de los noventa con el desvanecimiento progresivo de los casi 1500 militantes que llegó a tener el FPMR en su mejor momento. Muchos testimonios dan cuenta de toda esa experiencia, de toda esa forma de vida particular. Al leer el libro Vidas revolucionarias de Cristián Pérez podemos reconstruir ese imaginario devenido en experiencia sensual que aumenta la moral y, por tanto, las condiciones subjetivas en la lucha armada. Pero no sólo eso: podemos entender también que la literatura funciona como un insumo que ayuda a construir formas de vida y posibilita su posterior articulación colectiva.
Al ingresar voluntariamente a la resistencia la formación de cuadros clandestinos era azarosa. Los relatos de los involucrados dan cuenta de subjetividades muy diversas comparadas con los miembros de unas fuerzas armadas regulares, diferencia que junto a la historia personal produce que, además, entre otras cosas, la instrucción de los combatientes sea diferente en cada caso: unos fueron educados en Checoslovaquia, otros en Cuba, otros tras la victoria del frente nicaragüense. Algunos nunca salieron de Chile. Los tiempos fueron igualmente disímiles. Mientras dirigentes como Raúl Pellegrin recibieron una formación militar regular en el ejército cubano, otros como los primeros miembros del ELN–B, que estuvieron en la escuela de guerrilla boliviana del Che, tuvieron pocos días de preparación y en seguida enfrentamientos directos contra las fuerzas armadas, junto con una fuga espectacular desde el noreste de Bolivia hacia Arica. Muchas veces se identificaba a estos combatientes como “elementos” que van asumiendo mayores “responsabilidades”. Esta metáfora química describe un poco cómo en los voluntarios de la resistencia se va sedimentando la preparación teórico–práctica y la experiencia en la resolución de desafíos, lo que trae nuevas responsabilidades. La información que comienzan a manejar los hará luego volverse esenciales –como el carbono a la tierra– desde un punto de vista moral y práctico; algo muy distinto a la instrucción de ejércitos regulares, donde sus miembros no se hacen cargo de su propia formación y el uso del criterio está sólo relegado a los altos mandos, pues las tropas funcionan como peones, un activo más entre todo el armamento que acumulan.
La inferioridad material de los cuadros políticos armados alienta el culto al nombre, potenciado por el uso de chapas. Ello se demuestra en la admiración de unos a otros, en la selección para operaciones especiales según características psicológicas, físicas y sociales, siendo un ideal el mayor desarrollo posible de la preparación teórica y las capacidades prácticas por igual. La efectividad de las acciones emprendidas dependerá en gran medida del desempeño individual, del que alguien actúe más allá de lo esperable –las condiciones subjetivas–, pues la “historia” de quien actuó más allá de lo esperable influye en la moral de sus semejantes. La forma que adquiere esta influencia se realiza a través del lenguaje. Muchas veces a través de la literatura, como afirma Piglia, pero sobre todo a través de la oralidad, la prensa y la anécdota, donde el humor y el asombro de los mismos combatientes por algunas de las situaciones en que se encontraron es clave. Menciono dos ejemplos: en el documental Montoneros de Andrés Di Tella, Ignacio Vélez, fundador del grupo guerrillero argentino, cuenta cómo en el asalto a un cuartel de policía, mientras escapaban, un oficial les gritaba desesperado que su anillo de casado estaba entre la ropa que se llevaban. Vaciaron los bolsos apurados porque las patrullas estaban a punto de llegar al lugar y le devolvieron el anillo. Otro: en los últimos días del FPMR, durante el gobierno de Aylwin, cuando la persecución ya estaba a cargo de «La Oficina» (órgano de inteligencia dependiente del Ministerio del Interior, dirigido por Mauricio Schilling), los cabecillas estaban reunidos en un camping de Colliguay, bajo la vigilancia estricta de la PDI. En una de esas tardes, ocurrió que algunos frentistas jugaron un insólito partido de futbolito contra la PDI: los dos equipos sabían quiénes eran sus contrincantes, los frentistas tenían armas en sus bananos a un costado de la cancha, pero todo quedó en un partido de fútbol normal. ¿El resultado? Mauricio Hernández no lo cuenta en su testimonio.
Volviendo al tema del entrenamiento, hemos dicho que la preparación no era sólo corporal, sino también teórica. Se trataba de una convicción en el sacrificio del cuerpo a partir de desafíos y objetivos: caminar diez días, subir un monte cargando cincuenta kilos de comida, repartir armas en un cerro de Valparaíso el día que se conmemoraba el Golpe. La biología se adapta a las exigencias de la misión por medio de la voluntad. Asimismo ocurre con la dimensión teórica: se establece un ideal de condiciones sociopolíticas y una estrategia a partir de ellas. Entre más comprenda el sujeto los factores y la naturaleza de estas condiciones y sus cambios, más puede poner en obra el trabajo de planificación y sus funciones operativas. Podemos relacionar este procedimiento con lo que Pierre Bourdieu en otro plano denomina el desciframiento, en cuanto a aquellas obras de arte que demandan una revolución de los sentidos para ser descifradas. Su dimensión política radicaría ahí, no en el contenido de la obra, sino en el efecto que tienen sobre el cuerpo. De alguna forma, los miembros de la resistencia construyen una obra y una materialidad para ellos mismos, cuya (auto)recepción requiere antes una transformación de sí.
En su libro, Ramiro destaca varias veces la concreción del ideal teórico–práctico en la figura de Raúl Pellegrin, el mítico fundador y dirigente principal del FPMR. Dice que algunos frentistas eran mejores físicamente, otros mejores políticamente, pero Pellegrin incorporaba las dos dimensiones en su justa medida. Este equilibro es clave: aquel elemento novedoso y hasta místico que en Chile se llamará rodriguismo (y que en otras latitudes, guardando matices y diferencias, se llamó guevarismo o sandinismo) se basa en ello. Piglia describe a Ernesto Guevara en esta línea, expresando como imagen de la vocación teórica la lectura y de la práctica la marcha guerrillera. Ambas actividades generarían un contrapunto: por un lado, el compromiso práctico radical a la hora imperiosa de romper un cerco de fuerzas armadas que los asediaba; por otro, la lectura como un espacio otro de trabajo y extensión de la subjetividad en el descanso de la marcha. La capacidad de sobrellevar este contrapunto destacaría especialmente en los líderes, ya que ellos son capaces de estar en situación de sacrificio y de abstraerse a la vez, para pensar así sus posibilidades operativas y las formas de motivar a sus combatientes a cargo. La imbricación de estos dos planos es tal, que el ensayo de Piglia arranca con la modelación de Guevara de su propia muerte a partir de un cuento que recuerda estando herido.
“Miguel Rodríguez Gallardo fue un prisionero que llegué a admirar por su valor. Fue respetado incluso por los mismos jefes nuestros, por su inteligencia, por su hombría. Murió por sus convicciones. Pensó que lo que hacía estaba bien. Nunca lo pudimos quebrar, en ninguna circunstancia, ni mental ni físicamente. Estuvo en un armario, vendado; para que no se le fuera la mente buscaba dibujos en las tablas, se imaginaba situaciones, estuvo tanto tiempo vendado que llegó a desarrollar el sentido del oído más que nosotros, el olfato. Él cayó detenido poco antes de que florecieran los árboles, y en el «Nido 20» [la casa de seguridad del paradero 20 de Gran Avenida] había árboles y un día dijo: «Yo sé dónde estoy: en el paradero 20 de Gran Avenida, la sirena que suena y que da la hora yo la conozco». Parece que en su juventud había sido bombero en esa compañía. También reconoció un pito de una fábrica que había por allí. Él escuchaba y sacaba cuentas”.
Andrés Valenzuela Morales, desertor del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea
Si hay un método por excelencia para oprimir las condiciones subjetivas de un combatiente es la tortura. Para obtener un testimonio –la supuesta “información”– se vulnera el cuerpo o, para monopolizarlo, se lo asesina. Entre mejor haya sido la preparación física, la tortura debía ser enfrentada de mejor manera. Sin embargo, es fácil sacar cuentas: el número de torturados es mucho mayor a los pocos que recibieron un entrenamiento tan extremo como el que se narra en La montaña es algo más que una inmensa estepa verde.
La misma relación vista de otro modo: la primera acción importante en Valparaíso del Frente Cero fue el corte de Avenida España, el desalojo de una micro y el cerco por parte de militantes armados mientas se escribía un mensaje en una micro que se quemaba. Aquí podemos ver nuevamente un cuerpo fortificado –esta vez un cuerpo colectivo– defendiendo un mensaje, una idea, abriéndole espacio en un entorno silenciador. Si confiamos en el análisis que hace Ramiro de los comienzos del Frente, al catalogarlo más que como una revolución armada, como un ejercicio de propaganda armada (recordemos la toma de Radio Minería), vemos que al final esa escisión en la realidad individual que significa el acto de leer en Guevara busca resolverse en otra escisión de la realidad: la lectura colectiva, para la que se necesitan cuerpos preparados y articulados.
En un pequeño ensayo titulado “Socialismo y cultura”, publicado en 1916, un joven Gramsci comenta la interpretación de Vico sobre la máxima de Solón “conócete a ti mismo”. “[Vico] sostiene que Solón quiso con ello exhortar a los plebeyos –que se creían de origen animal y pensaban que los nobles eran de origen divino– a que reflexionaran sobre sí mismos para reconocerse de igual naturaleza humana que los nobles y, por tanto, para que pretendieran ser igualados con ellos en civil derecho”. Y añade Gramsci más adelante: “La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes”. Este es el proceso que se da en la vida del revolucionario, y su efecto es lo que cabe entender como la construcción de condiciones subjetivas en la lucha armada. Una especie de quiebre moral en el individuo que se completa al espejearse en un quiebre moral dentro de la sociedad. En esto último se basó, por ejemplo, la política de sublevación nacional que el PC lanzó, mediante el Frente, en 1985. Dos operaciones realizadas por unos pocos adelantados –la internación de armas por Carrizal Bajo y el atentado a Pinochet en el Cajón del Maipo– debían generar un efecto tal en la población que se desatara el caos y, en consecuencia, una nueva forma de organización. Pero sabemos en qué resultaron ambas operaciones.
La noción gramsciana apunta a que al cuestionar la naturaleza aparentemente divina de la clase, pero también la categorización del mundo basada en esa dicotomía, lo que surge es un proceso de apropiación del lugar que cada uno ocupa en la historia. Esto, claro, no es una cuestión inmediata. Tal proceso requiere un trabajo constante, una práctica que se vuelve aún más intensa y compleja bajo un régimen de ensañamiento y persecución policial. Para llevar a cabo ese posicionamiento y luego emprender la acción en un contexto semejante, sí se necesitan condiciones subjetivas. Hemos visto cómo ellas se preparan, pero hay también otros elementos de carácter atmosférico y afectivo que aportan al fortalecimiento de la moral.
Es conocida, por ejemplo, en la novela de Cabezas, la imagen de los viejos campesinos nicaragüenses desenterrando armas por el rumor de que habría vuelto Sandino, el mismo líder que había sacado a las tropas estadounidenses del país años atrás. Aunque no se trataba de Sandino, sino del FSLN. Sin embargo, los viejos tomaban los rifles antiguos y humedecidos que habían usado años atrás, y los participantes de la guerrilla nicaragüense narran este suceso como un punto de inflexión moral antes de la victoria final de la revolución.
En el documental de Di Tella, Ana, una ex montonera, desliza que durante esos años “los afectos, el amor, la política, estaba todo mezclado”, lo que de cierta manera habla sobre cómo un proceso individual era a su vez colectivo. A su vez, Carmen Castillo, militante histórica del MIR y pareja de Miguel Henríquez al momento del enfrentamiento final y de su asesinato, en el documental dirigido por ella misma, Calle Santa Fe, involucra en la narración estas palabras: “nuestro sufrimiento es la intensidad de vida perdida, no los golpes ni las balas, es la pérdida de esa felicidad, nuestro dolor, esos años que se extienden todavía como el recuerdo intenso del estado de enamoramiento que todos sentíamos, el sortilegio, no una fiesta, el encantamiento es serio, grave como el amor”. Cuando hablamos de formas de vida, estamos hablando justamente de esto: una rearticulación del imaginario cultural valórico, una experiencia estética intensa y radical.
Lo mismo sucede con Elmo Catalán, quien toma el relevo de los primeros combatientes del ELN–B y se traslada a Cochabamba, donde realiza trabajo político y se prepara para subir al monte. Haciendo una buena labor, logra coordinar la sublevación urbana en las universidades y genera redes de apoyo a la guerrilla. Sin embargo, una de las mujeres, miembro del partido, que vivía con su pareja en la misma casa de seguridad, se enamora de él, y Catalán, que también vivía con su pareja, habla con el otro hombre para explicarle esta situación, dejando en claro que no estaba interesado en ella. Pero este último no lo comprende, vuelve de noche y lo asesina. Aquí, por ejemplo, la rearticulación del sentido de la realidad, donde la pasión es un insumo para fortificar la moral resistente, termina siendo traicionada. Hay también otros ejemplos donde se traiciona el amor entre personas, como las múltiples delaciones voluntarias entre compañeros y compañeras frentistas o miristas. Pero también hay casos donde el amor se mantiene hasta el final: Cecilia Magni y Raúl Pellegrin bajando un cerro corriendo, asesinados juntos más tarde, sus cuerpos flotando en el mismo río.
Otro elemento importante en la configuración de la moral militante es el fuego. En todos los testimonios y también en la novela de Omar Cabezas se destaca como símbolo. Además de ser un elemento clásico en protestas populares, me parece que aparte de calentar los cuerpos y ser un espectáculo, el fuego tiene un efecto de abstracción: volcarse sobre uno mismo, cierta introspección, como en la lectura.
“Tomar la decisión, para cualquiera en aquel tiempo, de entrar al frente, viendo ahora retrospectivamente, pienso que tiene un mérito extraordinario, yo creo eso. En la decisión de haber entrado al Frente en aquel tiempo –esto de «aquel tiempo» me suena al evangelio– yo creo que influyó un poco la compartimentación. Como ninguno de los compañeros manejaba la información de toda la organización, y el Frente sonaba… y había rótulos en las calles, en las paredes; y había asaltos y todos los radios anunciaban los asaltos y ponían a todo el país pendiente del piripipi de los famosos flashes, el despliegue de información, nos hacía pensar a nosotros mismos, por el espejismo de la publicidad, la dimensión de la realidad. Eso era lindo. Yo me iba a misa a la Catedral de León sólo para oír los comentarios que hacía la gente en el atrio de la iglesia después que terminaba la misa, los mismos comentarios que oías en el estadio antes de empezar el partido, o en las gradas del edificio de Ciencias y Letras de la universidad, o en los talleres de mecánica, o cuando estabas en las barberías, vos oías que en la silla que tenías al lado, el barbero estaba comentando con el otro cliente la cuestión. Y uno por dentro y en el fondo piensa: «si supieran que yo soy del Frente». Aquí hay un aspecto interesante. Y es que las acciones armadas de toda vanguardia revolucionaria no solamente fortalecen moral y políticamente a las masas, es decir, no solamente repercuten hacia afuera, sino también fortalecen moral y políticamente hacia adentro, elevan la predisposición combativa de la militancia… Es un fenómeno que es sumamente rico y que hay que vivirlo para comprenderlo a cabalidad. Te sentís en secreto, calladito: vanguardia. El rebote de la propaganda, después que golpeaba en las masas, cogía para donde nosotros y en determinado momento nosotros mismos –también por efectos, te repito, de la compartimentación– pensábamos que el Frente era una organización poderosa. A mí me pasaba algo que yo no sé si a otros compañeros les habrá pasado. A veces, por suspicacia, especulación, conciencia o pragmatismo realista, sabía racionalmente que éramos unos cuantos, un grupúsculo, como decía la Guardia en aquel tiempo. Y la compartimentación se convertía en una especie de válvula de escape para dar rienda suelta a los sueños, a los deseos… y es que la compartimentación te permitía guardar un resquicio de esperanza de forma que la aventura, o el reto, se hiciera más liviano, menos peligroso, ¿entendés? La compartimentación te permitía soñar despierto, teniendo una justificación permisible. Y me atrevería a decir que este era un sentimiento generalizado en la mayoría que día a día fue creciendo».
