/ por Cristián Pacheco
Cuarenta y cuatro años después, frente a La Moneda, el kiosquero Ricardo Castro (69) recuerda el día en que su padre lo llevó a repartir el diario, horas antes que se desatara la dictadura en Chile. Paseo Bulnes era entonces una transitada calle donde circulaban micros en ambos sentidos atravesando la Alameda, en esos años un gran tajo abierto sobre Santiago.
Como hacía desde los doce, el martes 11 de septiembre de 1973 madrugó junto a su padre en la población José María Caro, para estar a las 6 en punto abriendo ese kiosco que hasta el día de hoy pertenece a las mujeres de la familia. Primero a su bisabuela Úrsula, luego a su abuela Dalila y después a su madre, quien dejó el negocio familiar en manos de su esposa. “Si te sirve, mi papá era curao, mi tío era curao, mi abuelo era curao. Todos los hueones”.
Fernando Castro, fallecido en 2002, visitaba regularmente las picás del barrio San Diego, donde se emborrachaba con uniformados y amigos del gremio suplementero. Una de sus preferidas era Las Tejas, que en ese tiempo quedaba en Nataniel Cox: “mi papá chupaba con los pacos y los milicos. Los milicos eran repobres. Y los pacos también. Chupaban con los viejos porque les macheteaban, a ellos no les alcanzaba. Estaban mal pagados los hueones, ganaban pocas lucas, esa hueá es cierta”.
Muchos transeúntes –aparentes funcionarios públicos– interrumpen con preguntas mientras converso con este hombre menudo, de bigote, pelo canoso y cara de buenos amigos, muy parecido a García Márquez.
Ricardo tenía 25 años. Estaba recién casado y su esposa embarazada. Esa mañana entregó diarios y revistas en el Ministerio de Defensa, como lo había hecho antes su abuela, sus tíos y su papá. El ambiente previo era tenso, recuerda. “A los milicos les tiraban trigo, les tiraban monedas los de derecha. Que eran cobardes, que eran maricones, que eran gallinas, que no eran capaces de… hasta que agarraron papa los hueones e hicieron el golpe”.
Hasta las 8.30 todo funcionaba normal: militares, carabineros y civiles compraban el diario con regularidad, asegura Ricardo. En ese entonces su kiosco era de madera y estaba en la esquina de Zenteno, desde donde vio pasar a los primeros camiones con tropas. Su padre preguntaba a amigos carabineros. Nada, decían saber. Al rato el perímetro estaba cerrado. Nadie podía entrar al sector, sólo salir. Ellos empezaron a guardar las cosas y cerraron. Les avisaron luego que bombardearían La Moneda.
Ese día soleado, dice Ricardo, saludó a gente que nunca más volvió a ver.
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Justo (62) estaba en pie desde las cuatro y media de la mañana. Durmió con ropa y el fusil al lado. Esa mañana pasó rápido bajo el agua fría de las duchas, ajustó sus botas, limpió el armamento y la artillería. A las 6 en punto figuraba en la formación de la Plana Mayor junto a las otras cuatro baterías (con ochenta conscriptos cada una) del desaparecido Regimiento Tacna, allá por el Parque O’Higgins.
Me recibe en el pequeño cuarto de un edificio de Paseo Bulnes, que me pide no especificar. Mientras da vueltas una llave de paso me cuenta que no habla mucho del tema, que no le gusta recordar. Bajo el volumen al televisor. Prende un cigarro corriente y empieza su relato.
