Este podría ser el escenario de una historia de amor, de un optimismo inútil que desea creer en triunfos y fracasos. En “Le llaman utopía, mi amor, yo no sé cómo llamarle”,* Camila Ramírez nos presenta la utopía como la consciencia de una pérdida, una declaración de lo irrealizable. De este modo nos emplaza a tomar posición: o se es ingenuo o pesimista. Lo que parece dejar claro es que ya no hay posibilidad de fracaso, porque la utopía es más que una conquista: es un levantamiento interminable.
Son tres acciones las que articulan esta muestra, tres cuerpos contenidos en cubículos rojos que, obstinados y ensimismados, realizan diferentes ejercicios de resistencia. Estos cuerpos se enfatizan en la emoción de una hazaña que compromete un esfuerzo improductivo: como en una devaluación económica, el gasto parece mayor que la ganancia.
En el primer espacio, una persona alza su puño e intenta mantenerlo en alto poniendo a prueba su voluntad. Este ejercicio manifiesta la tensión entre un cuerpo escultórico que ensaya la monumentalidad estatuaria del héroe y la poética de un gesto quebrado que moviliza los afectos de quien lo observa. Durante años, levantar el brazo (izquierdo) y empuñar la mano ha sido un símbolo de lucha. Hoy es imposible imaginar una movilización social sin esta imagen, por lo que inscribir ese gesto en una galería de arte, donde son anuladas sus implicancias sociales, políticas e históricas, nos enfrenta a su inutilidad y acentúa la pregunta por el sentido. Así, lo que nos queda es la fragilidad y la potencia de un acto que, como tal, insostenible, acontece sólo una vez para volverse relato épico.
Simultáneamente a esta acción, en el segundo cubículo, una persona sumerge su rostro en un cubo de vidrio con agua y entona la Internacional Comunista. El espectador logra reconocer su melodía, pero no la letra, vaciando su contenido cuando el aliento se fuga al tocar la superficie del agua. La voz ahogada que escapa presenta la paradoja de un horizonte decaído y una mirada ciega que se resiste a la incomprensión y al fracaso. Asistimos al hundimiento de un himno y a su emergencia fragmentada como la deformación de los gritos en una marcha.
El último espacio presenta una proclama inconclusa que se escribe sin dejar lugar vacío. Allí leemos “Mil veces” de izquierda a derecha, del cielo al suelo. Una conquista siniestra en lo que podría ser una habitación de los deseos o un gesto de resistencia a la frustración en una frase que no se logra completar. La escritura de una historia que no encuentra un fin. Nos hayamos frente a una demanda abierta que parece no tener tiempo ni lugar específico. Se trata de una promesa eterna: “Venceremos”. Un llamado a la memoria. Son mil intentos posibles, mil derrotas.
Los cuerpos incomunicados, aislados y limitados por los muros, refuerzan la noción del ensimismamiento como metáfora de la militancia eximida del juicio de lo probable, lo que sucede al interior de la persona que decide creer en y perder libertades. Entonces, ¿quién es más libre?, ¿el que asume la pérdida por opción o el que cree y defiende la “libertad de elegir”? Lo que interesa a Camila Ramírez es la paradoja. Su trabajo aborda aquello que se encuentra ajeno al espacio hegemónico de la orgánica partidista: justamente, la dimensión afectiva y romántica de lo político.
–––
* Este texto forma parte de la curatoría de la exposición “Le llaman utopía, mi amor, yo no sé cómo llamarle” de Camila Ramírez, inaugurada el mes de octubre de 2017 en Galería BECH.
Fotografías de Tarix Sepúlveda
Perfil del autor/a: