/ por Antonia Orellana Guarello
Programa, proyecto, reivindicación, agenda y prácticas son temáticas complejas a la hora de abordar un feminismo que busque profundizar y poner en tensión las diferentes posturas de acción desde los feminismos en nuestro continente. Hoy todo sigue un camino similar, la diferencia es que la aparición pública de nuestro movimiento adquiere ribetes cada vez más extensos. El 2016 fue un año de fuerte visibilidad para el feminismo tanto en Chile como en varios países de Latinoamérica. Fueron los casos de violencia de género con niveles de ensañamiento que antes no se hacían públicos los que detonan masivas convocatorias a marchas callejeras de la pluralidad de expresiones bajo el eslogan “Ni Una Menos”, junto con la irrupción pública de las mujeres estadounidenses tras el ascenso de Trump al poder. Factores que demuestran la vigencia de un movimiento que, desde América en su conjunto, dista de llegar a término.
Esto abre las puertas para reflexionar en torno a la conformación de una articulación política, cuyos principales nudos se debatirán a lo largo del 2017 a través de un diálogo atravesado por el feminismo. Tales reflexiones las desplegamos desde una posición en particular: un feminismo situado en la izquierda emergente chilena, entendida como las organizaciones surgidas al alero del ciclo de movilizaciones sociales iniciadas el año 2006, tanto a nivel estudiantil (“revolución pingüina”) como sindical, con la gran huelga del subcontrato minero y el asesinato de Rodrigo Cisternas en el sur de Chile.
En forma paralela a la articulación de una docena de movimientos políticos y partidos legales, como un pacto electoral bajo el nombre de Frente Amplio, se observa el surgimiento de debates estructurales que buscan la actualización de los feminismos en Chile, así como la tímida aceptación de esos desafíos por parte de la izquierda. Hemos entendido el feminismo como un espacio de politización que dialoga con distintos movimientos político–sociales, con la realidad histórica del país.
Como ha señalado nuestra compañera Luna Follegati Montenegro, la base de nuestra intención viene de las feministas en los ochenta y su consigna de “Lo personal es político”. A más de treinta años de la consigna “Democracia en el país y en la casa”, enfrentamos similares preguntas, pero con otros conflictos, herederos de los cierres provocados por una transición a la democracia que, bajo la categoría de igualdad, oculta las bases de un sistema asentado en la injusticia, impunidad y explotación. A pesar de que el cerco de lo que es privado y público se encuentre más corrido que antes, resulta aún insuficiente para que ante el escenario político que se abre sea posible asegurar que se superarán las omisiones, exclusiones y clausuras que concluyeron en un repliegue del movimiento feminista chileno en los noventa. Es por eso que, desde estos espacios, se plantea la urgencia de seguir abriendo estos debates.
Hemos sostenido que no basta con la emergencia de fuerzas políticas alternativas, sino que también hay que empujar la emergencia de la política al interior del campo popular. Esto también es necesario en el campo de las organizaciones feministas.
Yuderkys Espinosa Miñoso ha insistido, por ejemplo, en que existe una dependencia ideológica de los feminismos latinoamericanos con los procesos históricos y la producción de discursos del primer mundo que afecta los énfasis teóricos del movimiento. Esa misma hegemonía del primer mundo la podemos ver en las respuestas reaccionarias que, en su crítica al “feminismo radical”, la “ideología de género” y más, avanzan peligrosamente por nuestro Cono Sur. Imposible es pasar por alto el detalle de que su trayectoria es alarmantemente similar a la de los años que marcaron el ascenso progresivo de los movimientos fascistas en Europa y el de Trump en Estados Unidos.
Esto se expresó durante el último año en el debate chileno sobre la violencia de género. Ante su visibilización cada vez mayor, se ha masificado un discurso desde el feminismo que reconoce un significativo avance en el estatus y condiciones de vida de las mujeres, pero señala que el principal problema es que esto no se ha traducido en cambios cotidianos. Lamentablemente, ya no basta con la mera constatación de la enorme brecha entre la realidad y lo que no es “aceptable” en términos simbólicos y legales. Tampoco es satisfactoria la idea de redoblar los esfuerzos de corrección individual, expresada en un feminismo hipervigilante siempre atento para acusar la misoginia.
Si las críticas a los comportamientos individuales no se plantean en términos de pedagogía política, prácticas de educación popular y la habilitación de nuevas y nuevos sujetos políticos, permaneceremos en la simple constatación de las prácticas machistas. En este discurso subyace, además, una idea teológica del feminismo donde, al igual que en la cosmovisión cristiana, son los actos individuales acordados dentro de cierta moral los que permiten una “redención”, basada en la culpa y el arrepentimiento por el machismo anterior. De tal modo que, si actuáramos todos y todas en “forma feminista”, conseguiríamos, tarde o temprano, “el cielo” antipatriarcal. En este escenario, ¿cómo se caracteriza el objetivo político? ¿Caminar sin temor? ¿No recibir comentarios desagradables en el trabajo? ¿Dónde quedan los cuestionamientos a la economía del poder y la explotación de las mujeres? En el discurso que se refugia en lo individual asistimos a una falta de análisis radical sobre la economía de la violencia de género, su lugar, utilidad y propósito dentro del engranaje que conforman el capitalismo y el machismo en nuestro continente o bien –como ha denunciado Rita Laura Segato un sinnúmero de veces– una privatización de la violencia.
La incapacidad de una respuesta estatal–punitiva para erradicar la violencia se hace evidente en cada nuevo registro anual de femicidios. Tanto es así que hoy, a 38 años de la firma de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, en inglés) en la ONU, asistimos a un debate en las altas esferas de las agencias intergubernamentales para decidir si hay que felicitarse por el alto nivel de denuncias o preocuparse por su incremento.