Entró al Servicio Militar en enero de 1973. Tenía 18 años cuando puso en su hoja de vida: «Simpatizante de las Juventudes Comunistas». Medio en broma, dice. No tenía idea de política, sólo lo hizo para molestar a su papá socialista, con quien vivía en la población Juan Antonio Ríos. El 29 de junio del mismo año fue parte del contingente que enfrentó a los militares sublevados del Blindado N° 2 en el famoso “tanquetazo”, el primer despliegue militar por las calles del centro de Santiago que terminó con la Intendencia en llamas y que sería catalogado como el ensayo general del golpe. “Ese fue como un show que armaron para mostrar que Pinochet estaba con Allende”, dice convencido. Desde ese día, todas las semanas los conscriptos debían cambiar su brazalete por uno de distinto color. Estaban en poder del coronel y se repartían para evitar infiltrados. Ese año no hubo nuevo llamado a reclutamiento. La generación del 73 hizo durante dos años el servicio militar.
Justo asegura que recién a las 7 de la mañana les informaron que su misión no era de entrenamiento. A eso de las 8 subieron a los camiones y se bajaron en Parque Almagro para instalar la primera pieza de artillería. Luego, al mando del general Palacios, se movilizaron hasta San Diego con la Alameda. En esa esquina esperaron. “No sabíamos nada, tenía que seguir las órdenes”, repite en varias ocasiones.
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Alicia (57) vestía jumper cuando su hermano mayor entró a la casa diciendo que esa mañana no podría ir caminando a la Escuela Cadete Arturo Prat, donde cursaba octavo básico, en calle San Ignacio. Era habitual que él llegara con impresiones de la calle, lo recuerda siempre observando, saliendo de noche, comentando lo que pasaba.
Conversamos sentados en una banca justo frente al edificio donde vivió desde los seis hasta los trece años, exactamente hasta el 12 de septiembre de 1973. Juan, su padre, era el administrador del edificio de la Corporación de Reforma Agraria (CORA), y vivía junto a su esposa, dos hijos y dos hijas, en el último piso de Bulnes 194. Alicia era la menor. Los primeros recuerdos de su vida son en ese departamento: jugar a las muñecas y escuchar vinilos con su mamá; pasear junto a su padre en el casino de funcionarios, participar en los concursos de dibujo que organizaba el sindicato, recorrer pisos y escaleras de los que era dueña después del horario de trabajo. “Yo era sobreprotegida”, dice.
Los edificios que cubren Bulnes están en su mayoría compuestos de oficinas particulares y algunos locales comerciales en la primera planta. Todos los departamentos son amplios, de techos altos, en algunos incluso vivían familias de clase alta. El resto eran, al igual que hoy, reparticiones del Estado. Alicia recuerda un emporio, el Lavaseco Sandrico, una compraventa de autos, el Teatro Bulnes y la Panadería San Antonio, el único de estos locales que sigue en pie. En 1973, la zona se transformó en locación habitual de enormes concentraciones apoyando a Allende. “Aquí se vivía una etapa muy convulsionada. Mucha gente de los edificios protestaba en contra, con cacerolazos. Me acuerdo perfectamente”.
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“Recuerdo que me estaba duchando y veía por la ventana del baño cómo andaban algunos aviones. Era un día muy brillante, un día de mucho sol”. Lucio Arias (69) vivía en Brasil 375, en el departamento 304. Escuchaba Radio Corporación cuando se enteró del movimiento de marinos en Valparaíso. Arquitecto recién egresado, trabajaba desde 1971 en la Dirección de Obras de la CORA. Específicamente en el quinto piso donde estaban los departamentos técnicos a cargo de los programas de vivienda rural, en Bulnes 177, el edificio donde hoy funciona parte de la SEREMI de Salud de la Región Metropolitana.
“Me vine a trabajar. Llegué aquí, debe haber sido las 8, 8.30, y ya había un clima muy raro. Pero aún no había exactamente enfrentamiento”. Lucio recuerda que la gente se agolpaba en las esquinas a preguntar qué pasaba. Todos los funcionarios de la CORA abandonaron el edificio. Luego, vio caminando a las tropas del Tacna con sus cuellos color salmón. “Nadie sabía exactamente de qué lado estaban”.
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Adriana Ramírez (95) vive desde los 32 años en el último piso del primer edificio de Paseo Bulnes, justo frente a La Moneda. Podría decir que ha visto pasar la historia de Chile desde su terraza. Le cuesta pararse, camina a paso lento y firme. Su cuidadora, la señora Marta, nos recibe y le grita fuerte: “Lo que ellos necesitan es que usted les cuente cómo vivió el 11”. “Mi marido siempre fue socialista”, es lo primero que responde. Conversamos un par de horas, nos tomamos un enguindao y me muestra las huellas del paso de balas en ventanas que nunca reparó.
Ese martes se levantó para trabajar como cualquier día. Salió a más tardar a las 7.30 de su departamento en Bulnes 79, asegura con la precisión del todo o nada propia de su edad. Era profesora de inglés en una escuela de San Bernardo, misma comuna donde fue formada por monjas alemanas en el colegio Inmaculada Concepción. Ella e Inelia fueron las únicas que llegaron ese día. Pero Inelia, la profesora de francés, vivía ahí mismo en San Bernardo con su esposo milico, apunta Adriana. Salió a la calle principal, pese a que su jefe no quería que volviera al centro, y se subió a un auto que también iba en dirección a Santiago. Veía a todo el mundo con cara de asustados.
“Me senté atrás y ahí escuché en la radio que decían: «se le ha conminado al señor Allende que abandone La Moneda». Algo así…”.
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“Jamás nunca se nos imaginó un bombardeo a La Moneda”. Alicia recuerda que hasta ese momento no sabían si era otro “tanquetazo” o algo más. Esta vez le prohibieron asomarse a la terraza. La familia completa reunida en el comedor escuchó por Radio Magallanes el llamado a evacuar a todo civil que no viviera en el sector. Poco a poco la gente fue abandonando calle Bulnes. El bombardeo era inminente, así que bajaron al subterráneo. Alicia recuerda que su papá no hablaba. Ella dudaba de la precisión de los aviones y no descartaba la posibilidad de que dispararan contra otros edificios públicos, como el suyo.
“Mi papá quería que nos fuéramos”. Hasta ese momento no sabían nada de la familia amiga que vivía en el noveno piso del edificio, justo en frente. Tampoco del único compañero de curso que vivía cerca.
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Ricardo y Fernando iban caminando por Matta cuando sintieron el primer ataque de los aviones a La Moneda. Todo el mundo empezó a correr, ellos también lo hicieron sin parar hasta llegar a la Caro. “Pensamos que iban a bombardear todo Santiago”.
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Lucio condujo hasta la casa de su madre en el paradero 4 de Pajaritos y luego se fue a buscar a su padre, Aliro Arias, en ese tiempo director del Inacap ubicado en la población Quinta Bella de Recoleta. Pasó por Matucana con San Pablo, recuerda, donde vio otra pieza de artillería cortando el paso hacia el centro.
Junto a su padre escucharon el primer bombardeo y subieron al techo del Instituto, acompañados por varios estudiantes, para mirar el sobrevuelo de los aviones. Recién a las 5 de la tarde, cuando se levantó el toque de queda por un breve lapso, pudieron dar la vuelta por Renca y llegar hasta su casa en Maipú.
“Había un administrador del edificio. Los milicos le sacaron cresta y media, no entendían que él vivía ahí. Eso fue lo que nosotros supimos. Aquí no se quedó nadie, se fue todo el mundo”, relata mientras camina por Paseo Bulnes.
La noche del 11 vio algunos focos de resistencia precarios. Los cuatro días siguientes estuvo en casa de sus abuelos.
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Comandados por el general Javier Palacios, cruzaron desde San Diego hacia Bandera y doblaron por el pasaje Antonio Varas hasta llegar a la puerta de Morandé 80. En el trayecto, Justo disparaba de a cinco tiros y cargaba nuevamente su fusil Mauser. En el lugar ya estaban las tropas de la Escuela de Suboficiales y de la Escuela de Infantería de San Bernardo. Luego, recuerda ver a Palacios herido en su mano, entrar a La Moneda y ver a Salvador Allende muerto, ensangrentado, tendido sobre un sillón. También vio a algunos de sus compañeros robarse objetos del lugar. Después volvieron al Regimiento Tacna.
“Hubo muchos abusos”, dice moviendo la cabeza, sin querer entrar en detalles.
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Adriana pasó los bombardeos y el toque de queda en casa de una amiga, cerca de avenida Matta. Estaba obsesionada con volver, y su esposo Raúl no contestaba el teléfono. Sólo pudo salir a eso de las 5 de la tarde cuando por radio anunciaron una pausa en el toque de queda. “Mi amiga no se atrevió a encaminarme ni un pedacito de cuadra”. Caminó todo Nataniel hasta su casa, rezando detrás de una señora. Estaba asustada y con mucho dolor de cabeza, recuerda. Después de varios controles logró llegar a su departamento en Bulnes.
“Se nubló, como para llover”. Cuando llegó, sus vecinos y vecinas estaban en el subterráneo del edificio. Su esposo Raúl muy preocupado. Y un tal Navarrete, al que recuerda con odio, paseaba intimidante por los pasillos con una capa militar. Adriana recuerda que el tipo era dentista del Ejército, que su mujer sólo salía para ir a la iglesia y que no se le despegaba a Raúl.
“Las mujeres que se creen más elegantes cantaron el himno nacional en el subterráneo”.
Su esposo le tenía prohibido que se metiera en sus papeles, pero ese día Adriana escondió lo que pudo, incluida una foto del Che Guevara enmarcada con vidrio. Mientras ordenaba apareció Navarrete –“un hombre doble”, repite– y le informó que Raúl estaba siendo interrogado en el Ministerio de Defensa. Esa misma noche se lo llevaron al Estadio Nacional.
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“Recuerdo balas todo el día, al atardecer comenzó más crudo. Yo sentí balazos siempre. En ningún momento dejó de haber balas”. Alicia recuerda tener mucho miedo durante todo ese día. Esa noche la pasó con su familia bajo una mesa que apoyaron junto al ventanal que daba hacia calle Olivares. Estaban tendidos en el suelo, se arrastraban para ir al baño. Estaba convencida de que en cualquier momento bajarían militares desde la terraza. La mañana siguiente entraron por la puerta principal, revisaron ropa y antecedentes. No allanaron hasta la noche.
La mañana del 12, mamá e hijos se fueron con lo puesto caminando desde Bulnes hacia la Panamericana para tomar transporte a San Bernardo. “Mi mamá jamás quiso volver, quedó con trauma”.
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“Aquí escuchamos disparos nomá”, dice Ricardo refiriéndose al Paseo Bulnes. “Pero no vimos caer a ninguno. En cambio, allá en la Caro, detrás del cementerio… en la noche pasaron los de la Fuerza Aérea en camiones con ametralladora punto 30 disparando, diciendo por altavoces que habían algunos escondidos”.
Una de esas noches, Ricardo asegura haber visto cuerpos acribillados a un costado del Cementerio Metropolitano, a tres cuadras de su casa. Con el tiempo se supo que Víctor Jara era uno de ellos. “Yo los vi, con overoles, mamelucos, con camisita, ningún hueón elegante, era toda gente de los cordones industriales, como les dicen. Estaban tan masacrados, tan desfigurados, que es difícil que alguien los hubiera reconocido, eran pa mí todos iguales”.
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Adriana pudo sacar a Raúl del Estadio Nacional después de 20 días. Tuvo que pedirle a una amiga, hija del gobernador de San Bernardo, que hablara con Lucía Hiriart y le avisara que su esposo estaba detenido. Las tres se conocían del Inmaculada Concepción. “Mi marido es socialista, y no va a dejar de serlo, porque de joven… ¡pero no tuvo ningún puesto!”, le pidió que argumentara.
Sobre Lucía Hiriart, recuerda: “Esa era una floja. ¡No sabía hacer nada!”
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Para la conmemoración de los 40 años del golpe, Alicia subió con sus hijas al departamento que le arrebataron. Le pregunto a su hija si su mamá le cuenta estas historias. “Sí cuenta, no regularmente. Mi papá es del otro lado del bando, mi papá era pro Pinochet. No es un tema que podamos reflexionar a nivel de familia». «Cuesta que la gente se imagine lo que uno está contando”, agrega Alicia. “Yo creo que para mí fue un trauma esto”.
Un mes y medio después del golpe pudo volver a la escuela a terminar de cursar el octavo básico. Esos meses finales de 1973 tuvo que viajar todos los días desde San Bernardo, bajarse en calle Zenteno y luego caminar dos cuadras al poniente. Siempre pasaba mirando hacia arriba. “Es muy fuerte que violen tu hogar de esa manera y que por inseguridad te tengas que ir, dejando todo”.
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Lucio se tuvo que presentar a trabajar el 18 de septiembre. Ese año no hubo fiestas patrias. “Estaba igual, la gente llegando. En la oficina de abajo funcionaba Relaciones Públicas de la CORA, y pusieron a Maximiliano Errázuriz, que andaba vestido de milico”.
“Aquí parte del tema lo hicieron los civiles. Aquí no es que sólo los milicos anduvieran persiguiendo gente. Había mucha gente, muchos civiles que denunciaban al vecino. Hubo mucha, no sé si crueldad, pero mucha venganza personal también. Yo hablo de los primeros días, de la primera semana, y eso fue repercutiendo”. A los pocos días, Lucio vio cómo arrastraron a su hermano hasta un camión y después llegar a las cinco de la mañana ensangrentado. En su casa se arrancaron hojas y quemaron libros por miedo.
“Es verdad que la gente celebraba y tomaba champán para el Golpe”. Reflexiona: “un milico loco que tenga cierta capacidad de convicción tiene abonado el terreno para un golpe de Estado. Cuántos hay por ahí en las poblaciones que dicen: «no, si lo que falta aquí es que vuelvan los milicos para que pongan orden»”.
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Como conscripto del Regimiento Tacna, Justo trabajó en las cocinas de campaña del Estadio Nacional. En los túneles, detrás de la reja que separaba detenidos de militares, reconoció a su mejor amigo, con quien casi se había criado en Independencia. Los meses siguientes le tocó patrullar de noche. Le pregunto si siente culpa. Me responde que no hizo nada, que sólo una noche…
Terminado el servicio militar, Justo trabajó durante siete años en las Fábricas y Maestranzas del Ejército de Chile (FAMAE). En ese período estuvo en casa del comandante Ramírez Pineda y de algunos oficiales realizando reparaciones eléctricas. Después se acogió a retiro. «Si seguía me volvía loco», me cuenta.
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El kiosco de Ricardo estuvo cerrado cerca de un mes. Su familia se preocupaba, pero tenía que volver a trabajar con su padre. Cree que las crisis de pánico de su hija son por el estrés de su esposa embarazada en esos meses. “Aquí estaba normal, estaba todo piqueteado nomá”.
Le pregunto qué piensa de los 138 impactos de balas que aún son visibles en los edificios, y me responde: “A estas alturas ya deberían borrarlas para que se acabe el cuento. Los protagonistas ya no están, no queda ninguno”.
Sobre los militares amigos de su padre, recuerda que volvieron de civil porque los podían matar en el camino. Y que se pusieron arrogantes. “Ya no reconocían que los viejos les salvaban hasta la micro a los culiaos. Puta, los viejos estaban todos con cuello”.
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La investigación para esta crónica fue realizada en colaboración con Francisca Palma y Gonzalo Arias, ambos del colectivo Bulnes Intervenido.
[Portada] Fotografía de Andrés Cruzat
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