Omar Cabezas, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde
Las organizaciones políticas o militares que llevan a cabo sus operaciones en la clandestinidad suelen utilizar la compartimentación como un mecanismo de seguridad operativa. Una organización compartimentada quiere decir que cada uno de los militantes conoce una pequeña parte de la tarea global que está realizando. Está privado de conocer toda la estructura de la organización, sólo conoce a su célula, y dentro de ella hay alguien que ocupa la posición de enlace, quien sólo tiene contacto con una persona de otra célula con mayor responsabilidad. La compartimentación está potenciada además por el uso de chapas. Una persona puede tener múltiples nombres y ser llamada de diferentes maneras por los miembros de su misma organización o –en el caso de los internacionalistas– puede tener un nombre diferente por cada país. Esta forma de estructuración es normal dentro de organizaciones militares. Sin embargo, en los grupos revolucionarios no tiene sólo un fin de seguridad, sino que también permite amplificar los recursos individuales y colectivos; amplificación hacia adentro y hacia afuera que potencia la moral y fortalece las condiciones subjetivas.
El uso de chapas, aunque quizás sea algo anecdótico en relación a la efectividad de las acciones, tiene gran relevancia a la hora de contar las historias sobre quién hizo qué. Muchas veces la historia del MIR o del FPMR parece ser una historia más de nombres que de un grupo. Lo cual tiene sentido, pues gracias a la compartimentación la revolución deviene en una creación colectiva donde ninguna de las partes conoce el todo, pero cada una es elemental en la tarea global. Asimismo, las chapas, sobre todo cuando los militantes tienen más de una, permiten refrescar constantemente los referentes en el oído de los otros. Y se produce el efecto de percibir a muchas más partes trabajando por el todo, lo que repercute en la organización, en la población general y en los servicios de inteligencia. Judith Friedman, la madre de Raúl Pellegrin, al comienzo de su libro Mi hijo Raúl Pellegrin: comandante José Miguel, comenta que una de las dificultades al escribir fueron “los diversos nombres que tuvo mi hijo”. Su texto es un montaje a partir de múltiples testimonios de personas que lo conocieron en diferentes momentos y con diferentes nombres en varios países. Ello muestra el desdoblamiento radical y constante para sobrevivir en la clandestinidad, pero también la idea de que la vida misma es una forma de resistencia. Friedman sigue respetando desde el presente la compartimentación a partir de la cual Raúl estructuró su vida. Hay historias en las que ni su madre se mete, porque tienen que ver con la partición deliberada de sí mismo que hizo por razones políticas. De nuevo nos enfrentamos aquí a un procedimiento transaccional donde el sujeto abre un espacio en la realidad a través del lenguaje, amplificando sus posibilidades de existencia.
En el texto de Piglia podemos observar la compartimentación desde otro ángulo. Para él, Guevara se va de Argentina huyendo de todo lo que le molesta, del funcionamiento sistémico y la hegemonía político–cultural. Pero en su huida también reniega de la interpelación que ese aparato hegemónico realiza al sujeto, ofreciéndole marcar con una X las casillas de “médico”, “estudiante”, “trabajador” o lo que sea, categorías inflexibles que sirven al mantenimiento del propio sistema productivo y político. Como plantea Piglia, al rechazar esa interpelación Guevara decide irse y encuentra un nuevo rol: el de viajero. Movilizando su vida pública hacia el tránsito periférico, sin un sistema productivo punzando sobre él, Guevara explora sus aficiones: es médico, estudiante, viajero, escritor, artista, pensador y crítico.
Los primeros días de la revolución cubana permiten a Guevara (re)articularse y acceder a sus diferentes segmentos cultivados. Es decir, luego de querer ser nada en Buenos Aires, termina amplificando su subjetividad, cumpliendo diversos roles en el proceso isleño. Una vida revolucionaria –sea cual sea el concepto de revolución y los métodos elegidos para llevarla a cabo–, como veíamos en Gramsci y ahora en Guevara a través de los ojos de Piglia, empieza con la resistencia a la categorización hegemónica del sujeto: un proceso que al principio es eminentemente interior, una suerte de viaje exploratorio hacia la propia subjetividad. Operación que es realizada en gran medida a través del lenguaje.
Volviendo al testimonio de Ramiro, allí se cuenta cómo en un principio la mejor manera de mantener la compartimentación era a través del juego de espejos. El Frente Cero comenzó articulándose en brigadas barriales. En sus pequeñas pero importantes primeras acciones el funcionamiento de la organización se daba en base a la imitación. Por ejemplo, si cierto cerro realizaba un cadenazo, sin ponerse de acuerdo, al día siguiente, el cerro contiguo realizaba otro. Lo mismo ocurría con rayados y barricadas.
La compartimentación puede comprenderse como una forma de montaje. De construir organización y, con ella, a los sujetos que la componen, protegiéndolos de la tortura. Ahora bien, una vez que la acción se realiza y el período de clandestinidad acaba –como en un cadáver exquisito–, los secretos se levantan y puede apreciarse la obra completa. En ese momento, el testimonio obtiene un valor reivindicativo e informativo. Y sube a la vez la moral de la resistencia.
“La vanguardia, por su naturaleza misma, incorpora el escarnio, y lo vuelve un dato más de su trabajo”. Podríamos reescribir esta frase de César Aira, incluida en su ensayo “La nueva escritura”, y plantear que la vanguardia política en la clandestinidad, por su naturaleza misma, incorpora la muerte y la vuelve un dato más de su trabajo. De hecho, Mauricio Arenas, frentista, luego de sobrevivir a un enfrentamiento contra siete efectivos de la CNI donde recibió varios disparos, entre ellos uno en la frente y una ráfaga en los pies y la espalda, una vez consciente escribe su relato y titula uno de los segmentos como “Accidente de trabajo”. Para Ramiro la muerte de los compañeros era algo muy difícil de asimilar y el cómo hacerlo dependía de cada uno. En La Montaña es algo más que una inmensa estepa verde, Omar Cabezas narra el impresionante enfrentamiento donde muere Julio Buitrago, el padre del frente nicaragüense, un combate que los sandinistas y gran parte de la población pudo seguir en vivo por televisión abierta, lo que tuvo una influencia fuerte en la moral del FSLN y en la población general.
Esta consciencia de la muerte y la condición señera de sujetos políticamente activos –en el sentido de la soledad con la que se vive y el ejemplo de intransigencia y convicción que significa para el resto– hace que, en caso de encontrarse ante una situación de mucha desventaja donde haya un alto riesgo de muerte, se intente morir de la forma más épica posible. Así, la propia muerte se modela en pos de un relato futuro –sea literario u oral–, pues las muertes emblemáticas comunican un ejemplo de radicalidad a los aliados y a los enemigos.
Esta idea es precisamente la que moviliza el ensayo de Piglia, recurriendo a una anotación que el Che dejó en su diario al momento de pensar que moriría y donde recordaba una cierta muerte digna leída en un cuento de Jack London. Para Piglia esto demuestra cómo en un momento de gran intensidad la lectura otorga sentido a la vida. Pero más allá de la espectacularidad que logre el combatiente a la hora de morir, la muerte del guerrillero tiene siempre un componente estético adicional, pues con ella se suprimen definitivamente sus condiciones subjetivas, su testimonio, su forma específica de asimilar la teoría y su expresión práctica única, arraigada en la voluntad.