Paralelamente al fortalecimiento de la respuesta estatal–punitiva, el neoliberalismo también ha cosechado ventajas económicas y políticas gracias a esta conceptualización identitaria e individual de la lucha feminista. Podemos ver cómo se han fortalecido y enriquecido los sectores bancarios producto del ensalzamiento de la jefa de hogar uniparental, presa ideal para el crédito y la deuda. En esta misma línea, el carácter subsidiario del Estado aprovecha de saltarse cuestionamientos legítimos a sus fundamentos a través de los sistemas de protección social que ofician como parche a la situación de la mujer–precarizada devenida sujeta ideal de la bancarización.
Esta respuesta está marcada por las agendas de organismos internacionales, las cuales apuntan a la “transversalización” de los “enfoques de género” en el Estado, como si bastara ponerle un “tinte violeta” a determinada política pública para que esta tenga un carácter emancipatorio. De este modo, lo que habría que hacer es ratificar convenios o “continuar” transformando el Estado hasta “perfeccionarlo”, asemejándose al relato salvífico del feminismo individual referido más arriba. La única diferencia, en este caso, es que la institucionalidad estatal sería la que alcanzaría tal “cielo” bajo la dirección de la política feminista del primer mundo.
A esto se suma, como es sabido, la permanente intervención del Estado y los organismos internacionales en el movimiento feminista a través de una batería de ONG, fondos concursables y tecnificación del discurso. Uno de los principales inconvenientes que tiene esto, a nivel de posicionamiento político, es que invisibiliza a las organizaciones sociales y políticas feministas o de mujeres en favor de ceder lugar a las expertas que actúan como contraparte del Estado, cuando en realidad son parte de sus propias redes.
Tenemos un desafío gigante que se puede plantear en distintos niveles. El primero apunta a la articulación del feminismo con el conjunto de planteamientos críticos al estado de las cosas en Chile. Salvo honrosas excepciones, aún es necesario establecer un diálogo entre los saberes y prácticas feministas y los movimientos y organizaciones populares del país. En ese sentido, una tarea para las feministas de la izquierda emergente es producir dicho diálogo con las organizaciones y territorios en conflicto, contribuyendo a un reenfoque desde lo identitario–femenino hacia la lucha colectiva.
El segundo tiene que ver con la problematización en torno a la autonomía política y el Estado. El gobierno de la Nueva Mayoría se autodenominó como reformista y, desde nuestra mirada, se apropió de banderas sentidas de los movimientos sociales para vaciarlas radicalmente de contenido, como es el caso de las reformas educativas y laborales.
En cuanto a las demandas feministas, vemos ejemplos como la Ley de paridad salarial que, según la propia Dirección del Trabajo, no alcanza a sumar cincuenta denuncias en cinco años. La primera mujer presidenta de la CUT, Bárbara Figueroa, celebró durante la tramitación de la nefasta reforma laboral el establecimiento de cuotas de género para las negociaciones colectivas de los sindicatos, sin especificar que se trata de cuotas sin fuero sindical y que, por lo mismo, muy pocas mujeres querrán ejercer. Además, por el alto nivel de precarización, el nivel de mujeres con acceso a la negociación colectiva es tan bajo que la medida no da ni para saludo a la bandera. El caso paradigmático es la Ley de despenalización del aborto en tres causales extremas (inviabilidad, peligro de vida y violación). Si al ingreso del proyecto al Congreso el Observatorio de Género y Equidad calculó que impactaría sólo al 3% de los cientos de miles de abortos, el cercenamiento de la ley por la derecha y parte de la Nueva Mayoría lo dejó con un piso aún más bajo, cuestión que ya vimos, en el primer caso, cómo la puso a prueba públicamente en Chiloé.
La evaluación de estas políticas da cuenta del peligro de plantearse en una fe legislativa sin la construcción de sujetos políticos colectivos que defiendan los proyectos de la todopoderosa influencia del empresariado, la derecha y la Iglesia Católica. En el caso de las normativas laborales, es evidente su inutilidad sin la anterior habilitación de sujetas políticas que ejerzan la autonomía en esas leyes, por lo que genera derechos vacíos de contenido y sin posibilidad de ejercerse.
Como vemos, buena parte de estos desafíos responden a un debate al que no se debe temer: ¿quién definirá los contenidos y estrategias de los feminismos? Hoy, la pauta la marcan las mujeres de clase alta y su techo de cristal, a través de sus propias organizaciones y ONG, los intereses de investigación de distintas académicas influyentes –legítimos, pero insuficientes para constituir movimiento y organización– o el surgimiento de coyunturas de visibilidad de la violencia radical como las anteriormente mencionadas. Las mujeres trabajadoras son invisibilizadas tanto por el movimiento sindical como por el propio feminismo.
Para ambas tareas, es necesario que las orgánicas que buscan llevarlas a cabo expresen estas mismas banderas políticas. Como se ha dicho, no se puede democratizar radicalmente el país con organizaciones que repliquen las lógicas de la transición, y eso también aplica para la actitud que posee la izquierda emergente hacia el feminismo: oscilante entre el paternalismo machista y la mera ignorancia. De una autocrítica política y una construcción ética hacia la mitad del pueblo que se dice busca representar dependen buena parte de los objetivos aquí esbozados. Textos como Apuntes sobre feminismos y construcción de poder popular* son señeros para acompañar el saber–hacer colectivo.
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* Este texto forma parte, entre un conjunto de otros epílogos de varias organizaciones feministas chilenas, del libro Apuntes sobre feminismo y construcción de poder popular de Luciano Fabbri (Tiempo Robado editoras y Proyección editores, 2017) de Luciano Fabbri.
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