/ por Martín Cinzano
«Hoy sus huesitos enterrados quizás dónde
Hoy los míos temblando, vivos»
Mauricio Redolés
Pasaba por fuera de la relojería una y otra vez. No se decidía a entrar, no se atrevía a mirar de frente la cara del viejo relojero. Por eso buscaba cualquier excusa para alejarse de ahí. El problema era que hacía un frío de mierda. Y su esposa le había dicho: debes ir, debes ir y decirle.
El viejo relojero lo veía pasar desde adentro. La espera había valido la pena, al parecer. ¿Pero si se iba otra vez? No quería salir, tampoco moverse, porque lo podía espantar de nuevo; creía que, al menor movimiento, el otro, saltón, encontraría el pretexto para echarse a correr y no regresar, no regresar nunca más y dejarlo a él sin pistas de su hijo, para siempre.
Se inclinó lentamente, tomó la lupa y miró de cerca el reloj descompuesto. Pero era imposible concentrarse: en el cristal cóncavo de la lupa se le aparecía, hacía semanas, el rostro del hijo. Cerró los ojos para apartar esa visión, pero fue en vano. El hijo se había metido al sindicato, el hijo había sobresalido en la lucha. ¿Y dónde estaba ahora?
Pasó una vez más. El frío calaba. Se metió la mano al bolsillo y palpó el reloj. Le pareció sentir aún la muñeca helada del cadáver. La corriente tranquila del río. El cuerpo estancado en el barro a la orilla del río. Los ojos claramente abiertos, aún con la sorpresa del balazo entre ceja y ceja.
Mejor no. Mejor se iba y se olvidaba del asunto y del viejo relojero, y tiraba el reloj por ahí. O lo destruía. Borraba ese vestigio, lo lanzaba hacia la corriente del mismo río y se dedicaba a trabajar la tierra, a cosechar, a cuidar los animales del patrón, que era lo único que le daba de comer. ¿Desde cuándo, además, necesitaba un reloj para ver la hora si él la podía saber con sólo mirar al cielo? Pero había encontrado el cadáver. Le había sacado el reloj a un cadáver y cuando vio que no andaba no se le ocurrió más que llevarlo al único relojero del pueblo.
El viejo intentó concentrarse en el reloj pero recordó el otro. Era único, un viejo Cartier de números romanos con la pulsera rota, nada vistoso, que él mismo había comprado barato en el mercado de las pulgas del puerto y había arreglado, a toda máquina, para el cumpleaños de su hijo. Ahora era la única pista en la muñeca de un desconocido.
Cuando el viejo lo vio, casi se desmaya. «¿De dónde sacó esto?», preguntó como hipnotizado por el reloj, al borde del infarto. Y el otro no respondió. Tomó el reloj y salió corriendo de la relojería, asustado. El viejo lo había perseguido a duras penas, y cuando con impotencia lo vio internarse por el potrero, hacia el campo, lo dejó ir, jadeante.
En la calle, la neblina a ratos parecía tragarse a esa figura vacilante. Hacía una semana que su esposa lo había visto llegar con cara de susto, los ojos moviéndose de un lado a otro, intranquilos. «¿Qué pasó? ¿Te arregló el reloj el viejo, o no? ¡La suertecita de encontrarse un reloj en pleno campo!» No había respondido, y el resto del día lo pasó en silencio, arando la tierra, apilando heno, mirando de vez en cuando ese viejo reloj inservible. Hasta que, en la mesa, frente al plato de comida intacto, absorto, lo soltó con la voz apagada: «Hay un muerto a la orilla del río. Primero pensé que era un tronco, pero después vi una cabeza y una mano. La mano tenía el reloj. El viejo parece que reconoció el reloj cuando se lo llevé, me preguntó de dónde lo había sacado y me salió persiguiendo. Era el cadáver de un cabro joven, tenía los ojos abiertos».
Y eso fue todo. La esposa había asentido sin decir palabra. Pero cuando estaba ordeñando la vaca, en la madrugada, se había acercado y le había dicho: «Debes ir, debes ir y decirle al viejo». ¿Pero cómo?
El relojero miró hacia la calle. Ya no se veía silueta alguna. El tipo, después de todo, había sucumbido al miedo. Era lógico: el toque de queda se acercaba y cada tanto se oía una ráfaga de disparos, algún helicóptero sobrevolando la zona. Dos hombres juntos, aun dentro de una casa, se consideraba conspiración.
Tal vez sería mejor dejar las cosas así por un tiempo. Luego empezar a averiguar poco a poco, concienzudamente, quién era ese tipo, cómo pudo conseguir el reloj. Pero, ¿y si lo desparecían a él también? Apretó los puños cerrando los ojos. ¿Por qué se habían ensañado de esa manera? ¿Era verdad que estaban tirando los cuerpos a los ríos, a los basurales, al mar? No se contuvo más y tiró la lupa sobre el escritorio y corrió hacia la puerta. La neblina era densa y ya empezaba a anochecer. En la vereda del frente apenas se distinguía una figura, como una especie de holograma. Cruzó la calle lentamente. La figura hizo ademán de moverse pero se contuvo. El viejo se fue acercando cauteloso, hasta quedar frente a frente. Ninguno habló. El relojero, traspasando la niebla, se acercó aún más para verle de cerca el rostro. El otro, aún tanteando el reloj dentro del bolsillo, le mantuvo la mirada un momento hasta que con el otro brazo, levantándolo poco a poco, señaló en dirección al campo. Ambos estaban tiritando.
A la memoria de Patricio Lautaro Weitzel Pérez
y José Gregorio Retamal Venegas,
ejecutados políticos.
A Arturo Lorenzo Prat Martí,
detenido desaparecido.
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[Portada] Fotografía de Alejandro Hoppe
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