Tal consciencia no sólo conlleva una responsabilidad para el combatiente. En una entrevista grabada en Chile durante el año 1975 y publicada en 2009 con el título Sobre la ausencia, Carlos Droguett señala: “Todo artista por el hecho de tener lengua, por el hecho de tener oídos, por el hecho de tener ojos, no censurados y no en receso, es un peligro para los gobiernos. En consecuencia, todo artista si es hombre de verdad, y si no es un hombre de verdad no es artista, tiene la obligación de reflejar su mundo”. Tomando como primer referente a La Araucana y a Lautaro como primer guerrillero, Droguett plantea que todas las masacres y asesinatos de Chile demandan al artista hacerse cargo de la historia, contando la vida y la muerte de esos personajes. Conservar a través del lenguaje las vidas y muertes de Lautaro, del Che Guevara o de Miguel Enríquez no es según Droguett una forma de aportar al arte, sino a la resistencia. El artista como historiador. Como mediador de los hechos y de la cultura. La vanguardia política y la vanguardia artística, a momentos irreconciliables, se entroncan en este diálogo y trabajo que lleva a fortalecer las condiciones subjetivas en la resistencia armada y civil.
“Yo diría que el escritor se transforma en bomba, porque para mí la palabra es explosión […] un libro es en realidad un arma peligrosa. Tan peligrosa como un puñal o una metralleta”.
Carlos Droguett, Sobre la ausencia
Quizás una conclusión posible para este texto sea pensar la resistencia armada chilena como una forma de arte. De hecho, el FPMR siempre buscó medios audiovisuales para comunicarse, y la estética cumplió en ello un rol clave. Benjamín Galemiri cuenta cómo en su infancia, junto a Raúl Pellegrin, creaban y montaban obras de teatro. Por otra parte, en el documental de Carmen Castillo podemos apreciar en el testimonio de la editora de El rebelde cómo había que redactar de noche, porque escribir era un acto sospechoso. Allí vemos a Miguel Enríquez leyendo poemas y novelas, noticias y teoría. El arma en cuanto instrumento puede acaso compararse a un pincel, un lápiz, una cámara de video.
En una conferencia realizada en 1987, titulada “¿Que es el acto de creación?”, Gilles Deleuze se pregunta qué es un acto de resistencia. Entre muchas respuestas posibles, afirma que es algo que sobrevive a la muerte: “todo acto de resistencia no es una obra de arte, aunque lo sea de algún modo”. Creo que si bien es difícil y complejo comparar las acciones de la resistencia armada chilena con el arte, la poesía o el cine, ello no significa que no se compartan procedimientos. La resistencia también es una resistencia a la censura y a la reducción de lecturas en un contexto cultural. Se resiste por decisión y por necesidad, buscando crear otras decisiones, otra necesidad. Se resiste para inscribir un mensaje público en un contexto que clausuró las posibilidades de enunciación.
Para mí la resistencia es un acto de creación que no consiste sólo en la protesta, sino en la implantación de una semilla dentro de un imaginario cerrado y cooptado, semilla que expande ese imaginario desde adentro y que genera espacios en blanco donde los sujetos pueden (re)constituirse. Vislumbrar esa posibilidad creativa es lo que aumenta las condiciones subjetivas, más que cualquier negación, más que cualquier protesta. El objetivo de una revolución, tal como lo plantea Gramsci, es poder entender la historia como desarrollo libre: “el socialismo es un desarrollo, una evolución, de momentos sociales cada vez más ricos en valores colectivos. El proletariado realiza su orden constituyendo instituciones políticas que garanticen la libertad de ese desarrollo”. No creo, como Gramsci afirmará en el párrafo siguiente a esta cita, que la forma de asegurar ese desarrollo libre sea una dictadura proletaria, pero sí pienso que la verdadera utopía es algo sencillo: creer que es posible determinar libremente el futuro. La resistencia armada y civil chilena resguardó esa creencia. Contamos con sus historias, sus testimonios y sus relatos sobrevivientes, que aún hoy no dejan de arrojarnos preguntas y nos mueven a explorarnos como sujetos, haciéndonos cargo de nuestro propio lugar en la historia.
–––
Este texto forma parte de un ensayo mayor titulado Lengua y resistencia: 1973–, en preparación.
[Portada] Fotograma perteneciente a La batalla de Chile de Patricio Guzmán
Perfil del autor/a: