«¡Su marido le pegó dos disparos en el pecho y la mató!», dijo una mujer a otra. Nadie se dio vuelta a mirar. Viajaban cómplices, sentadas frente a frente en uno de los vagones del metro. Una de ellas dobla las costuras de su falda mientras escucha a su amiga comentar la teleserie que está pegando en el canal de Andrónico. No se incomoda. Va apoyada en una ventana desde donde recibe un poco de aire sabatino. Las amigas toman pausas para revisar los pasajes de esa historia donde, como si fuera costumbre, le arrebataban la vida a una chica.
Mi despertador sonó a la hora, pero como en la capital todo suele comenzar más tarde, no dudé en tomar algunas pausas antes de salir. O quise creerlo así para justificar mi retraso. En el tren citadino, hombres y mujeres visitan a cada segundo sus celulares esperando encontrar una nueva notificación. También lo hice para ver si había noticias sobre el ELVA, el Encuentro Latinoamericano de Varones Antipatriarcales que, tras haberse realizado el año pasado en Argentina, llegaba al centro de Santiago. Recordé que no tenía conexión a internet. Probablemente la inercia tecnológica.
Me bajé en Unión Latinoamericana y caminé hacia la universidad de la que se rumorea recibía aportes de Venezuela. La Arcis ya no grita, no pinta como antes, no exhibe los albores de la cultura crítica nacional. Todo por el paso de una administración de banderas rojas que aprovechó el discurso para defraudar y no consolidar un proyecto de escuela distinto. Aun así, sus edificios siguen en pie y saludan a los varones que llegamos a discutir sobre esa extraña materia que en las calles y la academia llaman patriarcado. “Bienvenido compañero”, me saluda uno de los chicos organizadores, con un abrazo cariñoso. Los apretones de manos no son muy bien vistos en estas instancias, guardan esa “machocidad” innecesaria. Miro los alrededores y siento la misma inquietud de muchos al no saber de qué se tratará todo esto. Ciertamente, hay más preguntas que respuestas en la cabeza de estos hombres atiborrados de masculinidad.
Altos y bajos, lampiños y barbudos, conocidos y otros no tanto. Cerca de cien varones por deseo personal han llegado hasta aquí. Ronda la interrogante sobre los privilegios, sobre el machismo y la represión. Sentados donde se pueda, cruzamos miradas atentas y fraternales. Lo único que queremos confrontar es nuestra posición en la sociedad. Ya con un número importante de muchachos, los organizadores llamaron a tomarse las manos y, en un círculo poco definido, comenzó la primera dinámica de la jornada. La invitación: desarmar los nudos. Extrañados, muchos no entendimos las instrucciones y, luego de los saludos, nos dividimos en grupos para comenzar algo parecido a un juego. El viento erizaba los brazos descubiertos que hace un rato habían recibido rayos del sol. Con un poco más de frío que antes, las ansias por explorar seguían latentes. “Chicos, la tarea es sencilla. Uno del grupo debe soltar su mano y comenzar a enredarse con los demás compañeros. Luego, todos deben aportar para desatarse”, explicó Benji, miembro de la organización del encuentro. Algo atarantados, y entre risas de nerviosismo, comenzamos el ejercicio.
Nos enredamos sin soltarnos de las manos. Nuestros cuerpos eran llevados por otros, con movimientos poco voluntarios teníamos que colaborar sin oponer resistencia. Valíamos más como grupo que como individuos, tratando de zafarnos de las axilas que se pegaban a nuestros rostros, de las rodillas que se clavaban en nuestros muslos y piernas. Nos rozábamos, sentíamos al otro, en un acto confuso donde se mezcló la rigidez y la liberación. “Dejemos de habitar la palabra y habitemos el cuerpo”, sugirió Benji, ante la impaciencia por terminar el enredo.
