/ por Jorge Díaz
De repente brota una emoción, una lágrima que anticipa el adiós mientras el taxi serpentea entre calles estrechas repletas de licorerías y pollo frito: atrás va quedando la hoyada, esa maravillosa ciudad altiplánica con transporte colectivo aéreo y una presencia indígena atravesada por una modernidad colonial. Una hoyada barroca–mestiza, llena de morenadas y ferias populares. John, un atractivo activista marica de El Alto, una comuna que queda por sobre La Paz, tiene un hermoso tartamudeo que se acrecienta cuando me pregunta por lo queer. Tiene también una admirable capacidad para la inconformidad: siempre algo está mal, nada es suficiente. Su presencia me da confianza; me intranquiliza la gente conformista. Me dejo seducir por la radicalidad de unos estudiantes de secundaria que en un debate televisivo dicen sentirse orgullosos de ser indios. Que “los cholos blancos mestizos con mentalidad europea” y los extranjeros no tienen nada. Que la tierra es de ellos. Que la cultura les pertenece, la Pachamama ha sido asediada y asesinada por gente rubia. Hablan de los cruentos asesinatos a Túpac Katari y a otros líderes de la rebeldía. Pero las feministas me dicen que el indigenismo a ultranza es anti–aborto. Nos hemos quedado en su casa llena de deseos. Estamos en la Virgen de los Deseos, la casa del colectivo Mujeres Creando: el espacio es una hospedería, una cocinería, una fotocopiadora y, por su puesto, la Radio Deseo, cuyas ondas sonoras se irradian como vasos comunicantes de un sistema circulatorio que llega a todos los rincones de la ciudad, cargadas de crítica, debates y política feminista. Todo esto autogestionado, en una economía de la sobrevivencia y acción política. Semanas antes de nuestra llegada, Mujeres Creando intervinieron la fachada del Museo Nacional de Arte, invitadas por una importante Bienal. El Museo está a dos cuadras del palacio de gobierno, donde hay un gran reloj que da la hora al revés. Las manecillas giran hacia la izquierda. Estoy en otro tiempo, en otro mundo, pienso. Ellas hicieron un altar blasfemo en cita a los mismos altares que dentro del museo forman parte de la colección. Altares enchapados en oro, el barroco mestizo en su máxima expresión. Con las imágenes de su intervención ejercían una dura crítica a la Iglesia, a su silencio en temas de abusos sexuales, homofobia y corrupción. “Tu Iglesia crucifica mujeres cada día, nuestro feminismo las resucita”, decía uno de sus característicos grafitis. El mural no duró ni un día, fue rayado por la misma comunidad y por clérigos con litros de pintura blanca, que entre gritos llamaban a todo esto un apocalipsis lésbico, una obra del demonio hecha por mujeres locas y malas. Tiraron piedras. Fueron agredidas e insultadas. La gente de la Bienal no hizo nada. Algo similar a lo ocurrido con el altar en Quito, duramente censurado por su explícita violencia y que finalmente no pudo exhibirse para la gente de una ciudad acostumbrada a ver en las grandes pinturas de sus catedrales a pecadores, sodomitas y mujeres infieles quemándose al fuego vivo. Sin embargo hicieron otra versión para Chile, actualmente expuesta en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, donde se lee: “Opus Dei y Dictadura cantaron juntos Aleluya”. En otra parte del altar, Pinochet desnudo se masturba en un cómodo sillón, acompañado por alguna alta autoridad de la Iglesia pederasta, por una virgen de los ovarios que cuida los abortos y un Sebastián Piñera que orina sobre un espejo a Bernardo O’Higgins: el padre de la patria y el padre de la avaricia neoliberal, juntos y reflejados. Mujeres Creando dice que el regalo más subversivo que podrían hacernos es un espejo. Necesitamos mirarnos al espejo y darnos cuenta de que, como ellas mismas dicen, “Chile no está en Europa”. María Galindo me comenta que todo esto ha sido muy poético: “Nosotras nunca hemos sido personas que nos aferramos al objeto. Al objeto mural, al objeto grafiti, al objeto… no hay objeto, nuestro objeto es la construcción de utopías, la construcción de atrevimiento, la construcción de derribar límites impuestos. Ahí nosotras derribamos un límite”.[1]
Milagroso Altar Blasfemo, Museo de la Solidaridad Salvador Allende
Y es justamente en ese límite que me gustaría abordar este libro de María Galindo,* una investigación surgida desde el activismo feminista que quiere explicitar la homofobia del parlamento, del conservadurismo de quienes nos gobiernan. Soy científico, por lo tanto he aprendido a moverme en el mundo a través de metodologías que rastrean datos, interpretan procesos y configuran mundos. Hago investigaciones en biología celular y molecular donde todo sigue un estricto y ficcional modelo científico de observación, formulación de hipótesis y sometimiento a prueba y experimento del problema propuesto. Pese a que la investigación científica y su patriarcal rigurosidad ha sido el mundo que he habitado desde mi adolescencia, quiero decir que son las investigaciones feministas donde más he aprendido, porque han llamado mi atención de maneras menos domesticadas y más comprometidas. De alguna manera, todo lo que he aprendido en la ciencia formal lo he desaprendido en el mundo de la investigación y la escritura feminista, que proponen un ojo mucho más desobediente y, sobre todo, local. Algo casi inexistente en esas investigaciones enclaustradas en revistas indexadas con las que los científicos se comunican en inglés, sin el deseo de abrir el conocimiento a todo el espectro social y político en el que vivimos. Sin sabor contextual, sin cuerpos viviendo en diversas geografías.