En completo silencio, sin siquiera un balbuceo, la mirada se transformó en la herramienta para desarmar el increíble revoltijo en el que nos habíamos convertido. Aun así, el tirón de mano estuvo presente como queriendo decir: “yo tengo la solución, yo sé por dónde hay que ir”. Ahí estaba el gran ejercicio, reconocer los nudos que nos atan a conductas donde ser el guía autoproclamado es instinto y necesidad. Estar presentes, marcar territorio, rugir y golpear la mesa. El macho en la cabeza y en la cola sus secuaces. “A mí sí me pareció que había lideres”, me dijo al oído Sebastián Pineta. Argentino, 38 años, desde su infancia vive en Catamarca. “Es como a la altura de Atacama, pero al otro lado de la cordillera”. Por opción personal le tocó explicar más de una vez de dónde venía, mientras se echaba para atrás el mechón visado de su pelo rubio.
Preguntar y escuchar, sin intervenir al otro, fue la segunda provocación de los organizadores. Había que buscarse. Sebastián me apuntó con el dedo y no me opuse. Luego de acordar que el suelo era el mejor lugar para iniciar el diálogo, me contó sobre su interés por discutir acerca de las masculinidades y su trabajo en el colectivo Pañuelos en Rebeldía, un saludo a la educación popular con tintes feministas y antipatriarcales. “Ha nacido una necesidad por juntarnos como hombres, con un cuestionamiento desde la intimidad, y desde lo colectivo pensar cómo transformar. Esto ha sido un aprendizaje de las compañeras feministas, aprendizaje que nos venían exigiendo con justa razón”, comenta Sebastián, mientras enciende el tabaco que lo hace toser más de una vez.
El mate no faltó en la conversación, y sí que abundaba en las manos de los compañeros trasandinos que llegaron al encuentro. Pineta me miró con detención esperando las preguntadas venideras, minutos antes me había comentado que la comunicación social era uno de sus oficios y que sabía bien de qué se trataba andar de “preguntón” por las calles. Desde ese lugar también ha colaborado para difundir las luchas que cruzan al patriarcado, en las que los varones han quedado en el camino. “Tenemos que exigirnos como varones la búsqueda por la coherencia, que es algo que se tienen que exigir todos los movimientos, más nosotros que hemos ejercido el poder. La discusión no se acaba en qué tipo de varones, qué tipo de mujeres queremos ser, sino que en pensar en los sistemas de dominación donde el principal lugar de sacrificio son nuestros cuerpos”, me dijo con una seguridad bastante parecida a la que demostraba al afirmar la matera. Levantamos la mirada rápidamente al escuchar que el tiempo había terminado. Quedaban preguntas. Sin embargo, lo importante fue que nos habíamos escuchado, al menos esta vez, sin interrumpirnos.
Branco, el matón del curso
Lo vi al presentar nuestras “máscaras masculinas”, esas que encarnan los años de enseñanza machista y patriarcal. Otro ejercicio propuesto por el ELVA. Su presencia me recordó la estadía en un colegio dichoso de tolerancia y libertad, pero que a ratos obviaba en sus rincones la violencia escolar. Branco, el matón del curso. El bullineador. De ojos azules y pelo castaño claro, un niño que solucionaba sus asuntos a puñetazos y patadas. Era frecuente escuchar durante los recreos que alguna niña o niño había caído en las manos de este sujeto. Casi profesional en golpear. Y digo casi porque, al parecer, decidió que las cosas dejarían de ser así cuando comenzó a crecer. Me pregunté qué hacía Branco, un niño que por aparente voluntad había escogido la violencia para resolver sus conflictos, en un encuentro como este. Verlo parado en medio de un círculo de varones me causó extrañeza, pero al observarlo detenidamente parecía ser alguien distinto. No percibí la rudeza que lo caracterizó durante su infancia. Al contrario, los colores rosados y violetas de su falda y las flores de fantasía enraizadas en su trenza maría me hablaron de que algo había cambiado en él. Pese a ello, no quise saludarlo.
Al segundo día, el taller “Semiótica y experiencias” nos juntó en la misma sala. En un reojo cuidadoso pude notar que Branco me reconoció. O al menos le parecí un rostro conocido. El facilitador comenzó el taller, nos tocó presentarnos. Contamos las razones que nos llevaron a participar del encuentro, me tocó decir mi nombre y pasé la rueda al siguiente. Así hasta llegar a Branco. Me puse ansioso por escuchar su respuesta al “¿Qué haces aquí?”. “Me llamo Baucis y soy trans”, dijo ella. Mi estómago se apretó. “Quise venir al encuentro, porque pese a que me siento niña, aún tengo cosas masculinas”, aclaró mientras se acariciaba las manos.
¿Había sido la agresividad su forma de ocultar lo que por mucho tiempo sintió? ¿Dónde estaba el niño seco para los combos? Cuando escuché su nombre supe que tenía que acercarme a hablarle, más que por curiosidad, para saber qué había pasado con él durante los años en que no nos vimos. Salió rápidamente de la sala una vez terminado el taller. En la cancha de la Arcis había instalado una mesa en la que vendía parches para ganarse unas monedas. Ahí estaba cuando lo tomé por sorpresa. “Hola Branco, ¿cómo estay? ¿te acuerdas de mí?”, pregunté incómodo por haberlo llamado con su nombre de nacimiento. Me sonrió en tono de aprobación. “Obvio que sí, Tomi”. Nunca en el pasado me llamó así, sólo mis amigos lo hacían. Para él era el “fleto”, el que jugaba con las niñas, el que no corría detrás de la pelota de fútbol. Me lo hizo saber cada vez que pudo. Pero Branco siempre quiso ser mujer. Después de haber cumplido su cuota de empujones en la sala de clases, llegaba a su casa a ponerse los zapatos de mamá y a pintar sus labios de rojo. “Estaba en mí y lo sentía. Siempre me pregunté por qué no había nacido con vagina, encontraba una injusticia haber nacido con pene”.
Si bien su impulso a travestirse fue temprano, salir del colegio y partir a Argentina a estudiar fue lo que necesitó para conocer otros cuerpos, donde la norma no corre ni pega. Así comenzó a soltar el nudo que lo aferró desde pequeño a la figura potente y heterosexual, a la proyección violenta que, de cierta forma, se le exigió llevar desde niño. “Yo tenía inquietudes, pero jamás pensé que podía dejar de ser un chico. No creía que podía ser una niña, moviéndome y mostrándome como quiero”. Reinaba en su cabeza, y más en su cuerpo, la ansiedad y el tormento de querer ser otra persona. Aun cuando reconoce que no es sencillo, el proceso de transición está acercándola a lo que realmente es: una chica trans. “No estoy siendo trans para encajar ni para caerle bien a nadie. Lo estoy haciendo por mí”.
Eligió su nombre después de pensarlo para una futura hija: Baucis, «calzado de mujer» en griego. De a poco ha ido cambiando su forma de interactuar con las otras niñas, de preocuparse por quienes realmente le importan, abandonando el ejercicio de la violencia que hoy reconoce como “un privilegio que pocos tienen”. Su afirmación como chica trans ha tenido distintos momentos, pasando desde el cuestionamiento hasta el migrar a otro cuerpo. Baucis ya comenzó a hacer las averiguaciones para vivir la transformación, un proceso repleto de burocracias y críticas desde la institucionalidad, pero que bien sabe vale la pena. Aunque siempre deseó lucir como mujer, hoy critica la superficialidad de los cuerpos: “No me interesa tener súper tetas y ser súper lady, como sí lo quería antes. No reniego de mi imagen anterior, lo que quiero es migrar y ser yo”.
En eso, recuerda el lunar que solía resaltar bajo su ojo derecho y que hace algunos años sometió a pabellón por las burlas que recibió de niño. Habla sobre las cicatrices, sobre las marcas que van quedando, huellas que nos determinan y que llevamos grabadas en la piel. Su lunar, ahora inexistente, hace eco de una negación permanente, de evitar cruzar límites en la búsqueda de quién queremos ser. “Tenemos cicatrices de las cosas que nos van dañando, cicatrices de cuando nos negamos como somos, como yo misma me negué”. Las críticas más duras las recibió de parte de la violencia machista, pero también las compañeras feministas le hicieron ver que su forma de enfrentar el mundo sólo iba a terminar dañándolo a él. Y entendió. Sobre todo, entendió que quería dejar de ser el calco de los pisoteadores. Los mismos que hoy lo apuntan con el dedo.
Un caluroso abrazo de involuntaria reconciliación cerró nuestra conversación. Pidió disculpas por los años de sobrenombres y empujones. Nada que perdonar. Su mirada luce más alegre y en sus manos lleva las herramientas para enfrentar la odiosidad y el menosprecio que practicó en el pasado.
Me pregunté qué significa abandonar los privilegios por decisión. Es decir, abandonar la imagen de un varón para pasar a habitar un cuerpo femenino, históricamente negado y al mismo tiempo manoseado por la sociedad. Me hice nuevamente la pregunta al recordar cómo en un taller los varones que buscamos ser menos patriarcales no tuvimos la capacidad de reconocer nuestros propios privilegios. Cómo el solo hecho de identificar los beneficios de llevar una cuerda entre las piernas cayó en la teoría, en las especificaciones intrascendentes, en el abuso de la palabra por parte de algunos.
Para ser hombre hay que ser siempre el primero. Porque además de gozar de un lugar sólo por haber nacido como nacimos, también tenemos que imponernos por sobre los otros con fuerza y sin tibieza. Porque “eso es ser hombre, siempre tienes que ganarle a alguien / eso es ser hombre, odiar lo que amas”, suena Andwanter en el fondo de mi divagación. Durante mi retirada, agradecí haberme encontrado con varones que cuestionan esta normalidad tan aprendida. Este habitar que reprime nuestros más profundos sentimientos de colaboración y afecto por el otro. En las actitudes odiosas de algunos, también reconocí las mías, porque no estamos libres, aunque lo queramos. Arrastramos cinco mil años de patriarcado, dijeron más de una vez en el ELVA, y eso no se acabará en un pestañeo, tampoco sin los maricas, las colas y los putos. Tengo al menos ahora algo más claro que antes: menos machos, más compañeros.
Perfil del autor/a:
Que Hermosa satisfacción poder ver éste bello trabajo y que podamos DESCONSTRUIRNOS siempre!!!
lo leí completo, muy buen texto! Me alegra que se haya realizado esta actividad en Chile y espero que se repita, hace siempre falta.
Me quedo con esta última parte: Para ser hombre hay que ser siempre el primero. […] Porque “eso es ser hombre, siempre tienes que ganarle a alguien / eso es ser hombre, odiar lo que amas”.
Me ha emocionado mucho leer este texto. Por más espacios en los que se cuestionen los privilegios y se deconstruya la masculinidad. ¡Menos machos, más compañeros!
Me ha emocionado leerte. Como feminista sé que el mundo no podrá ser equitativo y justo si los hombres no se transforman a la par de nuestras luchas y esa transformación pasa por re-conocer y abandonar sus privilegios de género! Bravo por ese encuentro y también ojalá los machos del Caribe logren darse la oportunidad de cuestionarse y buscar caminos conscientes para ir cambiando ese sistema de dominación que no solo es contra nosotras sino como dices tú «reprime nuestros más profundos sentimientos de colaboración y afecto por el otro.»
Un abrazo desde Caracas, Venezuela
Gracias por la Crónica que leo desde el sillón de mi casa en la ciudad de Querétaro México. Espero poder coincidir algún día con ustedes o invitarles por acá. Es importante seguir de-construyendonos no solo reconociendo privilegios, sino encontrar en nuestras prácticas cotidianas, una prosa de emancipación como el saludo de beso y el abrazo del que hablaste, cargar y cuidar a nuestros hijos/as, alimentar a nuestras parejas, reparar los daños causados en nuestra historia y como bien escribes, buscar la coherencia.