Por el contrario, en No hay libertad política si no hay libertad sexual María Galindo nos enseña un modo radical de mirar nuestra actual idea de democracia representativa al develar, mediante una exhaustiva investigación, que los representantes del parlamento boliviano finalmente no representan a nadie, sino sólo a sí mismos, mezquinos y ambiciosos. Es así que mientras desmonta anquilosadas ideas sobre el sexo en la política (transcribiendo expresiones de parlamentarios indígenas que transmiten prejuicios como que el sexo es meramente reproductivo, que en las comunidades indígenas no existen múltiples expresiones de género o que en ellas no se habla de sexo ni se le da importancia política), revisa cartas y encíclicas coloniales para lanzarse como arqueóloga feminista a una investigación que revisa desde entrevistas hasta cerámicas precolombinas donde las orgías, las masturbaciones y los fetiches sexuales son parte de la tradición. María quiere agudizar el ojo y para ello interroga desde la indisciplina feminista a diversas fuentes visuales y escritas, poniendo el acento en las huellas coloniales tan imbricadas en el universo andino que muchas veces quieren pasar por prácticas ancestrales de sus cosmovisiones ya híbridas. Al principio del libro nos advierte la inutilidad de realizar una investigación cuya conclusión ya sabemos de antemano: la mayoría de los representantes de la política elitista en la que vivimos son homofóbicos, inclusive los mismos maricas que puedan llegar al congreso. Pero las páginas de su investigación transcurren en un tono de herejía creativa, de alegría crítica, de búsqueda afanosa para enfocarnos en materiales que hablan desde su propia historia o memoria. Es muy valiente dejar en evidencia que los comentarios homofóbicos de los parlamentarios indígenas en el parlamento no responden a una suerte de inmunidad cultural, bajo la idea de que en sus culturas ancestrales la homosexualidad, la transexualidad y el lesbianismo son vistos como vicios de la modernidad occidental burguesa. Por lo contrario, este libro expone las evidencias que dejan en claro que todo este conservadurismo, violencia e intolerancia frente “a la mariconada” es mucho más el fruto de una implantación perversa y colonial de violencia que una respuesta indigenista. En otro libro ya nos ha dicho: “La dominación patriarcal no llegó con los españoles en los barcos aunque eso quisiéramos simplificadoramente creer”. María Galindo comprende que una manera de poner en jaque nuestras actuales ideas de democracia parte siempre como una política negativa: una política que nos explica cómo desarticular y evidenciar el mal, antes que decirnos cómo hacer el bien.
Los posicionamientos críticos desde donde uno actúa deben cuestionar el estatuto global de la sexualidad y su engranaje cultural, y no sólo aquietarse con su parcela de derechos conseguidos o incumplidos. Porque como expone María en este libro, podríamos caer en un discurso que vuelve a naturalizar las identidades como en un catálogo de identidades, en una “oenegización de la política sexual” que a punta de fondos precarios ha despolitizado a la comunidad LBGTI bajo la promesa de un estilo de vida que omite la preocupación por la representación. O donde la representación es siempre la misma: la de un hombre homosexual, integrado al mundo hedonista de las musculaturas, gustos y estilos del primer mundo multicolor y blanquecino. Es importante adentrarse como lo hace esta investigación en una “batalla por la representación”, puesto que nos permite comprender que los discursos que construyen lo “natural” no son sino ordenamientos sociales que, de la mano del poder gubernamental y la violencia patriarcal, forjan un tejido muy finamente organizado. Tan ordenado que pareciera muy difícil desdiferenciar[2] para adentrarse en algunas de sus capas. Una historia tan bien contada que a muy pocos urge exaltar o comprometer.
Mientras leía este libro, la presidenta Michelle Bachelet envió al Congreso un proyecto que garantizará el matrimonio igualitario homosexual. Como activista de la disidencia sexual pienso que ese proyecto ingresará a un parlamento igual o más homofóbico que el boliviano, dominado por una derecha antiaborto. Imagino que su proceso de discusión sólo servirá para que los parlamentarios se rían de nosotras. Vamos a tener que escuchar nuevamente sus humillaciones e injurias, vamos a ser otra vez castigadas públicamente por nuestro actuar, por nuestro amaneramiento y nuestro deseo. Vamos a ser cuestionadas por esos mismos candidatos gays que van en listas de derecha. Para eso servirá una ley así en una sociedad conservadora: para que públicamente nos vuelvan a tratar mal, de pervertidos. Porque leyendo este libro uno comprende que mientras no se trabaje por un cambio cultural las leyes estarán siempre hechas para, en el fondo, amedrentarnos.
¿Para qué casarnos si el aborto libre como demanda feminista aún no se cumple? ¿Para qué casarnos si ni siquiera tenemos casa?
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[1] Entrevista de Jorge Díaz y Cristeva Cabello a María Galindo publicada en El Desconcierto.
[2] Durante los procesos de desarrollo de tejidos en el cuerpo, las células poseen la capacidad de formar cualquier órgano de este, pues tienen mucha “potencialidad”. A medida que pasa el tiempo, las células adquieren “compromiso” para diferenciarse en células específicas, por ejemplo las células del pulmón o del corazón que forman los tejidos. Actualmente se sabe que una célula puede “desdiferenciarse”, es decir, pasar de ser una célula diferenciada a otra de similar linaje, un glóbulo rojo a un glóbulo blanco por ejemplo. Este es un proceso muy complejo que debe coordinarse finamente, donde se requiere mucho trabajo genético específico. Ocupo la palabra “desdiferenciación” como una metáfora biológica.
* Este texto fue leído en la presentación del libro No hay libertad política si no hay libertad sexual (Mujeres Creando, 2017) de María Galindo, durante el mes de septiembre de 2017 en el teatro de la Universidad ARCIS.
[Portada] Fotografía de Diego Argote
Perfil del autor/a:
Biólogo y escritor disidente sexual